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ECONOMíA EN PAGINA/12 WEB
18 JUNIO 2000








 EL BAUL DE MANUEL
 por M. Fernandez López


Telepeaje

Las revoluciones productivas permitieron al hombre tener más producto por unidad de tiempo. El arnés medieval permitió, en igual tiempo, roturar más extensión en igual tiempo. La máquina del siglo XIX obligó al hombre a trabajar a su propio ritmo. Pero las máquinas electrónicas no pueden obligar a las personas a marchar a su propia velocidad. La alternativa es aquí prescindir del hombre. Veamos un caso. Las autopistas agilizaron el transporte terrestre, pero trajeron consigo el peaje. Algunos peajes, en autopistas con mucho fluir de automóviles, discriminan a los vehículos en: exentos de pago, los que pagan con importe no exacto y necesitan vuelto, los que pagan con dinero exacto, los que emplean tarjetas y, por último, la gran maravilla, los que atraviesan la posta sin detenerse, mediante telepeaje. Quienes pagan la suma exacta conocen la especial sensación de entregar el billete, que éste sea cazado al vuelo y, sin apenas detenerse, continuar camino. Esta es una tecnología que combina bienes de producción materiales con trabajo humano. En el telepeaje, en cambio, desaparece la participación humana: una máquina identifica una señal en el automotor y acciona un robot que levanta la barrera. Como prestación de un servicio, es mucho más productivo que el sistema de pago exacto. Como fuente de ganancia, la empresa percibe muchos más $ 2 por unidad de tiempo mediante telepeaje que mediante pago manual. Como comodidad para el automovilista, es muy superior. Pero... y siempre hay un pero, el método más avanzado ha hecho desaparecer los puestos de trabajo. Digamos que el telepeaje permite pasar cinco veces más autos que el sistema manual. Pues bien, han desaparecido cinco puestos de trabajo. Muchos estamos mejor –automovilistas, empresa– pero no los que quedaron sin trabajo, que rumian su tristeza de desempleados. No ganan ingresos ni pueden comprar bienes: no son útiles para sí mismos ni para el sistema social en su conjunto. Si generalizamos, se advierte que la sociedad avanza indetenible hacia la producción sin hombres, y por ello ya no será viable que el ingreso dependa del aporte laboral. Acaso el avance técnico nos obligue a volver al régimen distributivo de Santo Tomás, en que cada cual perciba conforme a lo que necesita gastar según su lugar en la sociedad. No es una fantasía, pues algo muy semejante vino experimentando Suecia desde hace años.

El padre

Desde que mi memoria alcanza a recordar, en la Argentina se alienta el mito de estar libre de conflictos o tensiones que atormentan a otros países: que la homogeneidad racial (todos blancos y descendientes de europeos), que la extendida clase media, que la ausencia de prerrogativas de sangre, que no haber atravesado por guerras, que aquí la palabra vale, o qué sé yo cuántas cosas más. Perón, en su tercera presidencia, añadió que por tener alimentos y energía, éste era el país del futuro. La lista alentó la creencia de que la Argentina era distinta, y que aquí, por tanto, las leyes económicas no se cumplían como en otros países. Silvio Gesell, a fines del siglo XIX, ya observó este rasgo de la mentalidad argentina, que llevaba a preguntarse si la ciencia económica podía transferirse directamente desde el exterior, o bien era inevitable elaborar una ciencia económica propia. ¿Es universal la validez del conocimiento económico? Esteban Echeverría (1837) y Raúl Prebisch (1948) plantearon en su momento la necesidad de elaborar una ciencia económica desde la realidad de los países periféricos, aunque ellos mismos no dudaron en tomar elementos útiles de autores europeos –como Saint Simon o Keynes, respectivamente–. Una solución fue la propuesta por Gunnar Myrdal a los economistas jóvenes de países subdesarrollados: estudiar enérgicamente las teorías construidas en el exterior, pero seleccionar de ellas sólo lo útil y aplicable a los propios países. Este enfoque ya se detecta en el padre de la ciencia económica argentina, Manuel Belgrano. A su juicio, la propiedad del suelo, la libertad de comercio y la protección al trabajo agrícola, eran resortes claves para avanzar a una etapa económica mejor, y halló en los escritos de los fisiócratas una herramienta para avalar esas ideas, lo que plasmó traduciendo dos textos fisiocráticos que publicó en Buenos Aires en 1796 con el título de Principios de la Ciencia Económico-Política. Sin embargo, sus propuestas prácticas, contenidas en las memorias que escribió para el Consulado, se ceñían a las condiciones y posibilidades de la realidad local, y propiciaba industrializar materias primas del país –como cueros y fibras textiles–, educar a hombres y mujeres para el trabajo industrial y comercial, enseñar diseño técnico para apoyar emprendimientos industriales, fomentar la industria náutica, etcétera.