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EL PODER

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Los derechos humanos no llegaron a los salones del poder: se quedaron en la calle, con sus defensores. El poder político de la transición terminó exhausto.

Por J. M. Pasquini Durán *

t.gif (67 bytes) A medida que la economía se globaliza (cuarenta mil corporaciones dominan los dos tercios del comercio mundial), la política se fragmenta en múltiples pedazos como consecuencia del deterioro de las ideologías redencionistas y contestatarias del siglo XX. En consecuencia, la economía se “independiza”, por decirlo así, de la suerte de la política, porque el pensamiento que fundamenta esa globalización, de origen conservador, sostiene que la única libertad que importa es la del mercado. Todo lo demás, democracia incluida, es accesorio o casual.
La novedad, a fines de 1983, no fue el desplazamiento de los militares. Con cierta periodicidad, esto ya había sucedido en los cincuenta años anteriores. Lo verdaderamente inédito en ese momento fue que la democracia liberal era el único proyecto político que había quedado en pie. El “partido militar” de los conservadores, la alianza de las Fuerzas Armadas y el pueblo del general Juan Domingo Perón, y la insurrección revolucionaria de la izquierda se habían agotado como alternativas o caminos sustitutos.
La idea de un “tercer movimiento histórico”, que fusionara las trayectorias populares de radicales y peronistas, fue vivida como un desvarío oportunista por los bandos tradicionales del peronismo-antiperonismo. El poder civil encargado de la transición jamás consolidó alianzas perdurables con ninguno de los factores de poder ni grupos de presión (sindicatos, patronales, iglesias y fuerzas armadas).
La democracia sigue arrastrando, sin resolver, el nuevo polo de enconos, entre quienes intentan imponer el olvido del pasado, borrón y cuenta nueva, y los que buscan verdad y justicia. Los derechos humanos no llegaron a los salones del poder con la democracia y se quedaron en la calle, con sus defensores de siempre, responsable de avanzar en contra o a pesar de las especulaciones tácticas o las declinaciones del poder democrático. De manera que lo que logró en estos años, que no es poco a la hora de los recuentos, queda como mérito de la desobediencia civil más que de la decisión del poder político. Entre tanto, la persistencia de la reconciliación imposible será siempre un foco de tensión que lastima una condición básica de cualquier régimen democrático: la igualdad ante la ley.
El poder político de la transición terminó exhausto, aislado, con la popularidad perdida y sin capacidad de respuesta. Nunca bajó los brazos, pero no consiguió ponerse a tono con los nuevos tiempos. El poder –nunca recuperado para el gobierno civil– de las corporaciones, lo remató con sucesivos “golpes de mercado” que desataron olas de hiperinflación, tan cruel como el terrorismo de Estado y tan disciplinadora como el autoritarismo. La sociedad volvió a intoxicarse de fobias y a la hora de elegir la sucesión buscó una ilusión perdida en alguien que ya había renunciado a las suyas propias, Carlos Menem. Los más ricos y los más pobres fueron enlazados, por razones diferentes, en la única opción que quedó a la vista, mientras la clase media, defraudada por el alfonsinismo, se dispersó en opciones diferentes, incluido el candidato riojano.
Las ideas–fuerza del fundamentalismo de mercado, que se anunciaban como el paradigma de praxis, ganaron el corazón de la sociedad: las privatizaciones, el control del gasto público, la estabilidad antiinflacionaria y la apertura comercial irrestricta al mundo globalizado, sin ninguna condición o traba para la entrada y salida de capitales, sin ninguna condición o traba para la entrada y salida de capitales eran los ingredientes básicos de un ajuste estructural que, a poco andar, empezó a mostrar los costos que demandaría: precarización laboral, desempleo masivo, congelación de salarios, crisis de las economías regionales impreparadas para la competencia internacional y subordinación del comercio exterior a la capacidad brasileña de compraventa en los términos aduaneros del Mercosur.
Cuando llegó la hora de la reelección, en mayo de 1995, la población alentada por la estabilidad y el crédito, disimuló los malestares de los más perjudicados y votó en masa por la continuidad. Fue el consenso más grande que haya tenido programa de ajuste alguno, lo cual produjo dos efectos nocivos sobre el poder político. Por un lado, alentó las tentaciones autoritarias del presidencialismo vertical e “invencible” y sus ambiciones de continuidad. Por el otro, desató en el interior del oficialismo una batalla frontal por el patrimonio de la victoria: ¿Era de la economía o de la política, de Cavallo o de Menem?
En realidad, el poder último no estaba en manos de ninguno de los dos, sino en el bloque de poder monopólico y transnacionalizado, que se había terminado de consolidar en el país con la privatización de los servicios públicos. En nombre del pragmatismo –“si no lo puedes derrotar, únete a ellos”–, el segundo y tercer período democrático vaciaron aún más el poder político de las instituciones republicanas, para fortalecer el de las corporaciones patronales, sobre todo las financieras. Dado que en estos últimos veinte años esas corporaciones sufrieron dos evoluciones simultáneas, la centralización monopólica por vía de las fusiones y la transnacionalización de sus directorios, el poder no sólo quedó despegado de la Casa Rosada sino que se trasladó fuera del país. A partir de ese punto, las opiniones de expertos del Fondo Monetario Internacional (FMI) pasaron a ser más importantes que la del Congreso de los representantes del pueblo.
Hay una tendencia mundial a la verticalidad el poder, a concentrarlo en muy pocas manos y a alejarse de sus representantes inmediatos. Los presidentes, así fortalecidos, se dejan ganar por la idea de un continuismo ilimitado en el ejercicio del cargo, varios de ellos alentados, también, por las corporaciones patronales y por las entidades financieras internacionales, una vez que han demostrado lealtad irrestricta a los programas de ajuste. Esas tendencias son más nocivas cuando el gobernante actúa con sentido patrimonial del poder delegado por el pueblo, como si fuera propiedad privada, y dispone de él por encima de todos los poderes y controles institucionales.
Si a eso se agregan las colectas financieras para la actividad política que se consiguen de donaciones privadas sin control ni conocimiento públicos, es obvio que la posibilidad de la corrupción estructural –esto es, fijar el soborno, el tráfico de influencias como condición necesaria para realizar negocios– queda abierta para todos los que buscan el enriquecimiento ilícito pero rápido y generoso. La red de corrupción es autoprotectiva, para garantizarles a sus miembros que el delito no será sometido a castigo. La impunidad se convierte en moneda de cambio para conseguir lealtades facciosas o, si se prefiere, mafiosas. Es un fenómeno de alcance internacional, que el mexicano Carlos Fuentes llamó “megacorrupción global que confronta a los gobiernos y a las instituciones internacionales con agendas al margen de la ley y nuevas estructuras de poder impunes, que acabarán por crear una crisis mundial de seguridad”.
Harta de la impunidad, buena parte de la ciudadanía empezó a buscar nuevos rumbos. Que esto es así, y no un accidente pasajero, lo prueba la aparición del Frepaso, su crecimiento electoral y el impulso que recibieron sus dirigentes y los de la UCR para la formar la Alianza opositora al menemismo, a fin de romperle el invicto electoral, lo que se consiguió en octubre de 1987, ocho años después que el mercado expulsó a la administración alfonsinista. En este caso, no es el mercado el que alentó la nueva formación, sino los ciudadanos de a pie. La sociedad civil, al margen de los partidos políticos y de otras formas tradicionales de organización, construye sus propios caminos de participación. Es un dato nuevo en este fin de milenio.
Así como la globalización económica se volvió un dato irreversible de la realidad mundial, esa misma trayectoria está presionando para crear nuevos organismos o instituciones que atiendan a la política, la cultura, la protección del medio ambiente, la procuración de Justicia, el respeto a las diversidades regionales, étnicas y culturales, el ejercicio de las libertades, el combate a la corrupción, el castigo al genocidio en todas sus formas, los límites a la especulación salvaje que destruye sin compasión los esfuerzos productivos de naciones y continentes enteros. Más rápido de lo que puede seguir la reflexión filosófica, los pueblos buscan rumbos inéditos para satisfacer las expectativas abiertas por la época y para disipar los miedos generados por esas mismas transformaciones. El poder, las maneras de integrarlo y de ejercerlo, está en cuestión.

* Resumen del texto que, con el mismo título, integra la obra colectiva Quince años de democracia, Ensayos sobre la nueva República, que lanzará al mercado la editorial Tesis-Norma en las próximas semanas con motivo del 15º aniversario de la refundación democrática.

  OPINION:

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