› Por Hugo Soriani
En 1978, Argentina deja de ser sólo el país de Videla. Ahora es el de Videla y Menotti. Se va a jugar el Mundial de Fútbol y el escenario central en Buenos Aires, la monumental cancha de River, está a pocas cuadras del otro escenario central, el de la represión, la monumental Escuela de Mecánica de la Armada.
Hay dos escenarios centrales más en Córdoba, que son espejos de ellos. Uno es el estadio mundialista, el Château Carreras, y el otro es el campo de concentración La Perla, reino del general Menéndez, a sólo doce kilómetros de la capital. El día del partido inaugural, Menéndez espera nuevos huéspedes, y para hacerles lugar mata a los que ya no le sirven.
En La Perla se tortura todos los días y todas las noches se fusila a los torturados. El sargento Oreste Padován se encargará de hacerles cavar sus fosas a los que van a matar. El sargento es de orejas grandes como sus ambiciones. A más fosas cavadas más posibilidades de ascenso, piensa Padován, mientras reparte palas a los condenados.
El 1º de junio, antes de que comience el partido inaugural entre Alemania y Polonia, los “nuevos” llegan a La Perla. Es un grupo de 16 presos políticos “legales” que fueron sacados del Penal de Sierra Chica y que serán fusilados en La Perla si la guerrilla comete algún atentado durante el desarrollo del mundial. Nada debe perturbar el camino al éxito del equipo argentino, y los militares son puntillosos.
Durante el tiempo que dura el campeonato, los rehenes son mantenidos sentados en el suelo, con las manos esposadas y los ojos vendados.
Pero cuando juega Argentina, sus custodios les cambian las esposas y las aprietan en sus muñecas con las manos hacia adelante, así pueden agitarlas y festejar si la Selección Nacional convierte un gol. “Festejen, hijos de puta, festejen, apátridas”, los azuzan sus guardianes, cuando los presos no muestran la suficiente pasión futbolera.
El suboficial principal Olguín es el encargado de que la panadería del penal de Magdalena funcione a pleno. A ese penal fueron a parar nombres famosos como Carlos Menem, Lorenzo Miguel, Diego Ibáñez y Rogelio Papagno, entre otros funcionarios del depuesto gobierno de Isabel Perón.
También se aloja en otro pabellón, aislado de todos, un grupo de quince miembros de distintas organizaciones armadas. Ellos no cuentan con ninguno de los privilegios que tienen los ex funcionarios, salvo las empanadas que salen del horno de Olguín, y que son el manjar que se reparte todos los viernes al mediodía.
Nadie sabe la receta, que es el secreto mejor guardado por el suboficial. Nadie la sabe, nadie.
Pero una tarde falta mano de obra y acuden al pabellón guerrillero a buscar ayudantes para que Olguín no falle con las empanadas. Ahora hay quienes se animan a testimoniar.
Cuando las empanadas se retiran del horno están muy calientes y hay que apurarse a enfriarlas para que no se arrebaten. Así que, antes de empalar las fuentes, el suboficial principal pone a sus ayudantes a ambos lados de la mesa en la que se apoyarán las empanadas. Los pone con la boca llena de agua, tan llena que tienen que hinchar sus mejillas como si fueran globos para retenerla.
“Fuego”, grita Olguín cuando las fuentes entran en las bancadas. Y el pelotón de presos, que en ese momento es una compañía de bomberos, escupe con todas sus fuerzas sobre las más exquisitas empanadas que jamás se hayan probado en Magdalena y alrededores.
Juan discute con un guardia en la cárcel de Magdalena mirándolo a la cara y no a las botas, como está obligado. Es junio y en la Argentina se está jugando el Mundial.
Esa noche, una patota de cinco gendarmes lo saca de la celda para molerlo a palos, lo baña con agua helada y lo somete a varios simulacros de fusilamiento.
Cuando empieza a amanecer y los pasillos del penal se pueblan con los presos que van a sus puestos de trabajo, lo arrojan en un calabozo de castigo improvisado en un pequeñísimo desván al final de una escalera. Secuestrado dentro de la cárcel, aislado, rodeado de ratas y cucarachas, en cuclillas porque sus dimensiones le impiden pararse, está diez días encerrado en total oscuridad.
No come, porque no le dan comida, y no bebe porque no le dan agua. No sale de ese “buzón” ni para ir al baño.
Nueve noches de esos diez días los gendarmes le pegan nueve palizas, que lo dejan morado de la cabeza a los pies. Hasta el 25 de junio, cuando se produce el milagro: Argentina le gana tres a uno el partido final a Holanda y es campeón del mundo.
Mientras el gordo Muñoz vocifera y celebra el triunfo, le abren la celda y le anuncian que está perdonado. “Agradecele a Kempes –le dicen los gendarmes–, porque si hoy ganaba Holanda vos eras boleta.”
Años después, ya libre, el azar se lo trae y Juan le da a Kempes un abrazo mas fuerte que el de Bertoni aquella tarde de junio.
El abrazo de su vida.
El Chiche Veiga recorre el pabellón de la cárcel de Devoto dibujando “drives” y “reveses” en el aire. Cuando salga en libertad, dice Chiche, seré profesor de tenis.
“Pero, ¿vos sabés jugar?”, le preguntan sus compañeros, y Veiga dice que no, que siempre quiso, pero que no jugó ni un “game” en su vida. “Cuando salga seré profesor”, insiste Chiche, mientras mueve sus manos cerrando bien los golpes por detrás de su hombro.
Hace tiempo que Veiga no anda bien y sus compañeros están preocupados. Gabriel y Gustavo, que comparten celda con él, se turnan para dormir porque quieren controlar que Chiche no haga alguna locura, cuando los pasillos de la cárcel están oscuros como sus pensamientos.
Por suerte Chiche sobrelleva su dolor y va mejorando.
“Como las flores”, responde cada vez que algún compañero le pregunta cómo anda. “Como las flores” quiere decir que está fenómeno. “Ando como las flores”, dice, mientras hay que esquivar su drive, que es poderoso y siempre roza la cara de su interlocutor.
Se aproxima el final de la dictadura y los presos políticos van saliendo en libertad. Hasta que una mañana un guardia grita su nombre. “No te olvides la raqueta”, lo cargan sus compañeros. Y Chiche sale en octubre de 1983, cuando se vienen las elecciones que luego ganará Alfonsín.
Pasan los años y son pocos los que tienen noticias de él, pero todos lo recuerdan. Sus exactos golpes de tenis imaginarios, su sonrisa y su célebre frase “como las flores”, son recordados en cada reunión de ex presos y las carcajadas lo traen a Chiche desde Canadá, donde se fue a vivir cuando salió.
Un día Veiga vuelve y se organiza un locro para recibirlo. Hay más de treinta compañeros que se juntan en el reencuentro, cuando aparece Chiche con una raqueta bajo el brazo. Todos se tiran sobre él para abrazarlo. Chiche dice que “anda como las flores” y que en Canadá consiguió un trabajo que le hace ganar un montón de plata. “¿De que trabajás, Chiche?”, es la pregunta obligada. Y Veiga, con esa sonrisa de siempre que le ilumina la cara, responde orgulloso: “Soy profesor de tenis, compañeros”.
Hay hambre entre los presos políticos de la cárcel de Rawson. Es julio de 1980, y el frío corroe los huesos de quienes llevan años de encierro. El mejor remedio contra la claustrofobia es la cárcel. O te curás o te morís, dicen los presos.
No hay frazadas para taparse ni ropa de abrigo para ponerse. Lo único que abunda en Rawson son las sanciones y los golpes, repartidos a toda hora y por cualquier motivo.
La comida es muy poca y los militantes presos se encargan de dividirla entre todos. Nunca sobra. Ni un hueso sobra.
Esa mañana de julio hay guiso y a Tintina González le toca repartirlo. Todos hacen cola frente a la olla con disciplina partidaria, ya saben que luego de almorzar se sentirán igual de vacíos que antes.
Pero esta vez el guiso tiene un poco más de garbanzos que flotan en el caldo, rojo por la grasa, y hasta algún pedacito de carne que se hunde en la olla cuando el cucharón de Tintina se empeña en atraparlo.
La fila avanza hasta que el último llena su plato de aluminio y vuelve a su celda. Entonces González remueve con fuerza el cucharón en el caldo, que ya es grasa sólida por el frío, y grita para que sus compañeros de pabellón lo escuchen: “¿Quién quiere repetir carne –grita bien fuerte Tintina–, quién quiere repetir carne?”.
No termina la frase porque el Ricky Alvarez casi que se le tira encima: “Yo, yo quiero, yo quiero”, pide, casi ruega, el Ricky.
“Entonces abrí la boca y repetí conmigo: ¡CAAR-NEE! –le dice Tintina al Ricky–, ¡CAAR-NEE!”
Miguel Angel Pérez tuvo hasta hace poco una productora de televisión en Cosquín, pero en marzo de 1976 era cabo del Ejército Argentino.
Cabo, palabra “corta y repugnante”, dicen sus camaradas, y Miguel Angel es un tipo sensible. Hay que ascender rápido, piensa Pérez, cansado ya de las bromas de sus superiores.
Busca el cabo su oportunidad de hacer méritos, y la encuentra aquella fría mañana del 5 de julio de 1976 en el patio de la penitenciaría de Córdoba, donde está destinado. Son los primeros meses luego del golpe y la muerte llama a la puerta de las celdas donde los presos políticos sufren y resisten.
Hay requisa en el pabellón número tres y el destino lo pone a Pérez frente a la oportunidad de su vida. El es parte de la patota de militares que entra a los golpes al lugar y obliga a desnudarse y salir al patio de la prisión a los cuarenta presos políticos allí alojados.
Raúl Bauducco, que acaba de ser padre, es uno de ellos.
Raúl tiene 28 años y una neumonía que lo debilita, así que espera que todo termine para vestirse y volver a la celda.
Pero ésta no es una requisa más. En el patio empiezan los golpes: trompadas, bastonazos, patadas, todos reciben su merecido hasta que llegan a él.
El cabo Pérez se entusiasma y ya se ve con nuevas tiras. Las que neutralizarán los chistes. Así que toma envión y con todas sus fuerzas descarga el machete sobre la cabeza de Bauducco, que cae sobre las baldosas del patio. Pérez le ordena que se levante, pero Bauducco casi no lo escucha. Tose sin parar. “Levantate o te mato”, insiste el cabo. Raúl no puede por más que lo intenta. Se arrodilla y vuelve a caer.
Entonces Pérez ve el ascenso al alcance de su mano, que sostiene la pistola reglamentaria.
Gira la cabeza y pide autorización a su superior, el teniente primero Enrique Pedro Mones Ruiz, quien asiente con un movimiento de cabeza.
“Levantate o te mato”, repite.
Y lo mata. Lo mata de un tiro en la cabeza delante de cuarenta testigos.
“Yo lo sostenía de las axilas y él se volvía a caer y me decía ‘no doy más’”, declaró el cabo Pérez años después, en Córdoba, durante los Juicios de la Verdad.
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