Noches pasadas
decidí airearme un poco caminando por Florida, ahora que amaga recuperar
mínimamente su viejo esplendor. Tras dar algunos pasos tuve la primera
extraña sensación de inestabilidad, que fue repitiéndose a intervalos
irregulares. Mis sobrias oscilaciones eran acompañadas por ciertos
ruidos a hueco, unos golpeteos que sonaban a choque de masas quebradizas.
Bajé la vista y descubrí lo que, inconscientemente, me resistía
a admitir: que el flamante pavimento de la principal peatonal porteña
bascula al ritmo de sus baldosones flojos, despegados de su contrapiso
mientras aún resaltan los orgullosos carteles rojiblancos radicales
que colocó el gobierno de la ciudad para propagandear la renovación
de la calle, con una banda sobreimpresa, más jactanciosa todavía,
que da por terminada la obra. Terminada y, por lo visto, mal hecha,
bajo la conducción política de Nicolás Gallo, responsable del tema
en la comuna, y quien lo será, a partir del 10 de diciembre, en
la nación. El tema no tiene nada de nuevo: los contratistas suelen
reparar mal las aceras y las calzadas, tal vez porque así les sale
más barato, o también porque eso provoca nuevas licitaciones que
se repartirán los mismos socios del club de adjudicatarios. Los
funcionarios se quedan igual de contentos, quizá porque son parte
del sistema, o porque les luce políticamente anunciar la realización
de obras (tantos metros cuadrados de veredas o de asfalto, tantos
árboles plantados, etcétera), sin que les interese después si todo
vuelve a estropearse al primer uso o si los retoños se secan antes
de brotar. Para que el perverso mecanismo funcione a la perfección
es preciso, obviamente, evitar el mantenimiento. Nadie debe acudir
a reparar los baldosones de Florida a medida que se vayan soltando
y acto seguido partiendo (¿el contrato incluye un servicio posventa
a cargo de la constructora?), porque más rentable es esperar que
la tradicional arteria vuelva al calamitoso estado previo y sea
preciso llamar a una nueva licitación antes que cante el Gallo
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