Sábado, 5 de noviembre de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › PENAS DE ENTRE TRES Y CINCO AñOS PARA CINCO DE LOS SEIS ACUSADOS DE ENCUBRIR EL CRIMEN DE MARíA MARTA; ORDENARON SU DETENCIóN
En un clima de mucha tensión, entre llantos, fueron condenados los familiares, un amigo y el emergentólogo. La masajista fue absuelta. Fuera de la sala hubo gritos, insultos y amenazas. Los cinco condenados quedaron detenidos.
Por Horacio Cecchi
Saturada de camionetas de televisión, cables tentáculos de los movileros, fotógrafos y cronistas, el aspecto de la cuadra de Ituzaingó, entre Díaz y Acassuso, donde se levanta el edificio de los Tribunales de San Isidro, era la demostración palpable de la capacidad multiplicatoria de las tensiones en acumulación y el cholulismo, cuando se presentan en el mismo escenario al unísono. Ese era el panorama a las 12.30, media hora antes del inicio de la audiencia del caso García Belsunce II. Más de tres horas después, el veredicto, que apenas demandó 15 minutos de lectura, condenó a 5 años a Guillermo Bártoli; a 4 a Horacio García Belsunce; a 3,5 a John Hurtig; a 3 a Sergio Binello y Juan Gauvry Gordon; y absolvió a Betty Michelini. Y ordenó las cinco detenciones. Fue imposible continuar la audiencia. Los llantos, la respiración angustiada, los lamentos, los abrazos interrumpieron el procedimiento. Ordenaron vaciar la sala. Un prurito de honor rescató la imagen de los condenados en el momento en que eran esposados de lo que alguien llamó “el escarnio innecesario”. Afuera, hubo gritos, insultos, amenazas, amagues de trompis.
Las versiones previas, esas que calientan o enfrían el ambiente de un juicio tan polémico, debatido y de interés extendido como éste, daban como prefiguración un ambiente turbio, gris, oscuro para los acusados. Se hablaba de condenas duras y al límite, esto es, los seis años, la máxima para el encubrimiento agravado. Se daba esta cuenta tan por sentada como la de la única absolución del caso, la de la masajista Beatriz Michelini, que no había recibido acusación de la fiscalía. Si se acercaba el oído a los abogados de la defensa –a excepción de Roberto Ribas y Eduardo Ludueña, defensores de Michelini—, lo que se escuchaban eran comentarios sobre lo previsible de “una condena dura”, “está todo armado”, “hay algo detrás”. Pero lo que parecía imprevisible y se transformaba en el principal fantasma de los acusados era saber si “¿ordenarán nuestras detenciones?”. “No es posible”, “sería una canallada”, “no van a hacer eso”.
Los comentarios, claro, se construían en carácter especulativo y, por lo tanto, cargaban las tensiones propias del estar seguro pero no del todo. Tensiones que, irremisiblemente, tenderán a estallar en algún momento después de la lectura del veredicto.
Allá estaba, al mediodía, Horacio García Belsunce, en una mesa de bar en la vereda, frente a los tribunales. A su lado, María Laura, hermana de la víctima. Del otro lado, Leyla, su ex mujer. De pie, a su espalda, apoyada sobre los hombros de HGB, Jorgelina, una amiga. Había cierta rispidez entre las dos mujeres, y una especie de telón abierto de ciertos conflictos intrafamiliares.
A unos metros, distendido con motivos, Roberto Ribas explicaba a algunos periodistas motivaciones, articulados y procedimientos. Todo estaba tranquilo hasta que dejó de estarlo. Cuando llegó Guillermo Bártoli, acompañado por su esposa, Irene Hurtig, a la puerta de los tribunales. Por arte de magia, un estallido de pirotecnia movilera disparó de rincones, sillas y pasajes, decenas de micrófonos y cámaras que arrastraban cables que arrastraban personas y que apuntaban al objetivo. “Yo creía que los jueces eran buenos, pero parece que no, vamos a ver, si me equivoco voy a pedir perdón”, dijo Bártoli a la ráfaga de micrófonos y cámaras que lo apuntaban y que lo abandonaron (no todos) para perseguir a Horacio García Belsunce, acompañado por Jorgelina, y que había elegido el momento para dejar el bar y entrar a los Tribunales con fracasado disimulo. “No quiero saber cómo se pondría María Marta si supiera que nosotros, que hicimos todo para que estuviera en paz, pasáramos por esto.” “Los jueces no pueden preguntar, es animosidad. Los que tienen que preguntar son los fiscales”, explicaba, docente, Bártoli a los periodistas, intentando describir la supuesta animosidad del tribunal en su contra.
A esa hora, cualquiera que caminara desde la vereda de Ituzaingó hacia el hall interior de los Tribunales se toparía con una, dos, cuatro, varias ruedas, rueditas de prensa, los cronistas, los movileros, los camarógrafos y fotógrafos repartidos a voluntad y a un hay para todos.
Entrar a la sala y que iniciara la audiencia demandó desde ese momento alrededor de dos horas y media más. A la segunda hora, las 45 butacas estaban ocupadas a pleno: diez periodistas, algunos estudiantes de Derecho, alguno que otro empleado judicial, y los apoyos familiares y amicales. A la hora de la espera, la sala de audiencia era una romería, donde todos casi se conocían, intercambiaban detalles de vestimentas, si viste aquella película, si esos aritos te los compraste en Guyana o en Florida, si se atrasa el cierre y demás comentarios sin otro sentido que el de rellenar ese vacío que se venía armando, molesto para los que significaba una demora, incómodo y ácido para quienes significaba un umbral de un vacío mayor.
A las 15.33 entraron los jueces: primero Ariel Introzzi Truglia; en el medio la presidenta del Tribunal, María Elena Márquez, por último, Alberto Ortolani. Dieron una orden, se abrió la puerta y entraron los buscadores de pacman, comedores de enzima, los paparazzi, un alud de fotógrafos, mientras de algunos familiares se escuchaba la queja, “ah bueno”, mientras los flashes rebotaban por doquier sobre acusados, jueces, público, y los mismos fotógrafos, mientras empleados de la Corte intentaban mantenerlos “¡detrás de la línea roja!”. Dos minutos de frenesí y se retiraron flasheando a sus espaldas por si acaso.
A las 15.35, comenzó la lectura del veredicto, que demandó menos de un cuarto de hora. Previamente, y en una especie de introducción climática, la presidenta del Tribunal respondió a un pedido del abogado Carlos Caride Fitte, y dijo que “en una sala contigua hay médicos preparados para cualquier persona que requiera una atención”. Se refería a Binello, quien había presentado un parte médico de problemas coronarios. La explicación, más que tranquilizar, se instaló como un preanuncio de algo grave, del mismo modo que los quince policías (catorce de uniforme y uno inmenso, apenas disimulado bajo una remera celeste) eran interpretados como prevención de disturbios, lo que en tren de especulación, traía aparejada la pregunta de “si prevén disturbios, ¿será porque hay condenas fuertes? O peor, ¿detenciones?”.
Más suspiros profundos.
La lectura del veredicto empezó por la absolución de Michelini. Suspiros de felicidad de un lado, pocos, algún familiar de la masajista. Suspiros de angustia por muchos otros, porque llegaba el momento al que no se quería llegar. García Belsunce recogido sobre sus muslos, Bártoli tenso, Hurtig hiperquinético.
Fueron anunciados los condenados, o sea el resto. Hubo rumor de llanto, aunque fuera obvio, aunque fuera esperado, aunque no se había hablado de números. Como un tambor que iba golpeando, los suspiros fueron in crescendo. Los jueces condenaron, pero fueron condescendientes con las condenas, a todos les aplicaron menos de lo que pidió el fiscal: Gauvry Gordon y Binello recibieron tres (habían pedido seis al primero y 4,5 años al segundo); Juan Hurtig, 3,5 (5); para HGB 4 (6) y para Guillermo Bártoli 5 (6). Pero, obviamente, cada lectura de condena fue un in crescendo en los llantos, en las manos que se tomaban, en los jadeos, los dos hijos de Bártoli abrazados a él, la amiga de HGB llorando desconsolada contra la pared, mientras la mujer de Hurtig se abrazaba con un familiar y la hermana de Bártoli intentaba contener hasta que leyeron la pena de su hermano y también soltó su angustia. El clima era tan emotivo que alguna periodista lloraba acompañando los hechos y otros se miraban indecisos de poder reflejar un clima que, claro, en otro juicio de acusados corte villero las empatías y sufrimientos mediáticos correrían en diagonal hacia otro sector. Pero llegó el momento esperado de la orden inesperada: Gauvry Gordon, Binello, Hurtig, García Belsunce y Bártoli serían detenidos de inmediato y enviados a la DDI de San Isidro.
La sala estalló en llantos, gritos, abrazos que no se separaban. La presidenta ordenó vaciar la sala. Los hijos de Bártoli no lo querían soltar y Bártoli gritaba la palabra “tortura”, HGB estaba absorto, y John gritaba “cuidá a... llevala a casa”, mientras la jueza pedía orden en medio del desorden.
El clima se enrareció afuera. La tensión encontró su válvula explosiva cuando una multitud de chicos amigos de la familia vio a Ribas retirándose por la galería del frente. Lo que menos le gritaron fueron insultos, algunos amagaron saltar la baranda del primer piso, el frenesí había cambiado de dueños. Afuera, una pared de fotógrafos y camarógrafos esperaba la salida de alguien y dijera algo, cualquier cosa, pero algo. Después se quedarían con su trofeo, las fotos de Gauvry Gordon, HGB y Bártoli esposados en camionetas policiales.
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