Telepeaje
Las revoluciones
productivas permitieron al hombre tener más producto por
unidad de tiempo. El arnés medieval permitió, en igual
tiempo, roturar más extensión en igual tiempo. La
máquina del siglo XIX obligó al hombre a trabajar
a su propio ritmo. Pero las máquinas electrónicas
no pueden obligar a las personas a marchar a su propia velocidad.
La alternativa es aquí prescindir del hombre. Veamos un caso.
Las autopistas agilizaron el transporte terrestre, pero trajeron
consigo el peaje. Algunos peajes, en autopistas con mucho fluir
de automóviles, discriminan a los vehículos en: exentos
de pago, los que pagan con importe no exacto y necesitan vuelto,
los que pagan con dinero exacto, los que emplean tarjetas y, por
último, la gran maravilla, los que atraviesan la posta sin
detenerse, mediante telepeaje. Quienes pagan la suma exacta conocen
la especial sensación de entregar el billete, que éste
sea cazado al vuelo y, sin apenas detenerse, continuar camino. Esta
es una tecnología que combina bienes de producción
materiales con trabajo humano. En el telepeaje, en cambio, desaparece
la participación humana: una máquina identifica una
señal en el automotor y acciona un robot que levanta la barrera.
Como prestación de un servicio, es mucho más productivo
que el sistema de pago exacto. Como fuente de ganancia, la empresa
percibe muchos más $ 2 por unidad de tiempo mediante telepeaje
que mediante pago manual. Como comodidad para el automovilista,
es muy superior. Pero... y siempre hay un pero, el método
más avanzado ha hecho desaparecer los puestos de trabajo.
Digamos que el telepeaje permite pasar cinco veces más autos
que el sistema manual. Pues bien, han desaparecido cinco puestos
de trabajo. Muchos estamos mejor automovilistas, empresa
pero no los que quedaron sin trabajo, que rumian su tristeza de
desempleados. No ganan ingresos ni pueden comprar bienes: no son
útiles para sí mismos ni para el sistema social en
su conjunto. Si generalizamos, se advierte que la sociedad avanza
indetenible hacia la producción sin hombres, y por ello ya
no será viable que el ingreso dependa del aporte laboral.
Acaso el avance técnico nos obligue a volver al régimen
distributivo de Santo Tomás, en que cada cual perciba conforme
a lo que necesita gastar según su lugar en la sociedad. No
es una fantasía, pues algo muy semejante vino experimentando
Suecia desde hace años.
El
padre
Desde
que mi memoria alcanza a recordar, en la Argentina se alienta el
mito de estar libre de conflictos o tensiones que atormentan a otros
países: que la homogeneidad racial (todos blancos y descendientes
de europeos), que la extendida clase media, que la ausencia de prerrogativas
de sangre, que no haber atravesado por guerras, que aquí
la palabra vale, o qué sé yo cuántas cosas
más. Perón, en su tercera presidencia, añadió
que por tener alimentos y energía, éste era el país
del futuro. La lista alentó la creencia de que la Argentina
era distinta, y que aquí, por tanto, las leyes económicas
no se cumplían como en otros países. Silvio Gesell,
a fines del siglo XIX, ya observó este rasgo de la mentalidad
argentina, que llevaba a preguntarse si la ciencia económica
podía transferirse directamente desde el exterior, o bien
era inevitable elaborar una ciencia económica propia. ¿Es
universal la validez del conocimiento económico? Esteban
Echeverría (1837) y Raúl Prebisch (1948) plantearon
en su momento la necesidad de elaborar una ciencia económica
desde la realidad de los países periféricos, aunque
ellos mismos no dudaron en tomar elementos útiles de autores
europeos como Saint Simon o Keynes, respectivamente.
Una solución fue la propuesta por Gunnar Myrdal a los economistas
jóvenes de países subdesarrollados: estudiar enérgicamente
las teorías construidas en el exterior, pero seleccionar
de ellas sólo lo útil y aplicable a los propios países.
Este enfoque ya se detecta en el padre de la ciencia económica
argentina, Manuel Belgrano. A su juicio, la propiedad del suelo,
la libertad de comercio y la protección al trabajo agrícola,
eran resortes claves para avanzar a una etapa económica mejor,
y halló en los escritos de los fisiócratas una herramienta
para avalar esas ideas, lo que plasmó traduciendo dos textos
fisiocráticos que publicó en Buenos Aires en 1796
con el título de Principios de la Ciencia Económico-Política.
Sin embargo, sus propuestas prácticas, contenidas en las
memorias que escribió para el Consulado, se ceñían
a las condiciones y posibilidades de la realidad local, y propiciaba
industrializar materias primas del país como cueros
y fibras textiles, educar a hombres y mujeres para el trabajo
industrial y comercial, enseñar diseño técnico
para apoyar emprendimientos industriales, fomentar la industria
náutica, etcétera.
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