CONTRATAPA

Despegado

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Ya lo dije varias veces: no les tengo miedo a los aviones, pero sí siento un cada vez más profundo terror por los aeropuertos. Y hacía tiempo que no visitaba uno –no voy en avión, voy en tren siempre que se puede– pero un breve reencuentro con la experiencia la semana pasada volvió a convencerme de que existen pocas vivencias más desagradables: sucesión de colas, controles de seguridad, antipatía de empleados, torpeza de pasajeros que llegan hasta el mostrador sin su pasaje y documentos en mano y recién entonces se lo ponen a buscar (y, je je je, dónde lo habré metido), caídas de sistemas, súbita comprensión de que uno ha sido abducido por ese fenómeno para mí inexplicable conocido como overbooking, pasillos y corredores en los que la gente se detiene a conversar impidiendo el paso, carritos para el equipaje que nunca aparecen cuando se los necesita pero siempre te atropellan mientras se los busca, bares donde se sirve un café sucio a precios astronómicos, librerías donde sólo se encuentran best-sellers bíblico-conspirativos, baños que siempre están clausurados mientras alguien los limpia con sonrisa sádica en cámara lenta, súbitos cambios de puerta de abordaje en el último momento que te obligan a correr de un extremo a otro del monstruo para –una vez dentro del avión– descubrir que te pasarás ahí sentado, una media hora, inmóvil, “porque hemos perdido nuestro slot”. Y, después, carretear un promedio de veinte minutos por las largas pistas mientras se lee, en la cartilla de derechos del pasajero, que la compañía no compensará al incauto cuando ésta haya intentado solucionar el problema o la demora o la avería o lo que sea. E intentar es un verbo tan ambiguo y maleable. Y todo esto empeora si toca huelga de pilotos o de controladores aéreos o de proveedores de catering o de tablero de arrivals and departures.

DOS Así, en lo que en teoría sería un vuelo de poco más de hora y media, mi avión partió con dos horas de demora. Mientras que a la vuelta, luego del inevitable cambio de puerta, se nos informó, ya con el cinturón abrochado, que “había un pequeño desperfecto que intentaremos solucionar a la brevedad”. Afortunadamente, no había ningún claustrofóbico en el pasaje. Pero me dicen que suele haberlos, que comienzan a gritar desesperados, y que acaban siendo reducidos por las fuerzas del orden.

Días atrás yo había leído un largo artículo en El País donde se daba cuenta de cómo el volar había perdido todo su “glamour”. Allí, también, se describía en detalle la situación cada vez más difusa y desprotegida del pasajero promedio que ya acepta un retraso de varias horas como normal y corriente. Jerónimo Andreu –autor de la nota– apuntaba, haciendo la crónica de un vuelo suspendido: “En fechas señaladas, como las Navidades, el estrés sube. La noche de Reyes seis niños se apelotonaban en la T-4 frente a una pantalla de publicidad que había pasado a emitir películas de Disney. Todos iban a dormir en un hotel de Barajas. Una incertidumbre les sobrevolaba: ¿conocerían los Reyes la dirección del hotel? Los padres miraban al suelo”. Niños: los Reyes no existen. Padres: para volar hay que arrastrarse.

TRES Y lo peor de todo es que, cuando no hay ningún problema, el problema continúa. El auge de las líneas “low cost” (que ofrecen pasajes a precios en principio ridículos pero a los que se les va subiendo el precio con cláusulas de letra pequeña que van sumando euros por emisión de billete, tasas aéreas, subida de combustible y hasta bono contribución para la puesta a nuevo del aeropuerto del que se sale o al que se llega y, tal vez, impuesto por mirar fijo a la azafata o al comisario de a bordo) ha permitido que las aerolíneas compitan en creatividad sádica a la hora de abaratar costos y cobrar por todo. Días atrás, Ryanair anunció que se planteaba cobrar por ir al baño en el avión. Una libra por descarga. Diez centímetros extra de espacio para poder desenredar más que estirar las piernas costarán 10 libras. Lo que hizo que un pasajero, en un foro de Internet, apuntara: “Si me cobran 10 euros por estirar las piernas y uno por ir al baño, está bien claro dónde pasaré el tiempo en mi próximo vuelo”. Próximo paso, seguro, cobrar por la película, las canciones, el oxígeno consumido vía mascarilla y hasta por cada grito fuera de lugar cuando hay turbulencias.

CUATRO El otro día, en el aire, en el diario que me compré (el mismo diario que antes solía ser parte de las atenciones de la línea aérea) leí cómo será el nuevo reality show que pretende encajarnos la televisión española. Se llamará El secreto y es la adaptación de un formato original –The Secret Millionaire– que ya se emite con éxito en Inglaterra, Alemania, Dinamarca, Estados Unidos y Holanda. La premisa, supongo, ha sido imaginada para seducir en estos tiempos de crisis en los que el pueblo quiere revancha o, por lo menos, que sus impuestos no vayan a dar a las arcas de magnates en problemas. Y la cosa es así: saquemos a un millonario de su lujoso entorno habitual y pongámoslo a vivir de incógnito, por una semana y con 50 euros en el bolsillo, dentro de una familia de bajos recursos. Los ibéricos adinerados, pudorosos, pidieron que se elimine el millonario del título, que se los denomine empresarios, y así el asunto ha quedado en El secreto a secas.

Leí que la primera entrega –en proceso de filmación– estará protagonizada por “un hombre casado, con dos hijos y un buen nivel de vida” que se mudará con lo puesto a una habitación alquilada por una nigeriana madre de una niña con un sueldo de 300 euros al mes. La producción advierte que el programa tendrá fines solidarios “porque la base del reality es que, al concluir la convivencia, los concursantes develarán sus identidades reales y ofrecerán a las familias de acogida una ayuda o un trabajo”. Asqueado y con náuseas, busqué la bolsita vomitiva en la parte de atrás del respaldo de adelante. No había. Supongo que ahora hay que pedirla y pagarla. Y, si no, abonar la correspondiente tarifa por regurgitaciones y afines.

CINCO Horas después, aterrizado y rezando por que apareciera la muy pequeña valija que no me dejaron subir conmigo porque “hemos reducido nuestro espacio para equipaje de a bordo” (supongo que la idea es que pronto viaje gente acostada ahí arriba) me pregunté cómo es que a nadie se le había ocurrido todavía un reality show que transcurriera dentro de aeropuertos y aviones en los que se someta a los concursantes a sucesivas pruebas de resistencia y situaciones de alta tensión mental.

Después, enseguida, me dije que no conviene, por las dudas, confundir los delirios de un reality show con supuesta cordura con la real life. Siempre está el riesgo de que la gente comience a exigir premios por el simple hecho de vivir.

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