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Salvarsán, la bala mágica

 Por Juan Sasturain

Hay un chiste de humor negro en el que se sostiene que el mejor y tradicional remedio para los hombres que querían zafar de la sífilis –válido después, también, para el moderno sida– era el nitrato: “Nitrato de ponerla”, decía más precisamente el sujeto en riesgo. Y ésa era tónica de la propagando –por decirlo livianamente– preventiva, de aquellos tiempos de la equívoca Belle Epoque. Hay afiches que subrayan ese aspecto, alimentando el miedo al contagio a través de la imagen de ominosas prostitutas con guadaña al hombro.

Transmitida únicamente por contacto sexual, la sífilis se consideraba, hasta los primeros años del siglo veinte, incurable. Se habían probado y difundían recetas naturistas, pócimas, ungüentos, curas a base de mercurio y potasio que resultaban a veces tramposas, siempre ineficaces. Las víctimas estaban condenadas –además de a la vergüenza y el secreto– a un proceso de infección largo y horrible que producía desde llagas en la piel a la degeneración del sistema cardiovascular y la muerte.

Por entonces, sin salir de Europa, se estimaba que había un millón y medio de infectados, calculando que el diez por ciento de los pobladores de los 32 centros urbanos de más de 500 mil habitantes padecían de sífilis. Y sólo en París, la “enfermedad vergonzosa” causaba más de tres mil muertes anuales. Entre la tuberculosis, el Treponema pallidum y los obuses de la Gran Guerra, las primeras dos décadas del siglo se llevaron más o menos románticamente mucha de la mejor juventud de la época. Y todo habría sido peor si no hubiera aparecido el Salvarsán, la bala mágica, el remedio que en estos días cumple cien años y que permitió que muchos zafaran desde entonces, sin necesidad de apelar a la resignada receta del nitrato.

Fue el bacteriólogo Paul Ehrlich –un judío obstinado, brillante, nacido en Silesia oriental, entonces Alemania, hoy Polonia– quien hace exactamente cien años descubrió el compuesto 606 (hasta el 605 su busca había fracasado...) y propuso la primera cura efectiva contra la sífilis. Ehrlich –cuyo trabajo en inmunología le había valido el Premio Nobel de 1908 a los cincuenta y cinco años– cambió la historia, dio un volantazo al concepto mismo de la terapéutica. Experimentando en su laboratorio, inyectó a conejos afectados de sífilis varias dosis de un producto químico de base arsénica y con nombre, para los legos como nosotros, impronunciable –dioxiaminodoarsenobenzol– que había diseñado junto a su ayudante Sahachiro Hata. Tras repetidos intentos, los conejos se recuperaron. Cauteloso y responsable, al mes siguiente Ehrlich repitió el experimento con más conejos infectados que al cabo de tres semanas también quedaron libres de síntomas. Ehrlich no sólo había descubierto la primera cura efectiva para la sífilis, también había legitimado la quimioterapia –palabra que de algún modo acuñó– como práctica médica moderna.

En ese entonces, el bacteriólogo mantenía una estrecha relación –de vieja data– con la compañía alemana Farbwerke-Hoechst, dedicada a la fabricación de sustancias colorantes. Esa relación fue determinante a la hora de lanzar al conocimiento del mundo científico, y sobre todo “al mercado”, su revolucionaria medicina. El compuesto 606 se denominó comercialmente Salvarsán (literalmente: “Que salva por medio del arsénico”) y fue, además de efectivo, un gran negocio. En 1910, el descubrimiento de Ehrlich había tratado diez mil casos. La demanda era asombrosa. A finales de año, la empresa farmacéutica alemana que fabricaba el medicamento producía catorce mil frascos diarios. Ehrlich fue distinguido con honores y galardones y celebrado en la prensa popular como el “príncipe de la ciencia”. En 1911 se perfeccionó el medicamento con el lanzamiento del compuesto 914, llamado Neosalvarsán. Pero no todas fueron rosas.

Algunos escépticos declararon que el Salvarsán, por ser una fórmula que contenía arsénico, era tóxico, pero Ehrlich explicó que se trataba de un riesgo calculado, como la cirugía. “El cirujano trabaja con un cuchillo de acero” –explicó–. “El quimioterapeuta, con uno químico, que utiliza para separar lo infectado de lo sano.” De ahí proviene la idea de la bala mágica – “magic bullet” en inglés– porque son productos específicos para operar sobre los agentes patógenos y sólo sobre ellos, actúan sobre la enfermedad sin dañar al huésped. Una expresión metafórica brillante que ha perdurado.

Sin embargo, había muchos intereses creados y las controversias arrastraron a Ehrlich. Hubo quienes dijeron que se trataba de un negocio que implicaba ganancias excesivas –lo que iba de los exiguos costos de producción al precio de venta al público–; y otros se movilizaron contra él (y el Salvarsán) por razones tan perversas como reconocibles aún hoy en día: la policía francesa lo vio como un estorbo en su lucha contra la prostitución y la iglesia ortodoxa se opuso a todo tipo de tratamiento porque consideraba a la sífilis un castigo divino contra los desórdenes de la sexualidad que no debía ser mitigado. Cualquier paralelo con cuestiones actuales como el comportamiento de la industria farmacéutica, de los poderes de policía y de las instituciones religiosas no parece ser impertinente.

Famoso, premiado, glorioso pero amargado por las ingratitudes, Paul Ehrlich, gran fumador que no bajaba de las dos docenas de habanos diarios, murió en 1915 y está enterrado en el cementerio judío de Frankfurt. Su prodigiosa bala mágica, el Salvarsán –y el Neo Salvarsán, perfeccionado– permaneció como la primera cura para la sífilis hasta mediados de 1940, cuando fue sustituido por la penicilina.

Precisamente, en ese año, 1940, con el título de Ehrlich’s magic bullets, el experto William Dieterle hizo un película en Hollywood con Edward G. Robinson en el papel del bacteriólogo. Parafraseando a Mallarmé, pareciera que en los USA todo sucede para convertirse alguna en argumento de película. Si la ven anunciada en TCM o algún canal de cable clásico, Ehrlich’s magic bullets no es una de tiros. Sólo muere el Treponema pallidum.

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