El engaño de la reactivación
La reactivación
es, parece obvio, el gran objetivo actual de los argentinos. Todos
los economistas la buscan, aunque por caminos diferentes, ninguno
de los cuales ha conducido por el momento hasta ella. Se supone
que la reactivación descomprimirá la situación
social y política, y que, en relación a la economía,
pondrá en marcha el círculo virtuoso. Pero quizá
se esté esperando demasiado de la reactivación,
o enmascarando con ella los más profundos problemas de
crecimiento.
En las condiciones actuales, nadie se atreve a predecir cuánto
duraría una reactivación, y mucho menos a vaticinar
que daría lugar a un proceso de expansión sostenida.
Tampoco es probable que mejore sensiblemente las duras condiciones
de vida de la población. Quizá puedan crearse más
puestos de trabajo, pero es casi seguro que serán empleos
precarios de baja calidad, mal remunerados. Finalmente, esto es
lo que corresponde a una economía que requiere pocos técnicos,
poca mano de obra calificada, poca formación de recursos
humanos.
En algún momento, la reactivación sobrevendrá
como resultado de alguno de varios factores. Uno, el rebote tras
una prolongada deflación. Dos, la acción de estímulos
fiscales, que trasladan poder de compra al sector privado o elevan
su rentabilidad. Tres, la aparición de un contexto internacional
más propicio, que mejore los términos de intercambio
o genere cierta afluencia de capitales. Cuatro, cualquier otro
hecho que alimente el optimismo.
Aun en esos casos, la Argentina no pasará a ser una economía
con un patrón de crecimiento inteligible, que además
responda a sus demandas sociales. Los mejores años de la
Convertibilidad fueron un ejemplo de lo poco que puede servirle
a la mayoría que el PBI avance. Quizá lo haga a
costa de ellos, o incluso de la minoría mejor preparada.
Reactivar será bueno, o menos malo que continuar en la
depresión. Pero la reactivación puede volver a ser
un alivio pasajero y desigual, y hasta un pretexto para olvidarse
de construir una economía viable a largo plazo.