Lunes, 27 de abril de 2009 | Hoy
CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA
Por Juan Sasturain
El de bañero, aunque haya vocación y pretensión totalizadora, no deja de ser un trabajo estacional que se acaba con el verano. Así, todos los que se dedican a eso –quien más, quien menos– viven de otra cosa. Y la aclaración es tan válida para ahora como para hace cincuenta años. En el caso del pendejísimo Dudoso Noriega –estamos hablando del verano del ’53 en la Popular de Mar del Plata– el problema se planteó cuando con la llegada de marzo se acabó su primera temporada.
Llegada esa fecha, el Payo Cequeira, su tutor –que además de procurarle aguantadero playero e instrucción profesional le pasaba unos pesos por no dejarlo en banda– colgó el silbato y los anteojos negros y volvió a ocuparse de la bicicletería que tenía con un hermano en Plaza Mitre y de la que comía el resto del año. Así, el pibe se quedó en pelotas. Y ya estaba a punto de volverse al campo, a Maipú, cuando de la manera más impensada se le presentó un laburo ocasional, algo que parecía, en principio, para pucherear apenas. Nadie habría dicho entonces, cuando agarró viaje, que eso que empezó como una changuita, porque no era otra cosa, se convertiría en el trabajo que lo mantuvo durante una punta de años.
La cosa fue así. Los fines de semana, en la playa, Noriega se había hecho si no amigo al menos conocido del Cogote Marcote, un estentóreo vendedor de Crush y Bidú los días de sol y de tinto Sorocabana los nublados, que solía hacer escala y descanso de piernas y garganta bajo el alero de la casilla mientras comentaba con voz correosa junto al Payo los avatares del día y el paso de las mujeres. El pibe oía, lo trataba de usted y se tomaba la Bidú a mitad de precio mientras creía aprender de la vida.
El ya veterano Marcote trabajaba también de caramelero en el Atlantic, un cine de la Avenida Luro especializado en reestrenos y películas de acción en el que a mediados de semana, los días llamados de precios populares, pasaban tres –y alguna vez hasta cuatro– en rabioso continuado. Cuando llovía y no había playa, la función arrancaba temprano y más de una vez Marcote hizo entrar gratis al deslumbrado Noriega, cuya experiencia como espectador era prácticamente nula pero que era capaz de meterse en el cine a las dos de la tarde y salir bien entrada la noche con los ojos así.
El programa o menú habitual del Atlantic los miércoles incluía una de cowboys –de combóy, decía Marcote– una de guerra o de piratas y una de monstruos o de la selva; el Tarzán de aquella época era el descolorido rubio Lex Baxter, largamente desbancado por la mona Chita en el fervor e interés de los espectadores excepto en la habitual pelea a cuchillo con el cocodrilo. También daban cómicas, pero menos. Ahí, en los ruidosos continuados del Atlantic, Noriega lo vio a Gary Cooper pelear solo a la hora señalada, a Burt Lancaster saltar espada en mano al abordaje pero caerse como un gil del trapecio; vio el Duelo al sol por una mina que no valía la pena; no supo quién era ni entendió El tercer hombre; se hizo amigo del inexpresivo Randolph Scott pero soñó varias noches con las hormigas de Marabunta y se cagó de miedo con Museo de cera y de risa con Jerry Lewis aunque Dean Martin le parecía un pelotudo. A él las cómicas que más le gustaban eran las de Los Cinco Grandes, pero ésas las daban los martes, días de cine argentino. Y los martes Marcote no lo podía colar porque el clima era otro, lleno de minas, y estaba de acomodador un tal Parodi, terrible botonazo y soberano hijo de puta.
Hasta que sucedió que un fin de semana de lluvia helada y feroz bajón de temperatura, una afonía traicionera dejó fuera de combate y del negocio al Cogote, lo mandó incluso al hospital con diagnóstico de pulmonía. Con un ridículo hilito de voz –“No puedo trabajar con este instrumento, pibe, me da calor...”– el vendedor ambulante admitió que daba por perdida la temporada sobre arena pero le pidió a Noriega que lo suplantara en el Atlantic por unos días: “Si no, me van a cagar; y es mi laburo de todo el año...”
El pibe asintió y de inmediato recibió la información básica respecto del uniforme y el proveedor de mercaderías, asimiló las instrucciones operativas –cómo calzar la bandeja pendiente de su cuello en ángulo perpendicular al estómago y sostenerla mientras atendía sin hacer un desastre– y sobre todo memorizó la secuencia ideal del pregón: “Caramelos, pastillas, turrones –pausa–. Helados -pausa-. Heeelados...” y vuelta a empezar.
–El helado es la novedad, pibe... Todos saben que tenés las Trineo y los Sugus, pero lo más caro y raro es el bombón helado. Y es lo que hay que vender. La gente es miserable y compra los chocolates afuera porque son más baratos. Vos metele con el helado sobre todo cuando hay parejas y familia. Con los pibes solos no te gastés, que nunca tienen una moneda.
Y ese mismo miércoles Noriega debutó de caramelero. La noche anterior no pudo dormir pensando no en el laburo sino en que iba a ver las películas todas las veces que quisiera. Y sin pagar. Nunca se iba a olvidar de aquel primer programa: una vieja de Tarzán de las de Johnny Weissmüller, toda en sepia; El mundo en sus brazos, con Gregory Peck, que corría carreras de veleros contra Anthony Quinn, y El pistolero invencible, con el boludo de Glenn Ford y el gordo Broderick Crawford, que lo impresionó. Es la del tipo famoso por lo rápido con el revólver que se va a vivir a un pueblo perdido, hace vida familiar y no usa armas porque no quiere que lo vengan a desafiar, pero que termina peleando porque si no su hijo va a creer que es un cobarde... Lo sorprendió tanto la última escena –cuando Glenn Ford asiste a su propio entierro– que cuando se prendieron las luces se quedó un momento mudo en su butaca de la última fila:
–Che, vos: que el patrón no te vea sentado –le dijo el acomodador al pasar.
Noriega se paró apresurado y agarró la bandeja.
–Viniste a laburar –le recordó el otro.
Y es precisamente lo que hizo durante los diez años siguientes, cuando el Atlantic fue casi su segundo hogar.
Hay un montón de historias ahí.
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