Lunes, 25 de mayo de 2009 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
El penoso episodio de Mendoza, con la reacción desmesurada de quienes atacaron a supuestos infectados portadores de la llamada gripe porcina, es revelador una vez más de que la única vacuna que necesitamos –y que nadie va a producir porque a los laboratorios y a las usinas de paranoia no les interesa “erradicar el flagelo”– es la que nos libre alguna vez de la insolidaridad, la estupidez y la mezquindad generalizadas.
La cultura del barbijo, la de la funda a los sillones, la del patovica, la del paraguas y las galochas morales, la de la doble traba a la puerta, la del barrio privado con vigilancia ídem, la del cero en el arco propio y el botoneo de las tarjetas; la cultura de la demanda, la de los juicios por daños, la del victimismo y la simulación, la de los guantes y los antisépticos hasta para salir a la calle; la cultura de las barreras físicas entre los países o entre barrios; la cultura de la tiranía de la apariencia con los regímenes de adelgazar, con el gimnasio, la cirugía y, sobre todo, la cultura de los psicopateadores de la salud, todas esas variantes de un mismo concepto enfermo e inhumano de la cultura como conjunto de costumbres, valores e ideas que rigen a una comunidad –la nuestra de hoy– nos tienen hartos.
Y nos tienen asqueados sobre todo los medios que sirven de polea de transmisión de la enfermedad paranoica e insolidaria, que alimentan –dan de ganar– a quienes lucran, especulan con el miedo fácil, la inseguridad potencial y latente en cada uno, enmascaran la necesidad y precariedad genuinas con mentiras y fantasmas siempre renovados, que aparecen y se van de los medios según necesidad y oportunidad del mercado (supremo hacedor de valores) y la empresa (modelo único de asociación entre supuestos iguales) mercantil o política que los utilice. Estamos hartos precisamente de tanta aparatosa pretensión manipuladora, tanta alevosa mentira y distorsión.
Por eso cuando vemos como ayer en la cancha de Vélez la proliferación de barbijos nos sentimos profunda, asquerosamente justificados en nuestras sospechas: el mensaje ha llegado a calar profundamente en nuestra población más consciente.
Y ahora pido permiso –sin barbijo– para vomitar.
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