Moviendo el esqueleto
Cierta vez le pregunté a Sergio Bagú: ¿Cuánto
tiempo más duraría el capitalismo?. Me contestó
que aún no podía estimarse, pues estaba muy
vigoroso y, entre los sistemas económicos que se habían
dado en la humanidad, había demostrado ser el más
potente movilizador de trabajo. Hoy, transcurridos más
de treinta años de aquella entrevista, podría aventurar
una versión personal, empírica y vernácula,
de aquella respuesta. Si se comparan las condiciones económicas
de una, dos o tres décadas atrás, se advierte que
es necesario más trabajo para comprar el mismo nivel de vida
que antes. Donde una familia mantenía a sus hijos con el
trabajo de sus padres, hoy debe enviar más temprano a sus
miembros menores a conseguir algo para ayudar. Donde el esposo mantenía
a su mujer, hoy debe salir ésta a obtener un segundo salario.
Donde antes los miembros mayores vivían con sus hijos y eran
ayudados por ellos, hoy en muchos casos son los jubilados los que
deben ayudar a los hijos. La experiencia cotidiana nos muestra a
muchos más ancianos manejando taxis, a muchas más
mujeres en tareas que antes eran exclusivas de hombres, muchos más
niños ejerciendo algún tipo de trabajo eventual, y
a muchos más jovencitos inventándose oficios para
ganar algo (cortar el césped, repartir volantes). Es casi
seguro que el hoy anciano ya estaba tras el volante del taxi diez
o veinte años atrás; pero se le vinieron encima los
años de retirarse y no pudo hacerlo, o se retiró en
alguna otra actividad y tuvo que retornar al trabajo como tachero
porque no le alcanzaba para vivir. Es asimismo seguro que jóvenes
de unos 18 a 20 años que hoy nos ofrecen una propaganda,
a esa edad, años atrás estaban iniciando una carrera
o ejerciendo una actividad más formal. El hombre medio describe
su propio drama diciendo que ahora trabaja el doble para apenas
arañar el mismo nivel de vida que tenía antes. Desde
luego, él no come su trabajo. Come con
su trabajo, con lo que le aporta para adquirir bienes, que podrían
ser más baratos si no estuvieran encarecidos por impuestos
que integran su precio, y que, en definitiva, forman los ingresos
públicos. ¿Adónde van los ingresos públicos?
Un solo rubro tiene cobranza asegurada: la deuda externa, o sea,
la ganancia del capital. De donde la colosal movilización
de trabajo en los países periféricos es, en su mayor
parte, transferida a los países centrales vía pagos
de la deuda externa. Cierta vez le pregunté a Sergio Bagú:
¿Cuánto tiempo más duraría el
capitalismo?. Me contestó que aún no podía
estimarse, pues estaba muy vigoroso y, entre los sistemas económicos
que se habían dado en la humanidad, había demostrado
ser el más potente movilizador de trabajo. Hoy, transcurridos
más de treinta años de aquella entrevista, podría
aventurar una versión personal, empírica y vernácula,
de aquella respuesta. Si se comparan las condiciones económicas
de una, dos o tres décadas atrás, se advierte que
es necesario más trabajo para comprar el mismo nivel de vida
que antes. Donde una familia mantenía a sus hijos con el
trabajo de sus padres, hoy debe enviar más temprano a sus
miembros menores a conseguir algo para ayudar. Donde el esposo mantenía
a su mujer, hoy debe salir ésta a obtener un segundo salario.
Donde antes los miembros mayores vivían con sus hijos y eran
ayudados por ellos, hoy en muchos casos son los jubilados los que
deben ayudar a los hijos. La experiencia cotidiana nos muestra a
muchos más ancianos manejando taxis, a muchas más
mujeres en tareas que antes eran exclusivas de hombres, muchos más
niños ejerciendo algún tipo de trabajo eventual, y
a muchos más jovencitos inventándose oficios para
ganar algo (cortar el césped, repartir volantes). Es casi
seguro que el hoy anciano ya estaba tras el volante del taxi diez
o veinte años atrás; pero se le vinieron encima los
años de retirarse y no pudo hacerlo, o se retiró en
alguna otra actividad y tuvo que retornar al trabajo como tachero
porque no le alcanzaba para vivir. Es asimismo seguro que jóvenes
de unos 18 a 20 años que hoy nos ofrecen una propaganda,
a esa edad, años atrás estaban iniciando una carrera
o ejerciendo una actividad más formal. El hombre medio describe
su propio drama diciendo que ahora trabaja el doble para apenas
arañar el mismo nivel de vida que tenía antes. Desde
luego, él no come su trabajo. Come con
su trabajo, con lo que le aporta para adquirir bienes, que podrían
ser más baratos si no estuvieran encarecidos por impuestos
que integran su precio, y que, en definitiva, forman los ingresos
públicos. ¿Adónde van los ingresos públicos?
Un solo rubro tiene cobranza asegurada: la deuda externa, o sea,
la ganancia del capital. De donde la colosal movilización
de trabajo en los países periféricos es, en su mayor
parte, transferida a los países centrales vía pagos
de la deuda externa.
Medios
y fines
El
hombre es prisionero de la cultura que mamó desde pequeño.
En nuestra cultura, repugna pisotear al que está en desgracia,
o no dar una mano al que se acaba de desplomar en la calle, o servirse
de dinero mal habido. En otras culturas prevalece la competencia
y la rivalidad, y no se ve al otro como miembro de una misma comunidad.
Algunas culturas admiten una predestinación a pertenecer
al grupo de los elegidos o de los réprobos. Por tanto, no
tiene sentido darle una mano a un réprobo, cuya condición
como tal ya está fijada y es inamovible. El elegido sólo
debe descifrar si en sus actos aparece algún signo de predestinación.
El signo más claro de estar tocado por la mano de Dios es
el éxito de un emprendimiento, y en el mundo moderno el
de los siglos más recientes el éxito se mide
por la ganancia pecuniaria. Si en un negocio se gana bien es porque
Dios ve con buenos ojos a quien lo ejecuta. En tal cultura, el fin
la ganancia es legitimado por el Supremo Hacedor; los
medios son relativos, y en definitiva todos admisibles si permiten
llegar al fin. No hay dinerosucio, tinto en sangre
o con olor a pis, sino simplemente dinero. Bill Gates, sin duda,
es una de las personas más próximas a Dios. Al Capone
no fue villano por obtener dinero a punta de pistola sino por no
querer compartir una parte con el fisco. Como demostraron el inglés
Richard Henry Tawney y el alemán Max Weber, el capitalismo
se fundó en esta cultura. La misma, en apenas cuatro siglos
desarrolló con gran sentido organizativo sendas industrias
en las que el hombre fue un medio y la ganancia el fin: el colonialismo,
la trata de esclavos, el exterminio de aborígenes y la especulación
internacional. Todas ellas han dado muy buenos dividendos y en cada
momento ni se admitió ponerlas en duda. Hoy mismo ni se puede
empezar a dialogar sobre condonar la deuda externa de los países
pobres o aplicar el impuesto Tobin a los movimientos de capital
especulativo. Los países periféricos somos el desgraciado
caído en la calle, los réprobos de la película.
El llamado pensamiento único intenta persuadir
a los réprobos de que ése es su destino ineluctable,
que las deudas se pagan, que si el pan no alcanza para todas las
bocas, debe reducirse el número de bocas. Nosotros, en cambio,
pensamos que el mundo es uno sólo y en él debemos
caber todos, y si algunos están poco cómodos, los
más holgados deben estrecharse un poco y ceder algo a los
demás.
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