Lunes, 3 de octubre de 2011 | Hoy
El sábado 27 de agosto, en las primeras horas de la tarde, recibo la llamada de un muchacho. Se presenta como Rafael y me explica que encontró mi billetera en un taxi la noche anterior. Yo (que soy bastante despistada) todavía ni siquiera me había percatado del faltante. Me explicó que era de Palermo y combinamos una dirección para pasar a retirarla. Inclusive, Rafael se “disculpó” por haber abierto y revisado mi billetera para poder encontrar la información que le permitiera localizarme. Ya había caído el sol cuando llegué al punto de encuentro. Le hice un llamado al celular y bajó a atenderme.
Rafael de Palermo no llegaba (ni por asomo) a los 30 años, con su campera de cuero y su pelo largo se acercó y me entregó la billetera. No quiso aceptar una botella de vino que le llevaba como agradecimiento. Le insistí y dijo que no era necesario, pero logré persuadirlo. Le expliqué todo lo importante que su gesto había significado para mí, él sonrió y me dijo: “¡La próxima vez más cuidado!”. Nos despedimos abrazo mediante.
Ya camino a mi casa reviso la billetera y encuentro dentro todo: tarjetas de crédito, débito, cédula de identidad, registro, cédula verde y papeles del seguro de la moto, credenciales de obra social e inclusive los treinta pesos que tenía.
Rafael de Palermo me devolvió la billetera completa y me salvó del gran dolor de cabeza que implica rehacer todos esos documentos. Pero, más allá de esto (que obviamente es muy importante), Rafael de Palermo me devolvió la emoción de saber que él, con su acción, echaba por tierra y de un solo plumazo todo ese discurso nefasto que asegura que “nadie se calienta por el prójimo”, que “ya no queda gente honesta”, “y mucho menos entre la gente joven”. Rafael de Palermo me devolvió la billetera con la plata y todos los documentos y me dio entonces la enorme felicidad de saber que ahora tengo pruebas de aquello que siempre pensé: no estamos perdidos. Y por eso le digo muchas gracias.
Milagros Cordova
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