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Perdido en Tristano

 Por Juan Sasturain

Hace unos años escribí un cuento que me gusta mucho y dediqué a Diego Fischerman, que sabe de música, de jazz y de obsesiones. El cuento se llama “Alias Tristano” y trata, entre otras cosas, de un pianista boliviano de jazz –se supone irónica o tontamente el único–, el impagable Milton Paniagua.

Para escribir el cuento, como siempre suele suceder, partí de una situación con base real, residuo decantado de una experiencia propia: cierta sensación experimentada escuchando improvisaciones del gran Lennie Tristano –el increíble músico yanqui, tano, ciego e innovador– en una cinta sin referencias que me había regalado a fines de los ’80 otro amigo jazzero, el Gordo Chimirri, hace muchos años. Esa experiencia extraordinaria –que no pude volver a verificar porque perdí la cinta, porque no tenía referencia alguna para identificar la grabación– se la atribuí al ficticio Paniagua, la convertí en su obsesión e hice el cuento con eso. Y quedó muy bien.

En el relato imaginé al solitario músico boliviano exiliado en Buenos Aires que escucha jazz por Radio Municipal –como yo hacía en la misma época– y tiene allí su primera aproximación, el primer encuentro cercano y definitivo con Lennie Tristano. Es una coincidencia única, casi una conjunción mágica. Lo que escucha Milton Paniagua aquella noche lluviosa a principios de los ’60 en un programa nocturno que combinaba jazz y poesía –Mingus y Eliot sin anestesia y en dosis hoy inconcebibles– era lo que él (es decir, yo) suponía grabaciones no comerciales, acaso privadas, de Tristano a piano solo, que quién sabe por qué azar o fanático fervor habían llegado a estos confines y a ese programa de radio para fanáticos del jazz moderno.

Describí en el cuento esas largas secuencias de improvisación tumultuosa, sucesivas tomas de temas obsesivos que iban y volvían como el aire agita una cortina no demasiado liviana, pero dócil. Y en medio de ese torrente nocturno de cargadas notas, en ese ir y venir ciego pero armónico de Lennie picoteando el teclado de ida y vuelta como si lo revisara a fondo, Paniagua oyó desde la cama de pensión, entrevió, reconoció y vio pasar como un avión que enhebra paños grises entre nubes el comienzo –ocho, nueve notas– de “La Telesita”... Sí, la inconfundible, la melodía de la chacarera santiagueña más popular se insinuaba, arrancando de un mar de compases de blues acelerado, saltaba un instante brillando como un delfín a contraluz y se hundía –para nunca volver a asomarse, es cierto, aunque lo esperó– en el sabio oleaje agitado por los dedos de Tristano. Eso era todo. Eso era suficiente.

En mi cuento, Milton Paniagua quedó deslumbrado. Contó lo que había oído y se le rieron o, menos que eso, le tiraron explicaciones condescendientes. Afinidades, le dijeron; se sabe: la chacarera es el único ritmo criollo sincopado. O le mostraron consabidas evidencias de evocación rítmica –“El comienzo mozartiano de ‘A fuego lento’, que me perdone Salgán”, dijo uno– para dejarlo sin argumentos. Pero como el hombre que ha visto un ovni, Paniagua se puso –lo pusieron– obsesivo. Intuía, sin haber leído a Borges ni saber de Pierre Ménard, que en la suma infinita de probabilidades, la combinatoria azarosa de notas contenía todas las melodías posibles. Acaso Tristano sólo había transitado inconsciente por allí, por esa secuencia de nueve notas –“Te-le-sí-ta/la-man-ga-mó-ta”– que alguna vez había dibujado un oscuro compositor santiagueño como quien pisa y calza, corriendo por la arena de la playa, justo donde están las huellas de otro, pasa y se va. Sin embargo, le gustaba más pensar en una evocación, consciente o no, en una cita fugaz, un guiño que estaba dispuesto a rastrear.

En el cuento, a partir de ahí, Milton Paniagua se ponía pesado. Milagrosamente, a través de un oyente conseguía una copia más o menos precaria del programa radial –nadie sabía en Municipal dar noticia del disco original sin fecha ni data alguna– y así pudo escuchar finalmente y hacer escuchar los siete minutos y fracción que lo obsesionaban. Sin duda que las descargas eléctricas de aquella noche no ayudaban a la fidelidad de la grabación, pero para Milton Paniagua alcanzaba –a esa altura– con comprobar que no lo había soñado. Tristano estaba ahí y en algún tramo de su improvisación, que muchos no querían reconocer entre ruidos de descarga, “La Telesita” galopaba en sus dedos, se dejaba oír durante “tres segundos y un poquito”.

Más allá del escepticismo que lo rodeaba, Paniagua no se rindió. Compró discos raros por correo, se hizo un experto en Tristano, incluso lo buscó infructuosamente por carta y por teléfono antes y después de su muerte. No sabía qué quería demostrar, pero en la pesquisa encontraron sentido años de exilio y puchereo musical.

Y el cuento terminaba y termina con esta reflexión literal: “Milton Paniagua no sabe, ni tal vez quiera saber a esta altura, que no en cualquiera pero sí en alguna disquería de paladar fino lo están esperando por fin, en un CD importado que ya no le importa, los tumultuosos solos de Lennie Tristano. Y que en algún momento –’tres segundos y un poquito’– ‘La Telesita’ asoma la cabeza, saluda al voleo como buscándolo y sigue bailando como si nada”.

Bien. Todo esto hasta hace un tiempo, más precisamente hasta fines del verano, cuando –buscando material para una nota sobre el aniversario del nacimiento de Lennie, los noventa años que se cumplieron en marzo– encontré en Corrientes el CD que corresponde al disco Atlantic Jazz Masters Lennie Tristano, grabado en el verano de 1955 y sacado a la venta al año siguiente. No sabía qué había ahí. Pero no bien lo puse y escuché el piano desatado y resuelto, supe que había vuelto a encontrar –más de veinte años después– aquella cinta extraordinaria que me regaló el Gordo Chimirri sin referencias, y que yo hice que Paniagua escuchara por Radio Municipal en la ficción y que no había vuelto a oír nunca más...

La memoria no me había fallado: la grabación era algo extraordinario. Los primeros cuatro temas, sobre todo, los más experimentales, donde toca él solo, sin Konitz, ni Ramey ni nadie. El piano solito (duplicado, torrencial) y aceleradísimo hasta la distorsión... Por “Line up”, el primer tema, lo acusaron, nada menos que Leonard Bernstein, precisamente de hacer trampa con la velocidad. El segundo tema del disco es el “Réquiem” que le dedicó a la muerte de Charlie Parker, una barbaridad, sobre todo para un tipo acusado de excesivamente “cerebral”. Y el tercer tema, con una larga base rítmica obsesiva y compleja, de notas bajas y pesadas como pasos apurados en el barro sobre la que se dibujan las improvisaciones libres, me cayó justo como la ficha que me faltaba. Era ése. Miré la referencia: “Turkish Mambo”, un nombre en joda, el rótulo que se le pone a algo maravilloso que no se parece a nada. Y me puse a oír, a esperar, me senté a ver pasar, entre tantas notas improvisadas al correr del piano, los compases perdidos de “La Telesita”. Hasta que pasó nomás: al ratito, tras dos o tres amagues, asomaron las notas reconocibles durante segundo y pico, y siguió luego el torrente por otros ritmos y citas y más citas y otras notas y frases y frases.... La gloria de la música de Tristano.

Sentí una satisfacción increíble. Por el maltratado Lennie, tan grande y escondido; por haber recuperado esa sensación perdida, por haber corroborado aquella sensación tan volátil; e incluso por el pobre Milton Paniagua que, desde la ficción, me agradeció el gesto. Tenía razón. Los personajes siempre la tienen.

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