Lunes, 25 de mayo de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
La definición más plebeya de “falacia”, no por eso desacertada, consiste en que una mentira se transforma en verdad a sabiendas de que es lo primero.
En lo que va de la campaña electoral ya se acumula mucho de esa estratagema y, valga la obviedad, que esté lejos de ser novedoso no significa que deba dejar de señalárselo. Sobre todo, porque en ese montaje no sólo están involucrados las fuerzas y candidatos “explícitos” sino también –y más aún– los intereses ideológicos y corporativos de los factores de poder. Entre ellos, el dichoso periodismo “independiente”. Observemos el siguiente dúo de falacias, con la manifiesta aclaración de que no se las pretende únicas ni, tal vez, las más contundentes. Mejor todavía si cada quien agrega su lista, porque significaría una contribución a lo que nunca debería faltar: pensamiento crítico.
A juicio del firmante, sí debe figurar a la cabeza, como el más ostentoso de los embustes, el discurso en boga sobre qué se hace con “la plata de los jubilados”. Por empezar, esa figura simplificadora es una falacia en sí misma, porque la plata no es “de” sino “para” los jubilados, en tanto no se trata de cómo figura en alguna cuenta individual –que no existe– sino de la administración del régimen previsional. De lo contrario, estaríamos hablando de fondos intocables en lugar de que el descuento jubilatorio es un salario diferido que, hasta el momento de ser efectivizado, concurre a la provisión de la seguridad social general por parte del Estado. Es lo que se conoce, como bien recordó el colega Alfredo Zaiat en su artículo de este diario del domingo pasado, como (esquema de) solidaridad intergeneracional: los trabajadores activos de hoy aportan para el pago de haberes de los pasivos, y mañana sus respectivas retribuciones serán aportadas por otros trabajadores, y así sucesivamente. Pero además de eso, que el Estado disponga de tales fondos es lo que le permite contar con recursos para activar la economía mediante políticas de intervención. Esa actuación en el quehacer económico, y nunca la intangibilidad de la plata recaudada, es uno de los aspectos clave para garantizar la solidez financiera, a fin de que quienes van jubilándose cobren efectivamente lo que difirieron. Es increíble que pueda caber en alguna cabeza que no debe tocarse “la plata de los jubilados”. Pero por lo visto, cabe en varias. Bajo ese criterio, viviríamos en un sistema capitalista estrafalario (no sería capitalismo, en realidad), en el que, en lugar de movilizar el dinero para darle capacidad de ahorro y sustentabilidad, se trataría de congelarlo por los tiempos de los tiempos. ¿Alguien imagina a alguno de los gurúes liberales recomendando semejante disparate? No, porque lo que sí hicieron, con el aval de los conservadores y de las corporaciones mediáticas que hoy se escandalizan por el retorno al sistema de reparto, fue precisamente recomendar que los aportantes dejasen sus fondos en manos de entelequias especuladoras. Y ahora resulta que los estafadores de las AFJP/que mandaban “la plata de los jubilados” a los fondos de inversión fantasmas/que descuajeringaron a los países centrales/que andan reestatizando porque de lo contrario se les pudre el rancho, vienen a decirnos que el Estado les mete la mano en el bolsillo a los jubilados. Fenomenal y por dos vías, una peor que la otra: la impudicia de estos sinvergüenzas y la capacidad de tanto tilingo, parecería, en aptitud de volver a creerles. Alguien dirá, con el derecho conferido por la experiencia política de este país, que el Estado no es confiable. Vale, pero es una discusión posterior, nunca previa, relacionada con los mecanismos de control y el compromiso social que se implementen y adquieran. En cualquier caso, lo que no se puede creer es que, en medio de la fresquísima memoria de lo sucedido con la jubilación privada, haya la arbitrariedad de hablar, orondamente, acerca de los riesgos que se corren con la jubilación estatal. ¿Dónde estaban estos tipos cuando el festín de los ’90? ¿Nadie se lo pregunta o hay temor por la imagen que devolverá el espejo?
El segundo ardid obra por “omisión”. Son los negocios directos que se juegan frente a la propuesta de una nueva ley de radio y televisión. Si respecto de la cuestión jubilatoria todo se muestra ostensible, el vacío informativo sobre el proyecto de medios audiovisuales es una ignominia, lisa y llanamente. Ya se efectuaron decenas de foros y debates abiertos, en todo el país, para discutir el tema. No resulta ni por asomo un hecho de masas pero, de mínima, está a la par de cualquiera de esos simposios de cuello blanco en los que periodistas, voceros y economistas del establishment se juntan a recomendar cómo ganar más plata. No se publica una sola línea ni se usa, casi, micrófono o cámara alguna siquiera para darlo a conocer. Ni apenas eso. Podrían, nada más que por falsa elegancia ética, reproducir unos párrafos de la idea y después ampararse en haberla difundido para dar por cubierto que el pueblo fue informado. La dosis de ingenuidad de quien firma es, quizás, muy alta. Basta algo tan elemental y de ejecución corriente en los países desarrollados, como recortar la cantidad de licencias radio-televisivas para un mismo permisionario, abrir el espectro a organizaciones sociales sin fines de lucro, intervenir en el acceso a la producción y distribución de contenidos culturales, para que en Argentina se cite la probabilidad de una ley-mordaza contra la prensa. Hablan de lo que no informan nunca. Revalidan a Chesterton, en aquello de que el periodismo consiste en informar que lord Jones ha muerto a gente que jamás se enteró de que lord Jones estaba vivo. Por supuesto, lo de “omisión” tiene un poco de chascarrillo. Es cierto en el caso de los programas periodísticos o de “interés general”, de la radio y la tevé, que directamente produjeron un apagón sobre el asunto. Pero en la prensa escrita, que continúa siendo la que le marca al resto lo que conviene decir y callar, las únicas voces que se leen son de las del arco empresario de los medios y de unas pocas figuras de la oposición, a las que es imposible encontrarles una sola crítica técnica, fundamentada, sobre la propuesta de ley.
La particularidad de estas falacias es que no se las considera como parte de la campaña electoral. Uno quisiera creer, pero le cuesta mucho, que “la gente” se da cuenta de que en el proselitismo participan todos los centros de poder y no sólo los candidatos que salen por la tele. Es más que eso, en verdad: todos los que no están viven de campaña en aras de sus intereses sectoriales, todos los días, para fijar la agenda de la sociedad.
Lo que a lo sumo ocurre durante los períodos electorales es que lo refuerzan, para que los anotados tomen nota de cuáles poderes se mueven detrás de esos intereses.
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