CONTRATAPA
El imperialismo de Bush
Por Leonardo Boff*
Occidente siempre tuvo una obsesión persistente: llevar la salvación al mundo. Intentó realizar esa pretensión, primero, mediante la misión cristiana y, después, al secularizarse, con la política y con la guerra. Eso significó imponer, para bien o para mal, los valores y las instituciones occidentales a todos los pueblos. Este propósito ha fundamentado el imperialismo occidental (neologismo introducido en 1870 en Gran Bretaña) en varias formas.
Un rasgo característico del imperialismo es no tener límites. Su lógica le lleva a conquistar todo y a todos: el espacio físico, todas las esferas de la vida, las mentes y los corazones de los pueblos. Y no contento con eso, invoca el mandato divino, como los “destinos manifiestos” o los “requerimientos”. En nombre de la misión se ha llevado el terror a todos los continentes, se ha impuesto una uniformización de la cultura, se ha instaurado la política occidental y se ha implantado la religión cristiana (“dilatar la fe y el imperio”).
Bush encarna en la actualidad tanto esa vertiente política como la religiosa, confiriéndoles además un carácter planetario. Religiosamente entiende a Estados Unidos como un “segundo pueblo elegido”, que tiene la misión de destruir el eje del mal. Y, políticamente, quiere salvar al mundo configurando la mundialización con los valores típicos de la cultura estadounidense, que, según él, es la mejor y la más racional. Imbuido de esta convicción mesiánica, aparece en público con el pecho hinchado, pasos largos, gestos triunfantes y aires de césar glorioso o rey-sol (de pacotilla).
Ese nuevo imperialismo no se basa ya en el territorio sino en los intereses globales. En nombre de ellos, Bush se reserva el derecho de intervenir cuando quiera allá donde piense que esos intereses están siendo amenazados, como ahora en Irak, después tal vez en Irán, en Corea del Norte, en Colombia y –no lo descartemos– en la Amazonia continental...
En su discurso programático a la nación del 17 de septiembre de 2002 Bush resucitó el poder absolutista e imperial (“lo que cuenta es lo que nosotros queremos”) y declaró la “guerra preventiva” como instrumento de orden en el mundo.
Tres valores quiere mundializar Bush: la libertad, la democracia y el libre comercio. Valores preciosos, pero distorsionados por la visión capitalista. La libertad es la independencia individual sin vinculación social. Significa ganar dinero y acumular, cuanto más mejor, sin ningún escrúpulo. La democracia es representativa y formal, y sólo funciona en la política, no en la economía ni en la escuela ni en la vida, como un valor universal. El libre comercio es libre para los más fuertes, que imponen su lógica de pura competición, sin nada de cooperación. El sueño americano al estilo Bush consiste en transformar el Globo en un inmenso mercado común, donde todo se convierta en mercancía, el capital material (bienes) y el capital simbólico (valores), y donde todo sea racionalmente administrable, también el afecto, la imagen y la muerte.
El imperialismo occidental es nuestra enfermedad, porque continuamos pensando que somos los mejores. Sin embargo, aunque con dificultad, también hemos creado un antídoto, que es la autocrítica. Démonos cuenta del mal que hemos hecho a los pueblos y a nosotros mismos. A fin de cuentas, somos una cultura y una religión más, una entre otras. La curación se consigue mediante el diálogo incansable, la apertura a los otros y el intercambio que nos enriquece y nos hace humildes. Esta guerra se desató por el rechazo del diálogo, por la satanización del otro y por pura arrogancia. Es una tragedia.
* Principal animador de la Teología de la Liberación.