PLáSTICA › EL VALENCIANO JOSE MOREA EN EL CENTRO CULTURAL RECOLETA
Vida cotidiana y transfiguración
Veinte años de la obra de uno de los más buenos artistas de la España actual. Sus pinturas y dibujos irreverentes evocan la vida cotidiana cruzada con diferentes tradiciones, como la historieta, el arte moderno, el arte egipcio, el oriental o el pompeyano.
Por Fabián Lebenglik
Cuando nace José Morea en la España de comienzos de la década del cincuenta (más precisamente en Chiva, Valencia en 1951), Tàpies ya estaba delineando un repertorio de materiales, colores y gestos que lo transformarían en un precursor de lo que después se llamó en Italia “Arte Povera”, aunque en el maestro español se complementaba con una visión Zen del mundo.
La incorporación al cuadro de materiales banales y de descarte le daban a la obras de Tàpies un peso matérico, efímero y antiformal, fuera de los criterios de composición habituales. El peso de la materialidad (y el materialismo ideológico –asociado al desecho de la sociedad obrera e industrial–, no es ajeno a sus concepciones estéticas) colocaba en el centro de la obra la preocupación por las cualidades físicas del medio y la degradación y transformación de los materiales. La versión europea del expresionismo abstracto fue el movimiento informalista, en el que Tàpies se metió de lleno.
A mediados de la década del setenta, cuando el pintor y dibujante José Morea comienza a exhibir sus trabajos, se da a conocer en Cataluña el grupo Trama, que buscaba aquello que la pintura tenía de específico, ahondando en su propia materialidad, componentes y formatos.
Las primeras obras de Morea cruzaban el clima y las tradiciones recientes del arte español que se había desarrollado entre los años cincuenta y setenta: una mezcla de arte povera con el legado de la neofiguración.
En el Centro Cultural Recoleta se presenta una buena retrospectiva (y muy bien colgada) del pintor español, que abarca el período 1980-1999, auspiciada por el Consorcio de Museos de la Generalitat Valenciana.
La circulación y exposición de la obra de Morea comenzó a darse con mayor intensidad en la década del ochenta, cuando los elementos de la vida doméstica se agitaban con intensidad propia en sus telas, en un clima colorido, que tiene varios puntos de contacto con el mundo de la historieta.
El artista pintaba personajes extraños y deformados, en un banal –de electrodomésticos, lavatorios, inodoros...– que, con mucho humor, se imponía a los ojos en el mismo nivel de importancia que los personajes.
La influencia más directa sobre Morea fue la particular y humorística figuración de Luis Gordillo.
Morea se cinceló a sí mismo en el clima de la vuelta de la pintura, contra el conceptualismo, parado sobre el legado de la modernidad y lejos de la militancia política de la pintura que funcionó hasta el final del franquismo y de la que Tàpies fuera un emblema.
La importancia del contexto más inmediato, de los aparatos y de lo maquínico, también hizo que en algunas de sus series los personajes aparezcan como hombres-máquina, cercanos a cierto futurismo chasco.
La era de la recuperación democrática posfranquista produjo que la obra de muchos artistas se transformara en un lugar de festejo de los placeres, transgresiones y explicitación de las libertades: algo así como una lúdica apología de lo antiacadémico en el territorio liberado de la pintura.
En un gesto retrocultural y almodovariano, Morea incorpora en sus pinturas elementos estéticos de los años cincuenta y también manipula de manera irreverente tradiciones museísticas, como la pintura egipcia, reconvirtiendo su contexto más inmediato –sus amigos, sus objetos– en clave faraónica.
Entonces la pintura se vuelve una caja transformadora de tradiciones históricas (arte egipcio, oriental, barroco y así siguiendo) que se suceden entre el homenaje y el humor corrosivo. Al mismo tiempo la paleta pierde el brillo y el colorido que tenía para oscurecerse, volverseterrosa, agrisarse. Estas transformaciones están relacionadas con los viajes del artista, especialmente con su deslumbramiento por Italia.
La figura y el cuerpo humano pasan a ser, en algunas de sus series, algo así como el paisaje natural de sus papeles, cartones y telas. El erotismo, la sexualidad y la homosexualidad se transforman en ejes de varios de sus trabajos. También se dedica a dibujar toda una zoología y una botánica fantásticas.
Respecto de la condición viajera y la adscripción territorial y geográfica del artista, el crítico español Vicente Jarque escribe que “los viajes no han hecho de Morea un pintor olvidado de sus raíces. Sus alejamientos han sido siempre relativos y transitorios. En ningún lugar ha dejado de mantener lazos con lo que ha dejado atrás y adonde, antes o después, ha terminado por volver. Por eso, y aunque existe en Oceanía una isla llamada Morea, yo creo que el territorio que mejor le cuadra es el de una península. Por ejemplo, la del Peloponeso, hoy físicamente separada del continente por un abrupto canal abierto entre rocas imponentes, entre Corinto y el Atica. Próximo y distante, comunicado y escindido, inmerso en su peculiaridad, pero cargado de experiencias compartidas, ese territorio es conocido también como península de Morea”. (En el Centro Recoleta, Junín 1930, hasta el 15 de agosto.)