Los políticos no son confiables. Por tanto, para prevenir
sus perniciosas decisiones se recomienda crear órganos intocables
y mecanismos automáticos, predeterminados. Una banca central
independiente fue el primer producto de ese criterio, que en la
Argentina se combinó con la convertibilidad, que predefine
los actos del BCRA como caja de conversión, obligada a cumplir
la ley que fijó el tipo de cambio. A este cerrojo se le añadió
la convertibilidad fiscal, que coloca un tope preciso al crecimiento
del gasto público y al endeudamiento, independiente de los
antojos políticos. Y ahora se promete agregar la llamada
convertibilidad impositiva, que establecerá de antemano reducciones
automáticas en las alícuotas ante aumentos en la recaudación.
Estos no son, en el fondo, inventos argentinos, sino aplicaciones
adaptadas de ciertos planteos ultraneoliberales, que ahora proponen
confiar también la política tributaria a un ente autónomo,
intangible, que pueda subir o bajar tasas sin pedirle permiso al
Ejecutivo ni al Congreso, dentro de ciertos márgenes, con
el fin de enfriar o estimular la economía según convenga.
Se supone que, así, habrá un manejo estrictamente
técnico de la moneda, las finanzas, el gasto público
y los impuestos, resguardados de los políticos. En este proceso,
el gobierno irá quedándose sin instrumentos, reemplazado
por un gran mecanismo de relojería, basado en un sistema
de ecuaciones diseñado por algunos economistas.
Así como presidentes y ministros actúan con propósitos
políticos de corto plazo, sin importarles las consecuencias
de largo plazo de sus decisiones, las cámaras parlamentarias
retrasan la adopción de medidas urgentes porque tardan meses
en aprobar cualquier proyecto, y lo votan cuando ya resulta contraproducente.
Mucho mejor, por tanto, es manejar la política económica
a través de una especie de fideicomiso, encargado de ejecutar
instrucciones escritas en una cartilla.
|