CONTRATAPA

Hortensia

 Por Sandra Russo

Mi madre fue la menor de nueve hermanos criados en el campo, en Saladillo. Cuando ella era muy chica las cosas no iban bien, y la familia puso rumbo al conurbano. Se instalaron en Lanús. Allí el abuelo trabajó de albañil, y los hermanos fueron creciendo, casándose, mudándose cerca, teniendo sus hijos, trabajando de empleadas de comercio, kiosqueros, obreros, carniceros. La incertidumbre y los problemas económicos de esa familia ampliada fueron a lo largo de los años los de los sectores populares. Eran de los que, ahí abajo, recibían las palizas de las políticas que se tomaban arriba. En los ’90, los golpeó el desempleo. Mi madre, en cambio, tuvo suerte, porque se casó con mi padre, que también tuvo suerte. Mi padre había crecido muy humildemente en un conventillo de Montserrat y había empezado a trabajar casi púber como cadete en Lutz Ferrando. Con otros dos compañeros, a fines de los ’50, muy jóvenes y audaces, alquilaron un local, contrataron a un óptico y abrieron su negocio en Quilmes. Les fue muy bien en relación con sus expectativas, a las que traían de sus hogares, en los que otros hermanos changueaban o eran viajantes o inquilinos inestables. A aquellos tres ex cadetes emprendedores les fue muy bien porque tuvieron sus casas, sus autos, porque veraneaban en Mar del Plata todos los enero, porque sus mujeres se dedicaron a criar a sus hijos y a ir a tomar el té en las casas de las vecinas, porque pudieron darles una buena educación a sus hijos. Les fue bien en ese sentido, en el de la movilidad social ascendente, en el de tener todas las necesidades básicas cubiertas y tener un resto para el disfrute.

Porque hay que ponerse de acuerdo en qué pasa cuando a alguien “le va bien”, en qué pensamos cuando decimos que a alguien “le va bien”. Esa noción ha quedado impregnada de otra cosa después de los ’90, cuando a la inmensa mayoría le iba mal, y los que “se salvaban” mostraban sus casas nuevas en las revistas. A ésos “les iba bien”, aunque los lectores jamás llegaran a enterarse cómo habían hecho para llegar a esos lujos dorados, marmolados, repujados, tarugados, sedosos, satinados, a esa solidez como la que uno recuerda del placard antiguo que un juez había recibido como regalo de un imputado y junto al que posaba trajeado para la foto a doble página. A “la gente” le gustaba consumir esas historias de “otra gente” que se frotaba con Versace.

Mucho antes de esa desfiguración de esa expresión, yo pude olfatear, en mi familia, la prefiguración de ese otro bienestar que implicaba en la clase media ascendente, entre otras cosas, una alteración del sentido de pertenencia, una confusión de clase, un viraje cultural, un desprecio subterráneo, viscoso y oscuro, por el lugar de donde se venía. En esa familia se abrió un bache, porque de pronto mi padre era aceptado como rotario, y la buena sociedad de Quilmes lo recibía en su seno: el nuevo status implicó, lenta, sordamente, una distancia con los orígenes, cierto pudor, mucho silencio. Mi madre se decía antiperonista, porque una vez, decía, “la habían llevado en un camión” –y contra su voluntad– a la Plaza de Mayo. Era eso y otra cosa: en su relato de ese atropello proliferaba la palabra “negros”.

La hermana mayor de mi madre, mi tía Hortensia, no tuvo hijos y siempre vivió con mi abuela. Ella y su marido, el tío Poroto, me hacían de padres sustitutos cuando los míos empezaron a viajar. El tío, que era sereno y nunca tenía un mango, jamás volvió a su casa sin traerme un Suchard amarillo, el de cereales. Los dos tenían esas delicadezas: ella, el pan rallado con queso en las milanesas. El, el Suchard. Los tíos tenían una cocina propia en la casa grande. En esa cocina que casi nunca se usaba, con mi tía jugábamos tardes enteras de sábados o domingos al chinchón. Ella se sentaba mirando al patio; yo, mirando a la heladera. Yo tendría seis años. Desde entonces, me acostumbré sin darme cuenta a mirar el retrato de Evita.

Todavía eran los tiempos de la proscripción. Mi tía Hortensia tuvo esa foto pegada en la heladera desde que me acuerdo. En un costado le había pegado con cinta Scotch una espiga amarilla. Hortensia le hablaba a Evita. Mientras calentaba el agua para el mate, mientras buscaba algo en la heladera. Me enteré bastante después de que esa mujer cuya cara yo estudiaba mientras mi tía mezclaba las cartas, era la que amaban los grasitas a los que despreciaba mi madre. Y en el fondo de melancolía que siempre intuí en la costra de ese desprecio materno, con los años fui leyendo una profunda conmiseración por sí misma. De algún modo, el antiperonismo de mi madre, esa vía que encontró para calzarse mejor el zapato de su nuevo status, fue su manera de no quererse a sí misma, y de no poder amar libremente –libre de sus propios prejuicios– a sus seres más queridos.

Pese a que mi madre tuvo suerte en el plano largo, en el corto se pudo ver todo lo contrario. De sus hermanas, fue a la que “mejor le fue” en la vida. Pero pagó el costo de su deslizamiento hacia arriba con su infelicidad. No supo, no pudo ser feliz. Mi tía Hortensia, por su parte, me enseñó esas tardes de verano un tipo de felicidad a la que mi madre se quedó sin acceso. Era la felicidad de la torta frita, del buñuelo con manzana, del gajo de mandarina abierto con la mano y ofrecido ya libre de semillas. Esa mujer pobre, que no tuvo hijos, la que le hablaba a Evita cuando amasaba, no era dueña de casi nada, pero sí de su capacidad de expresar el amor. De eso, nada la privó nunca, ni la pobreza ni la desgracia.

Algunas noches me duermo imaginando una larga charla entre mi madre y mi tía Hortensia. Pienso en las cosas que ambas dejaron en suspenso y sin decirse. Todavía, cuando me pregunto por la felicidad, pienso en Hortensia. Y a veces creo que yo misma, pensándolas, soy ese diálogo entre mi madre y ella.

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