Jueves, 21 de julio de 2011 | Hoy
Por Noé Jitrik
Sobre la ruta que va de Córdoba al norte, cerca de Capilla del Monte, hay un pueblo muy pequeño que se llama Dolores. No se parece a su homónimo de la provincia de Buenos Aires, ni siquiera en el silencio provinciano que aquí es, por la tarde, temible. Tres datos a consignar: Eiffel, o uno de sus seguidores, construyó un molino todavía erguido, férreo milagro tecnológico; un imponente edificio, propiedad de María Adelia Harilaos de Olmos, marquesa pontificia, generosa donante de su propiedad de la avenida Alvear a uno de los Papas, o al Vaticano y, por fin, una casa que se llama “Flor de durazno”, donde vivió Gustavo Martínez Zuviría, conocido como Hugo Wast, y escribió la novela del mismo nombre, muy leída en su momento e igualmente olvidada: justicia poética. De todo eso no quiero decir nada, salvo del nombre del pueblo: son los “dolores” los que me importan ahora, así como mis arbitrarias asociaciones.
La palabra me lleva a otra evocación: Paul Eluard y su libro Capitale de la douleur, publicado hace más de 85 años. Es un título que queda, lo menos que puede decirse. Pero no se trata, como podría creerse, de exhalaciones ni de exaltaciones acerca del dolor sino, en realidad, del amor perdido, situación que –todo el mundo lo ha experimentado– es lo más interesante para la literatura, no seguramente en la realidad. El dolor, entonces, sería indirecto, por la pérdida, en su caso por alguien a quien había amado, esa mujer, Gala, que se anexó a Salvador Dalí en esa misma época, pero también por lo que no había tenido nunca, tal vez esa misma mujer.
Este dolor es el más fuerte, no es como el dolor físico que se olvida, díganlo si no las mujeres que dieron a luz, como dice la Biblia, con dolor.
De aquí se desprenden dos hechos: uno es su manifestación física, terrible, olvidable, amenazante, insoportable; la otra, su manifestación literaria, más fácilmente clasificable.
Del primero poco puede decirse a causa de su universalidad: basta recordar, en lo individual, el que se ha sufrido; basta con mirar, en lo social, alrededor, para sentir de inmediato una suerte de invasión, algo difuso pero hiriente contra lo que hay que luchar con la sospecha, siempre, de la derrota, aunque la esperanza es ganar y hacer que se retire. Paliativos, calmantes, compensaciones, consuelos, no son muchos los caminos para enfrentarlo.
Del dolor físico se pasa al literario por representación o por adjetivación, el adjetivo, como se sabe, es un poderoso instrumento para transformar una experiencia tremenda en una expresión feliz. Tan fuerte es eso que lo que la literatura ha mostrado sobre el dolor designa lo físico con mayor claridad, le presta una retórica que si por un lado supera los previsibles “ay”, por el otro es el punto de partida de los interrogatorios médicos que no tienen por dónde empezar cuando se trata de determinar de qué se está hablando y cómo de su descripción pueden salir datos precisos para determinar un mal. Se podría decir que también en este terreno “la realidad imita al arte”.
Hay modos de padecer el dolor que van variando según lo que lo provoca –agresión física o mental– y también según las épocas, de tal modo que, relacionando las dos cosas, se producen figuras singulares, tan ricas que se podría trazar una historia del dolor, opuesta a una probable del placer. Además, ciertas condiciones explican cada una de esas figuras: en sociedades en las que la educación así lo aconseja o impone, el dolor es contenido, mientras que cuando se trata de lugares más desprotegidos, el grito no tarda en brotar como lógico y natural.
Dando un paso en esa historia, se puede afirmar que es muy diferente el dolor de los leprosos en la antigüedad al que siente un infartado; a Luis XIV le extrajeron la vesícula sin anestesia, qué dolor habrá sufrido, y a mí con ella pero, aun así, el que sentí tenía su identidad; el que padecieron los torturados en la ESMA es sin duda intenso, pero no es lo mismo, mayor o menor, más o menos resistido, que el que sufrían los castigados esclavos o las víctimas de la Inquisición; no podemos siquiera imaginar lo que siente un moribundo en un hospital de Calcuta respecto de uno que se muere de dolor en Houston; el dolor del neurótico se distingue bastante del apremiante del demente y aun del psicótico. Se dirá que para los que sufren da lo mismo, pero no para entender que hay diferentes figuras, en un mismo momento y a lo largo de la historia. Y, crudamente, una cosa es el dolor del rico y otro el del pobre, aunque si estuvieran juntos por ahí no se notaría la diferencia.
Así, pues, las formas del dolor físico son tan numerosas como los granos de arena de una playa; las del dolor literario, en cambio, son más fácilmente registrables: casi toda la literatura tiene que ver con algún tipo de dolor y a veces con más de uno. Por dar algunos ejemplos célebres: Job soporta sufrimientos físicos y también morales o teológicos, cómo es posible que un Dios misericordioso lo ponga a prueba de esa manera; Cristo, en la misma tradición, padece las heridas más lancinantes de la historia y, en la cruz, le dice a ese mismo Dios, “¿por qué me has abandonado?”. ¿Hay mayor colmo que esos dos tipos de dolor, el corporal y el moral? Y, sin ir más lejos, cómo le debe haber dolido a Edipo arrancarse los ojos.
En la literatura, desde el Renacimiento hasta nuestros días, los dolores se padecen con recato en parte porque no es propio de héroes andarse quejando, en parte porque, al ser escritos, forzosamente son silenciosos, lo que no quiere decir que sean todos iguales o que sean expresados de la misma manera: la literatura rechaza la exclamación, de modo que cuando se lo evoca en una ficción lo que se ve es lo dramático, por comprensión –¿cómo no va a comprender uno el dolor de Romeo apartado violentamente de Julieta?–, o lo pintoresco –¿cómo no va uno a entretenerse con la vuelta que un novelista o poeta le da a la presentación de dolores grotescos o ridículos?– o lo pedagógico –¿no transmite acaso un dolor generalizado Primo Levi cuando relata la vida en Auschwitz?–.
Dos o tres situaciones literarias puedo recordar, aunque debo confesar que si no hubiera sido por la presencia en mi cuerpo de cierto dolor neurálgico en el tórax no habría pensado en este tema. Justamente, esa neuralgia, cuya cura reside en el tradicional recurso a la paciencia, me hizo evocar una escena del novelón de Eugenio Sué El judío errante: un personaje cae víctima de la peste, habitual en el siglo XIX; la cura consiste en la aplicación de mecheros encendidos en sus costados: ¡lo que habrá sufrido ese hombre! Otra es más divertida: Maxi, un personaje de Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós, sufre de migrañas; cuando siente que una está por comenzar se toma de la cabeza y su protectora tía le pregunta “¿ya sientes el clavo detrás del ojo?”, expresión habitual en los jaquecosos, que yo mismo he proferido muchas veces en ocasiones semejantes.
Muchas veces para tratar de entender la muerte ciertos textos han solicitado ayuda al dolor; es el caso de La muerte de Iván Ilich, la extraordinaria nouvelle de León Tolstoi. Otros, como el Dante, lo han concebido como el castigo que merecen quienes en vida han hecho mucho mal, a los amigos del autor naturalmente. No hay que olvidar al novelista de Stephen King: después de haberse accidentado cae en manos de una lectora sádica que le inflige más dolores para someterlo a su locura.
Heridas, fuego, agresión, pérdida, son algunos de los agentes del dolor. A tales factores se añade el “dolor añadido”, o sea la cirugía, los malos consejos, la falta de piedad, el desdén, la sevicia dictatorial y tantas otros recursos que la sociedad ha inventado para prolongar el dolor y hacer sentir a los humanos que no son todo lo libres que desean o que imaginan ser. Por sus propias debilidades, pero también porque el dolor es como un conductor de electricidad que hace que los cuerpos sufran y, a veces, que logren sublimarlo y crear con él obras de arte que llevan a comprenderlo así como, de paso, a comprender muchas de las cosas que nos sumen permanentemente en la perplejidad.
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