Martes, 16 de agosto de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
Decepcionaron los desempeños y los resultados electorales de los competidores de la Presidenta, en especial los que pintaban para más: Ricardo Alfonsín y Eduardo Duhalde. La formidable ventaja que sacó Cristina Fernández de Kirchner (previsible, aunque inesperada en su magnitud) autoriza a decir que se llevó sin despeinarse la medalla de oro, en tanto la de plata quedó desierta por ausencia de postulantes a la altura. En pos de un desolado bronce, Duhalde y Alfonsín inventaron sin quererlo una nueva categoría: el empate pírrico. Las victorias a lo Pirro son una cita clásica, el empate pírrico, una innovación de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO).
Es sugestivo dar contexto comparativo a lo conseguido por el Frente para la Victoria (FpV) en las PASO. Congregar el apoyo de la mitad más uno del padrón, a ocho años de gestión, es una proeza, poco accesible en cualquier democracia estable. Los presidentes de Chile, Rafael Piñera; de Brasil, Dilma Rousseff; de Uruguay, José Mujica, gozan de amplia legitimidad, hicieron grandes elecciones pero no alcanzaron esa marca.
En un país de variadas geografías y culturas populares o políticas, vencer en 23 de las 24 provincias y en casi todas las ciudades más pobladas expresa un consenso tan envidiable cuan infrecuente. Tanto que la Presidenta alzó la Copa en la irredenta Gualeguaychú, en Chascomús, en la Mendoza del vicepresidente Julio Cobos.
Se plasmó un aval policlasista tanto como pluricultural y transversal en lo político.
Si se aguza la mirada, se detectan diferencias cuantitativas notables al interior del acuerdo social básico. En el NOA y en la Patagonia el FpV saltó frente a una vara del 60 por ciento. En Santa Fe, Córdoba y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) el piso a superar fue el 30 por ciento. En 2007, la fórmula Cristina Kirchner-Julio Cobos registró rechazos o, cuanto menos, mermas de adhesiones en la mayoría de los grandes centros urbanos. Anteayer, prevaleció prácticamente en todos, cayendo por un pelito en Rosario ante el presidenciable santafesino Hermes Binner. En ese abanico de ciudades esquivas, la CABA vale doble, por su resistencia atávica a cualquier variante de peronismo. El porcentual de votos en las ciudades, cabe matizar, fue inferior a la media nacional, lo que no habla sólo del kirchnerismo sino también de las características pluralistas de los parajes en cuestión.
Volviendo al núcleo, una rotunda aprobación recorrió toda la escala social (con fuerte acento en los sectores más humildes) y todo el territorio (con más plenitud en el NOA, el NEA, la Patagonia y el Conurbano bonaerense). El FpV, más que el primero entre pares, es la única fuerza política competitiva en todos los distritos, la única percibida como garante de la gobernabilidad.
El mensaje de las urnas iluminó un universo ignoto en el discurso dominante. Las elecciones, en los sistemas políticos estables, son gobierno-céntricas: es el oficialismo quien las gana o las pierde, en sustancia. Un Ejecutivo descripto y descalificado hasta el hastío como odioso, encerrado, agresivo a todo lo exterior, revestido de púas como un puercoespín, fue convalidado por una mayoría aplastante. Hay ruido entre el diagnóstico enfurecido y el veredicto de las urnas. Los hechos no macanean, ergo, la distorsión finca en la narrativa que los antecede, los decreta imposibles y, una vez sucedidos, los niega.
El mito de la unidad: Nobleza obliga, en esta instancia las consultoras “midieron bien” en las encuestas previas y en las bocas de urna. Horas antes de cerrarse los comicios se conocían, con singular precisión, las tendencias y las distancias. En cambio, se chispotearon unos cuantos formadores de opinión y muchos dirigentes, invirtiendo la ecuación de otros comicios. Políticos y periodistas negaban lo inexorable, les fue imposible explicarlo, parecieron desconcertados ante su ocurrencia. El domingo fue un día de frases híbridas, titubeos, imprecisiones, elusiones.
El lunes, el diluvio mediático cayó sobre las atribuladas cabezas de los dirigentes opositores, que ya tenían bastantes cuitas encima. Los reproches mayores fueron no haberse unido, haber desmantelado el virtuoso escenario de alianzas de 2009. Parafraseando al General, el año 2011 los encontró divididos, su vanguardia mediática les recriminó la torpeza. La crítica despiadada anuda floja memoria y fascinación por mitos urbanos. El Acuerdo Cívico y Social fue un armado astuto, de cara a una elección legislativa. Un frente virtual, como pocos. No hubo unidad, sino un zurcido provisorio de “lemas”, partidos diferentes. Como ninguno es taita en todos los territorios, se conjugaron para dejar la impresión de que triunfaban en todos. Brilló por su ausencia la construcción política, ni qué hablar de la urdimbre de estructuras conjuntas. Como los chicos de “salita de dos”, cada cual jugaba por su lado, aunque si les preguntaban qué hacían contestaban “jugamos”.
La sumatoria se tradujo, con algún apego a la coyuntura, como expresiva del desencanto con el Gobierno. De nuevo, se vota a favor o en contra de los Ejecutivos. En un escenario propiciado por la legislativa de medio término, con una crisis política local y un machazo colapso económico financiero internacional, el kirchnerismo recibió un sosegate. No fue una propuesta alternativa, que no la hubo salvo frente a la cuestión de las retenciones móviles. Sinceró un cambio de humor, “causalmente” producido cuando se frenó la dinámica iniciada en 2003: crecimiento, creación de empleo, aumento de las prestaciones sociales y consumo galopante. Tras el escrutinio, cada sector opositor alardeó de voluntad de unidad y (dendeveras) trató de consolidarse como la mejor opción, bolilla uno del Lerú de la política.
La unidad era esquiva, aunque exigirla por escrito es sencillísimo. Los Rodríguez Saá creen que Eduardo Duhalde derrocó a Adolfo, cuando éste era efímero presidente. Son recuerdos fuertes, que obstruyen pactos o alianzas. Nada es imposible, más vale. Hasta rivales acérrimos pueden negociar, máxime entre peronistas, si hay perspectivas de éxito o un liderazgo que imante voluntades. No fue el caso, ni siquiera una internita de cámara pudieron completar.
La sinergia panradical era otra hazaña de Hércules, desmedida al piné de los interpelados. Desconcierta que, a 15 de agosto, se siga inquiriendo por qué Hermes Binner no articuló con Elisa Carrió. No lo hizo en defensa propia, porque la conoce y porque expresa una visión de la política polarmente opuesta a la suya: narcisista, inorgánica, autodestructiva. La trayectoria de la líder de la Coalición Cívica de 2007 para acá es un reguero de dinamita, explotada muchas veces en el frente interno. Fue sintomático el desplazamiento de cuadros como Marta Maffei, Rubén Lo Vuolo, Carlos Raimundi, Eduardo Macaluse o Marcela Rodríguez (cada cual con su anecdotario a cuestas) y su reemplazo por Patricia Bullrich, Alfonso Prat Gay o Mario Llambías. Un giro a la derecha y a las clases altas, la promoción de una acelerada diáspora. El gesto del domingo, dejando solo a su compañero de fórmula Adrián Pérez para dar la cara en el apabullante trance de la derrota por goleada, es revelador de un desdén cruel por los propios. Viendo eso (y contando las chirolas de capital devaluado que le quedan a Lilita Carrió) es absurdo quejarse de quien, por instinto de supervivencia, tomó distancia.
Los partidos de oposición tienen criterios diferentes, tradiciones, pertenencias. Amontonarlos es un reto mayúsculo y es poco serio suponer que suma mecánicamente a todos los adherentes de los nuevos socios. Los guarismos de Alfonsín y Francisco de Narváez insinúan que todo es más complicado. Se agrega por un lado, se resta de otro, la suma es algebraica, no sinérgica.
Además, el amuchamiento a como dé lugar, el “Frente antifascista”, no sintoniza con la coyuntura. No hay una dictadura enfrente sino un gobierno (discutible, como todo) con rumbos definidos. Competir con él exige ideas- fuerza, proyectos, algo que parezca un programa. No meras arengas sobre estilos políticos y exaltaciones del diálogo.
Por cierto que los opositores son desmañados, no tienen capacidad de imantar a sus pares o a ciudadanos independientes. Y también desperdiciaron la ocasión que les abrían las PASO. Si el domingo hubiera habido internas abiertas entre ellos, algo de aire fresco podría correr entre sus filas. Acaso hubieran salteado el extraño milagro de dejar un lugar vacío en el podio.
¿Por qué votan los que votan? Un contexto económico social muy distinto a los años previos al kirchnerismo ayuda a explicar el apoyo diseminado en el campo y en los barrios pobres, entre los trabajadores formales y los que changuean, en las ciudades que demandan “de todo” y en pueblitos del interior de cada provincia. Hay diferencias entre ellos, hasta eventuales conflictos horizontales, pero nadie les oferta un horizonte más preciso que el actual oficialismo. Se puede definir, entonces, un voto conformista, conservador en algún sentido, masivo y poco barullero.
El kirchnerismo atiza también la llama de variadas militancias. Repolitización de viejos participantes, incorporación de jóvenes, agregación de organizaciones representativas de minorías, de organismos de derechos humanos. También, en la “era Cristina”, hubo una eficaz convocatoria a artistas populares y trabajadores de la cultura. Hablamos de minorías intensas, dotadas de una épica que incentiva y gratifica su participación y su compromiso.
En los dos campos, por así llamarlos, el kirchnerismo es más representativo que sus oponentes. Mucho más, supone el cronista. Entre los activistas o los que “algo” hacen, así fuera participar en maratones interminables de actos. Y entre las gentes de a pie que atienden más a su laburo, su casa, al tránsito entre ambas, al bienestar inmediato, las perspectivas de los hijos. En la distendida conferencia de prensa de ayer, la Presidenta habló de “la gente normal” que no está todo el día pendiente de la política sino de cuestiones más terrenas: la familia, el fútbol, el trabajo. Esas dos vertientes confluyeron. Ambas son imprescindibles, porque expresan diferencias cuantitativas y cualitativas. Las proporciones entre ambas se dejan a criterio del lector.
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