Lunes, 5 de noviembre de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
El tema del voto a partir de los dieciséis años dispara una serie de cuestiones. En principio, porque no es un número asociado naturalmente –en nuestra cultura– a un escalón de maduración detectable en términos intelectuales o de responsabilidad. Siempre, para eso, nos hemos regido o sometido por los indicadores de pares contiguos: catorce y dieciocho. Recuerden, sobre todo, las ejemplares calificaciones cinematográficas, que marcaban (siempre por la negativa: prohibido para) esos límites o, mejor, esas escalas de desarrollo.
Los dieciocho, además, eran una cifra etaria tradicionalmente asociada a la consolidación de la virilidad, y con ella todos sus roles, por entonces casi exclusivos del género. Acaso sería por la Libreta que posibilitaba el voto, tal vez por el acceso al registro de conducir, tan vez por el ingreso posible a la carrera de las Armas, tal vez por la última legislación de la colimba obligatoria. Claro que eso ha cambiado y se ha diluido la exclusividad masculina que asociamos a los 18, pero sin duda que algo queda.
Por el contrario, las tres cifras intermedias (quince, dieciséis y diecisiete) aparecen más vinculadas por lo general a otra cosa y al otro género: la plenitud o, al menos, el despertar de la plena femineidad. La fiesta de quince es cosa de chicas, Violeta Parra siempre quiso volver a los diecisiete y, finalmente y para lo que nos interesa, los idealizados dieciséis tienen toda una mitología de iniciación femenina. En fin, ya se sabe: las mujeres maduran antes y todo eso.
Por eso no es casual que el tema del anticipo por dos años del acceso al voto le haya despertado, a la experiencia colectiva de los más veteranos y reactivos, un montón de referencias cristalizadas en la memoria mediática desde bastante más atrás que las últimas décadas. Sobre todo, en mi caso y el de muchos, la fácil referencia a los míticos “sweet sixteen” –los “dulces dieciséis”– de las canciones de comienzos de los sesenta, con las versiones del ambiguo Neil Sedaka en el original yankee y en la traducción castellana del incombustible Juan Ramón. Hemos bailado con esas tremendas cursilerías, y las tarareamos todavía culposos, si nos aprietan los botones adecuados.
Así, inconscientemente, los dieciséis están asociados a fiesta ingenua, asalto, tocadiscos, grititos y empujones nerviosos, lentos leves aprietes, chicas charlando en el baño y varones fumando a escondidas en el patio. Cualquier coincidencia de aquellos dulces dieciséis con las tapas de los LP de refrescos musicales patrocinados alevosamente por la Coca-Cola no es casualidad.
Está claro que aquellos dieciséis –los míos, por ejemplo– no son éstos. Y supongo que está muy bien que así sea. En aquel ’62, cuando yo tuve esa edad, tras el inmediato derrocamiento de Frondizi, no sólo no votaban mis “sweet sixteen”, sino que no votaba nadie, y al año siguiente la mayoría de los argentinos tampoco pudo elegir lo que quería por la proscripción electoral del peronismo.
Así –habiendo votado una sola vez antes de los 28 años– pienso que está muy bien lo que se viene: más democracia. Ojalá que redunde en mejor democracia, que es otra cosa. Pero sin duda que no va a empeorar porque voten más. Los argumentos cautelosos o simplemente retrógrados que se esgrimen para dudar de la conveniencia de ampliar la base electoral no van a la cuestión básica, que es anterior y contigua: lo jodida/podrida que está nuestra política de partidos, la oquedad de las propuestas alternativas al proyecto de país en marcha y, sobre todo, la subestimación del electorado al someterlo, a ojos vista, a las más alevosas estrategias marketineras. Así les irá, de cualquier forma, con más o menos votantes sólo concebidos como “clientes por seducir”.
Siempre hay que confiar. Ya se ha señalado que muchos de los que no quieren que los pibes voten son los mismos que aceptarían bajar la edad de imputabilidad. No va por ahí la cosa. Sobre todo si pensamos que los de hoy no van a votar a Neil Sedaka ni a Juan Ramón: lo que nos decían, ya no les dice nada. Y no hay por qué pensar que comprarán boludeces, como suponen los que siempre han concebido a los jóvenes como mercado de consumidores voraces y dóciles.
Y vamos, todavía.
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