CIENCIA › DIáLOGO CON GUSTAVO LUDUEñA, DOCTOR EN ANTROPOLOGíA, INVESTIGADOR DEL CONICET

Los hombres ebrios de Dios

Rara vez uno se encuentra con temas como éste: los monasterios son, casi en su totalidad, cerrados y sólo definen un “afuera” para que se los comprenda. Pero puertas adentro, se producen fenómenos de evolución y resignificación religiosa. De eso hablaremos.

 Por Leonardo Moledo

–Mire: yo siempre empiezo estos diálogos preguntando qué es lo que investiga, así que, por lo menos hoy, no le voy a preguntar qué es lo que investiga. Cuénteme qué es lo que investiga.

–Trabajo sobre dos grandes áreas. En realidad, desde que me gradué hasta la fecha mi tema central es la antropología de la religión. Originalmente comencé estudiando comunidades monásticas, de clausura, básicamente de hombres (aunque también hice algunas incursiones en monasterios femeninos).

–¿Hay muchas comunidades monásticas?

–Hay varias, y sobre todo de mujeres. En mi caso, por una cuestión de accesibilidad, trabajé con hombres, aunque en cantidad las comunidades monásticas de mujeres doblan a las de hombres. Y aquí trabajé sobre el lugar del silencio en estos monasterios como práctica corporal, simbólica y religiosa. Y para la tesis de doctorado incluí varias comunidades para intentar elucidar los cambios que habían sucedido en cuanto a la forma de vida religiosa en un período de prolongado.

–Mmmmm... las comunidades monásticas no suenan mucho a siglo XXI... ¿Y a qué conclusión llegó?

–Mi trabajo incluyó una parte de trabajo etnográfico y una parte de análisis de fuentes: tanto de documentación producida en las mismas comunidades como otro tipo de fuentes alternativas. En general el material empírico que empleé fueron publicaciones tipo revistas, boletines, fotografías, y las crucé con datos estadísticos de los monasterios. Y el período que abordé es desde la llegada de las primeras comunidades, hacia 1899, hasta la fecha. Dado que lo que a mí me interesaba era explorar y analizar los cambios en la experiencia religiosa, llegué a reconstruir tres grandes modelos de experiencia religiosa. Lo que me llevó a esto fue una discusión con ciertas perspectivas norteamericanas que trabajan la experiencia religiosa desde un punto de vista básicamente individual. Lo que yo quise hacer es analizar la dimensión social de la experiencia religiosa. Para mí la experiencia religiosa es una experiencia social, que se construye de manera colectiva y se traduce de distintas maneras. Se traduce en el orden simbólico (por ejemplo, en el rol del silencio), se traduce en usos discursivos. Una de las cosas que yo empecé a notar es que en los discursos que en cada período cada comunidad construía acerca de la experiencia religiosa, aparecían ciertos elementos comunes y característicos de cada uno de estos regímenes.

–¿Por ejemplo?

–Si hablamos de la experiencia monástica a principios del siglo XX en la Argentina, podemos advertir que en ese momento era muy común la participación de monjes y monjas en obras de tipo apostólico, que en cierta manera relativizaban lo que es la vida de clausura tal como la concebimos hoy. Cada una de estas personas cumplía un rol fuera de la comunidad, fuera del monasterio o del convento. Esto me llamó muchísimo la atención, porque hoy por hoy lo que cada uno de los integrantes destaca es el rol de la vida comunitaria, aislada del resto de la sociedad. Es una experiencia que apunta siempre hacia el interior de la comunidad. Por eso es muy común encontrar la metáfora de la familia. Es uno de los significantes discursivos novedosos respecto de lo que sucedía a principios de siglo. El silencio es otra de las cosas que no aparecían a principios de siglo y sí aparecen hoy.

–¿Qué se dice sobre el silencio?

–Se lo define como una característica determinante de lo que constituye la vida monástica. Originalmente, en el cristianismo primitivo, encontramos dos grandes modelos de vida religiosa. Una es la experiencia de tipo religiosa más ligada a lo urbano, y la otra (que va a ser fortísima en los primeros momentos del cristianismo) es la ligada al desierto. Es este segundo modelo el que las comunidades destacan y tratan de resignificar.

–¿Hacen voto de silencio?

–De silencio, de castidad, de pobreza y de obediencia. En mi caso, siendo que tomé una perspectiva tanto antropológica como histórica, era ver de qué manera se producían estas transformaciones. Me basé sobre la orden benedictina, básicamente, aunque incluí también monjas carmelitas y trapenses. El primer modelo, que yo denominé modelo ministerial (porque estaba basado en la práctica de ministerio sacerdotal fuera de los conventos, con el objetivo de contribuir a una Iglesia Católica que en este período estaba en pleno período de constitución). La forma definitiva con que conocemos la Iglesia hoy termina de configurarse en la década del ’30. Hacia la década del ’50, como resultado de procesos que se daban en la Iglesia universal y como parte de procesos políticos que se daban en nuestro país y en América latina, se experimentan nuevas formas de vida religiosa. Este primer régimen, entonces, va a comenzar a tomar otras aristas. Surge un segundo modelo, que denomino “patrístico” porque vuelve la mirada hacia atrás: toda la simbología que va a construir se va a referir a los primeros momentos del cristianismo primitivo; y paralelamente a este surge otro modelo que yo denomino “social”.

–¿Qué es el modelo social?

–Un modelo que intenta combinar la vida religiosa de clausura y la incorporación de elementos que tuvieran que ver con la pobreza. En este momento la figura de Jesús va a ser cargada de nuevos significados. Por eso es importante explorar cuáles son los cambios que se dan en el discurso que traducen estos nuevos sistemas simbólicos. En el caso de la figura de Jesús, lo que se va a intentar es resaltar su condición de pobre, lo cual va a permitir un acercamiento de los sectores postergados. Vamos a comenzar a advertir la formación de nuevas comunidades en sectores marginales: barrios de emergencia, villas miseria, que se van a rodear de todo este aparataje conceptual.

–¿Pero cómo se da la conexión con lo marginal si son comunidades cerradas?

–Muchas de estas comunidades, que se iniciaron como nuevas experiencias monásticas dirigidas a una proximidad con la pobreza, terminaron fracasando. Prácticamente todas desaparecieron.

–¿Por qué?

–Porque la vida de pobreza resultaba demasiado dura para soportarla como experiencia religiosa. El modelo que terminó imponiéndose fue el patrístico, por lo menos en el caso de las órdenes religiosas que yo estudié. Son los que retoman la experiencia de los Padres del Desierto.

–“Los hombres ebrios de Dios”.

–Bueno, veo que conoce ese libro magnífico. Y claro. Los que se escapaban al desierto con el objeto de vivir de manera aislada, en silencio, con prácticas ascéticas que implicaban en muchos casos la falta de alimentación, la flagelación... El Jesús que se rescataba era el Jesús del martirio, y lo que se intentaba era purificar el espíritu con el objeto de asegurar la entrada al cielo. En este momento el cuerpo va a ser asociado a lo demoníaco, por lo cual era necesario “domarlo”. Las prácticas ascéticas que hoy por hoy se desarrollan de alguna manera retoman todo esto aunque no con el grado de rigurosidad que se tomaba entonces.

–¿Y cuáles son las prácticas ascéticas de ahora?

–El celibato, el ayuno, el silencio, la oración...

–¿Cuánta gente está en esa situación?

–Las órdenes con las que yo trabajé, que se autodefinen como monásticas, podrían rondar en 120 personas; en el caso de las mujeres podemos duplicar ese número. No obstante, hay otras formas de vida religiosa no estrictamente monásticas pero sí conventual, que ostentan un número mayor. Me refiero, por ejemplo, a los jesuitas, franciscanos, dominicos, etc.

–La verdad, todo esto resulta raro. ¿Por qué no me cuenta la teoría que subyace?

–Foucault, Bourdieu, Ricoeur. Uno de los conceptos centrales con los que trabajé es la idea de “imaginación simbólica”. Creo que es una idea no suficientemente trabajada hasta el momento. Lo que intenta este concepto es analizar de qué modo las personas construyen imaginarios acerca de distintas cosas. Como sujetos sociales, nosotros tenemos ideas acerca de distintos sucesos. El problema con la idea de “imaginario” es que a menudo parece demasiado amplia y difusa. Por eso en mi trabajo yo la articulo con ciertas nociones de la teoría del discurso y con ciertas herramientas de la antropología cognitiva. Cada uno de los imaginarios aparece vinculado por un conjunto de categorías simbólicas (por ejemplo, como le dije, la idea de Jesús, la metáfora de la familia).

–¿Y cómo cambia el imaginario?

–Yo diría que el imaginario se transforma a través de la intervención de distintas variables, que no son puramente endógenas. Aun cuando el grupo se pretenda aislado, no está aislado. El grupo está inserto en una trama de relaciones sociales. Es a través de estas relaciones con el entorno exterior que nuevas formas de ver la realidad pasan a formar parte de los procesos cognitivos endógenos de cada una de estas comunidades. Los imaginarios comienzan a ser sacudidos. Estos cambios de imaginarios no siempre son pacíficos: muchas veces involucran un grado de violencia, aunque no física, sí simbólica. Por ejemplo: la marginación de sujetos que quedaron atados a regímenes simbólicos que quedaron viejos. Eso ocurrió con los sacerdotes que adhirieron a la Teología de la Liberación. En las comunidades cerradas, lo que ocurrió es que quienes persistían en experiencias anteriores eran forzados a irse, o permanecían en la comunidad en lugares marginales.

–Usted, que se dedica a estudiar grupos religiosos, ¿es religioso?

–No.

www.leonardomoledo.blogspot.com

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Imagen: Rafael Yohai
 
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