Martes, 11 de diciembre de 2012 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Aníbal Fernández *
“Muchos jueces son incorruptibles...
nadie puede inducirlos a hacer justicia.”
Joan Baez
El pretexto fue dar certeza y seguridad jurídica fundamentadas en “la alta especialización de sus árbitros”. ¿Quién se puede oponer a semejante noble objetivo, no? Pero el verdadero propósito ha sido defender y resguardar los intereses de las corporaciones internacionales que ya, a mediados de los años ’60, comenzaban a extender sus redes y su penetración económica en los países emergentes, en una arremetida que alcanzó su mayor momento con el “Consenso de Washington”. Así nació el Ciadi. La sigla identifica al Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones, que vio la luz allá por 1965 bajo la tutoría del Banco Mundial, que aún lo financia y lo contiene.
En estos días, gracias a la demanda de Repsol presentada ante este pseudo tribunal, el Ciadi ha vuelto a los títulos de algunos medios de comunicación, pero, ¿qué es este organismo, realmente? Debemos dejar en claro que no se trata simplemente de un tribunal arbitral internacional. Diría que es, más bien, una institución cuasi privada (dada su dependencia del Banco Mundial) que interviene en la solución de controversias, conflictos o disputas entre inversores particulares y los Estados.
A pesar de su creación a mediados de los ’60, no será hasta la década del ’90 que Argentina comienza a firmar “tratados bilaterales de protección y promoción recíproca de inversiones” en los que el Ciadi adquiere la condición de árbitro.
Las teorías del “Estado mínimo” y del “derrame del mercado”, iconos de las décadas de los ’80 y ’90 –esas lógicas se instalaron más allá de las relaciones comerciales y concluyeron abarcándolo todo, entre otras cosas, arte, religión, cultura y educación... sí, sobre todo la educación superior, la universitaria, atravesada por las ideas del MIT, procurando la “desaparición” de la “res pública”– propiciaban la actuación del Ciadi a favor de proteger a los inversores, por encima del Derecho público de las naciones y aun del internacional.
Si para ejemplo bastara un botón, alcanza con presentar a uno de los árbitros que integran actualmente el Ciadi: el profesor Jeswald Scaluse, consultor y antiguo miembro del Centro Harvard (MIT) y autor del conocido libro Siete secretos para la negociación con gobiernos o cómo lidiar con las ordenanzas locales, estatales, nacionales o gobiernos extranjeros, y salir adelante. Sintéticamente, un experto en ganar pleitos a los Estados. Ese es el perfil –algunos más, otros menos– de los árbitros que nos propone el Ciadi, “un organismo internacional que siempre actúa más a favor del mundo desarrollado de los intereses de las transnacionales que de los países emergentes”. Y lo más terrible es que no tienen empacho alguno en presentarnos de esta manera, evidenciando que su mayor interés es congratularse con el capital.
Desde 2003, “la década ganada”, nuestro país no ha firmado ningún convenio que incorpore al Ciadi como tribunal arbitral. Terminada la furia de la globalización y recuperada la memoria de la dignidad, la Argentina y América del Sur en su conjunto comenzaron a “esquivar” este “tumor jurídico” y a recuperar la soberanía sobre sus entuertos comerciales.
Hay, en la actualidad, 46 casos contra la Argentina presentados ante el Ciadi. Pero también, en el marco de la tarea que se lleva a cabo para unificar el Código Civil y el Comercial, hay una clara decisión de recuperar la soberanía sobre estas cuestiones, cerrando la puerta a los Tratados Bilaterales de Inversión y por lo tanto al Ciadi.
Sin embargo, es imposible que la brutal oleada de neoliberalismo no hubiera dejado secuelas y, algunas de ellas, las más pétreas, suelen encontrarse aún entre los profesionales de aquella época: la “década perdida”. Sobre todo los abogados y economistas surgidos de las universidades que, a la sombra del modelo de Harvard, veían al Estado como un elefante fofo y torpe que, algún día –esperaban/deseaban fervientemente–, se desplomaría para regocijo de Francis Fukuyama y sus adláteres.
Esos “profesionales” están en el Ciadi y, también, entre nosotros. Habitan estudios de abogados de apellidos añosos y rimbombantes; bufetes que se parecen más a financieras preparadas para despellejar que a recoletas oficinas de hombres del Derecho. Aunque también se los suele descubrir, con alguna frecuencia, en la Justicia federal, en la Justicia nacional o en las provinciales.
Sobre unos y otros sigue pesando el enorme poder del mercado, con sus grandiosas corporaciones económicas, sus indisimulables tentaciones mercantiles y sus presiones mediáticas; siempre dispuestas a ir contra el Estado y contra la política, sólo porque comete el pecado de pretender cambiar el mundo plagado de asimetrías y desencantos, y que ellos tratan de conservar inalterable, para tener a buen resguardo sus privilegios.
Estos estudios-empresas, esos jueces-gerentes, esos leguleyos más conocedores de las artimañas que de la ley, existen allá... y acá. Y mientras sean lo que son –la cara vidente y evidente de una Justicia hecha a medida de los poderosos–, la democracia estará en riesgo. Es un riesgo permanente.
* Senador del Frente para la Victoria.
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