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ECONOMíA EN PAGINA/12 WEB
25 FEBRERO 2001








 EL BAUL DE MANUEL
 por M. Fernandez López


Moviendo el esqueleto

Cierta vez le pregunté a Sergio Bagú: “¿Cuánto tiempo más duraría el capitalismo?. Me contestó que “aún no podía estimarse, pues estaba muy vigoroso y, entre los sistemas económicos que se habían dado en la humanidad, había demostrado ser el más potente movilizador de trabajo”. Hoy, transcurridos más de treinta años de aquella entrevista, podría aventurar una versión personal, empírica y vernácula, de aquella respuesta. Si se comparan las condiciones económicas de una, dos o tres décadas atrás, se advierte que es necesario más trabajo para comprar el mismo nivel de vida que antes. Donde una familia mantenía a sus hijos con el trabajo de sus padres, hoy debe enviar más temprano a sus miembros menores a conseguir algo para ayudar. Donde el esposo mantenía a su mujer, hoy debe salir ésta a obtener un segundo salario. Donde antes los miembros mayores vivían con sus hijos y eran ayudados por ellos, hoy en muchos casos son los jubilados los que deben ayudar a los hijos. La experiencia cotidiana nos muestra a muchos más ancianos manejando taxis, a muchas más mujeres en tareas que antes eran exclusivas de hombres, muchos más niños ejerciendo algún tipo de trabajo eventual, y a muchos más jovencitos inventándose oficios para ganar algo (cortar el césped, repartir volantes). Es casi seguro que el hoy anciano ya estaba tras el volante del taxi diez o veinte años atrás; pero se le vinieron encima los años de retirarse y no pudo hacerlo, o se retiró en alguna otra actividad y tuvo que retornar al trabajo como tachero porque no le alcanzaba para vivir. Es asimismo seguro que jóvenes de unos 18 a 20 años que hoy nos ofrecen una propaganda, a esa edad, años atrás estaban iniciando una carrera o ejerciendo una actividad más formal. El hombre medio describe su propio drama diciendo que ahora trabaja el doble para apenas arañar el mismo nivel de vida que tenía antes. Desde luego, él no “come” su trabajo. Come “con” su trabajo, con lo que le aporta para adquirir bienes, que podrían ser más baratos si no estuvieran encarecidos por impuestos que integran su precio, y que, en definitiva, forman los ingresos públicos. ¿Adónde van los ingresos públicos? Un solo rubro tiene cobranza asegurada: la deuda externa, o sea, la ganancia del capital. De donde la colosal movilización de trabajo en los países periféricos es, en su mayor parte, transferida a los países centrales vía pagos de la deuda externa. Cierta vez le pregunté a Sergio Bagú: “¿Cuánto tiempo más duraría el capitalismo?. Me contestó que “aún no podía estimarse, pues estaba muy vigoroso y, entre los sistemas económicos que se habían dado en la humanidad, había demostrado ser el más potente movilizador de trabajo”. Hoy, transcurridos más de treinta años de aquella entrevista, podría aventurar una versión personal, empírica y vernácula, de aquella respuesta. Si se comparan las condiciones económicas de una, dos o tres décadas atrás, se advierte que es necesario más trabajo para comprar el mismo nivel de vida que antes. Donde una familia mantenía a sus hijos con el trabajo de sus padres, hoy debe enviar más temprano a sus miembros menores a conseguir algo para ayudar. Donde el esposo mantenía a su mujer, hoy debe salir ésta a obtener un segundo salario. Donde antes los miembros mayores vivían con sus hijos y eran ayudados por ellos, hoy en muchos casos son los jubilados los que deben ayudar a los hijos. La experiencia cotidiana nos muestra a muchos más ancianos manejando taxis, a muchas más mujeres en tareas que antes eran exclusivas de hombres, muchos más niños ejerciendo algún tipo de trabajo eventual, y a muchos más jovencitos inventándose oficios para ganar algo (cortar el césped, repartir volantes). Es casi seguro que el hoy anciano ya estaba tras el volante del taxi diez o veinte años atrás; pero se le vinieron encima los años de retirarse y no pudo hacerlo, o se retiró en alguna otra actividad y tuvo que retornar al trabajo como tachero porque no le alcanzaba para vivir. Es asimismo seguro que jóvenes de unos 18 a 20 años que hoy nos ofrecen una propaganda, a esa edad, años atrás estaban iniciando una carrera o ejerciendo una actividad más formal. El hombre medio describe su propio drama diciendo que ahora trabaja el doble para apenas arañar el mismo nivel de vida que tenía antes. Desde luego, él no “come” su trabajo. Come “con” su trabajo, con lo que le aporta para adquirir bienes, que podrían ser más baratos si no estuvieran encarecidos por impuestos que integran su precio, y que, en definitiva, forman los ingresos públicos. ¿Adónde van los ingresos públicos? Un solo rubro tiene cobranza asegurada: la deuda externa, o sea, la ganancia del capital. De donde la colosal movilización de trabajo en los países periféricos es, en su mayor parte, transferida a los países centrales vía pagos de la deuda externa.

Medios y fines

El hombre es prisionero de la cultura que mamó desde pequeño. En nuestra cultura, repugna pisotear al que está en desgracia, o no dar una mano al que se acaba de desplomar en la calle, o servirse de dinero mal habido. En otras culturas prevalece la competencia y la rivalidad, y no se ve al otro como miembro de una misma comunidad. Algunas culturas admiten una predestinación a pertenecer al grupo de los elegidos o de los réprobos. Por tanto, no tiene sentido darle una mano a un réprobo, cuya condición como tal ya está fijada y es inamovible. El elegido sólo debe descifrar si en sus actos aparece algún signo de predestinación. El signo más claro de estar tocado por la mano de Dios es el éxito de un emprendimiento, y en el mundo moderno –el de los siglos más recientes– el éxito se mide por la ganancia pecuniaria. Si en un negocio se gana bien es porque Dios ve con buenos ojos a quien lo ejecuta. En tal cultura, el fin –la ganancia– es legitimado por el Supremo Hacedor; los medios son relativos, y en definitiva todos admisibles si permiten llegar al fin. No hay “dinerosucio”, “tinto en sangre” o con olor a pis, sino simplemente dinero. Bill Gates, sin duda, es una de las personas más próximas a Dios. Al Capone no fue villano por obtener dinero a punta de pistola sino por no querer compartir una parte con el fisco. Como demostraron el inglés Richard Henry Tawney y el alemán Max Weber, el capitalismo se fundó en esta cultura. La misma, en apenas cuatro siglos desarrolló con gran sentido organizativo sendas “industrias” en las que el hombre fue un medio y la ganancia el fin: el colonialismo, la trata de esclavos, el exterminio de aborígenes y la especulación internacional. Todas ellas han dado muy buenos dividendos y en cada momento ni se admitió ponerlas en duda. Hoy mismo ni se puede empezar a dialogar sobre condonar la deuda externa de los países pobres o aplicar el impuesto Tobin a los movimientos de capital especulativo. Los países periféricos somos el desgraciado caído en la calle, los réprobos de la película. El llamado “pensamiento único” intenta persuadir a los réprobos de que ése es su destino ineluctable, que las deudas se pagan, que si el pan no alcanza para todas las bocas, debe reducirse el número de bocas. Nosotros, en cambio, pensamos que el mundo es uno sólo y en él debemos caber todos, y si algunos están poco cómodos, los más holgados deben estrecharse un poco y ceder algo a los demás.