Lunes, 27 de mayo de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Para Marcelo Birmajer, mi amigo,
que quiere lo mismo
pero piensa distinto.
Esto va a ser un repertorio de obviedades. Tratar de responder a la pregunta fundacional: de qué se trata. Qué es lo que está pasando hoy. Uno, como la mayoría, no tiene vocación militante, ni siquiera política. Apenas si tiene opiniones, formas de entender lo que pasa que a veces –fruto de la experiencia o la simple Historia que nos suele pasar por arriba– llegan a ser convicciones, y trata de formularlas sólo cuando la realidad parece requerir que nos definamos. Y no está mal que así sea. La única condición que deberíamos ponernos –me parece– es tratar de hacer coincidir lo que decimos con lo que hacemos. Es lo básico para que nos crean (a favor o en contra) y para que nos podamos mirar al espejo: el personal, en el botiquín del baño; el callejero, en la mirada de los otros.
Para entendernos, de salida. El sábado, en el día de la Patria, escuché tres voces: a la Presidenta, a Axel Kicillof y a Mariotto. No sé cómo lo habrán experimentado otros –no leí (no leo) los diarios ni escuché (escucho) comentarios en los medios, desde hace mucho y por cuestiones de salud– pero las tres exposiciones, más allá de ciertas cuestiones de estilo, me resultaron absolutamente convincentes. Debe haber habido varios más que hablaron, no lo sé. Lo que sí sé es que hubiera firmado –como muchísimos argentinos– al pie de esas tres exposiciones. Me representan absolutamente. No tuve contradicción alguna, excepto cierta modalidad retórica, con ellas. Al contrario: dijeron bien lo que uno suele no saber expresar con claridad por falta de aptitud y conocimiento. Me suele pasar con Alfredo Zaiat, con Gustavo López, con Horacio González, con Forster y con muchos más. Uno se remite a ellos: lo que intuye apenas o cree más que sabe, encuentra ahí formulación adecuada y compartible. Antes, sólo Jauretche y su saludable, múltiple cría.
Decía que lo que expusieron la Presidenta, Kucillof y Mariotto me/nos resultó convincente. Eso significa dos cosas: por un lado, que lo comparto, y en segundo lugar –y mucho más importante– que lo que dijeron es lo que siempre han dicho y se parece lo más posible a lo que hacen o tratan de hacer. Es decir: les creo. Y creo en lo mismo.
En todos los casos, lo que seguro cabe resaltar es el eje tácito que vertebra todas las cuestiones expuestas y que vale la pena, una vez más, explicitar: la diferencia que existe entre ejercer el gobierno y tener el poder. Y la que cabe hacer entre el gobierno y el Estado. Son obviedades, claro, pero pocas veces como ahora resulta tan necesario subrayarlas. No estoy formado en ciencias políticas, pero uno sabe y siente desde que se acuerda que dentro del sistema capitalista y de la democracia partidocrática vigentes y en funciones, las tensiones y colisiones entre gobierno y poderes reales son inevitables, sintomáticas, incluso necesarias. Porque se rigen por dos legalidades, dos lógicas a menudo antagónicas: el gobierno debe/debería rendir cuenta sólo ante la sociedad, porque su objetivo es la felicidad del pueblo (aunque suene excesivo, es así); y los poderes fácticos –sobre todo el económico– sólo aspiran a perdurar y a acrecentase dentro de su propia lógica, que presupone la desigualdad e incluso la genera sin pudores. De eso se trata.
Es así, redondeando: el gobierno, ocasional y transitorio en saludable democracia, representativo –se supone– de los intereses y de los deseos de la mayoría de la población, determina las políticas de Estado; los poderes fácticos permanentes –sobre todo los que manejan los sectores clave de la economía, el “ámbito” financiero, los medios de comunicación concentrados y las instituciones consolidadas, de la Iglesia a las Fuerzas Armadas– defienden sus intereses también permanentes: el beneficio privado a toda costa/costo en el caso de las empresas capitalistas, los privilegios adquiridos, en el caso de las instituciones.
Así, en nuestras sociedades y en esta época en que se ha naturalizado la ideología neoliberal de un capitalismo global, ultraconcentrado y salvaje, la lucha política por el acceso al gobierno y su conservación, o la desesperación por sustituirlo –a menudo, de cualquier manera– por otro afín, tienen que ver, casi exclusivamente, con acceder a la posibilidad de controlar las políticas de Estado, sobre todo las que tienen relación directa con los intereses (léase: los negocios, el lucro, el aumento de la ganancia) de los poderes económicos reales. Ese es el contexto general de lo que pasa.
En ese sentido, el papel que el gobierno le otorgue al Estado como regulador y mediador u olímpico prescindente, con todas las consecuencias sociales más o menos inmediatas que eso tiene, es fundamental. Y en sus efectos trasciende largamente la economía: implica un modelo de país/nación, y supone una cultura hecha a partir de determinados valores. Es una batalla con numerosos frentes conectados. Desde siempre.
Hay datos alevosos. Simplificando sin distorsionar: al poder real concentrado jamás le ha importado la legitimidad/moralidad del gobierno ocasional cuando las políticas de Estado, en lo que respecta a sus intereses puntuales, los han favorecido o no han tocado sus privilegios. Sin ir más lejos: en la dictadura coincidieron largamente el gobierno y el poder. Fueron uno: el gobierno de facto puso al Estado al servicio de los intereses económicos concentrados. Y esos sectores le dieron apoyo concreto, gente, cobertura/ocultamiento mediático. Sólo tras el advenimiento de la democracia, algunos aspectos del poder (y sólo algunos) tomaron distancia de los aspectos más siniestros de ese gobierno indefendible.
En los noventa, con el gobierno de Menem –el ubicuo peronista que con los votos de la gente y dentro de la legalidad democrática logró hacer cumplir los deseos más íntimos de la oligarquía tradicional, el gran capital saqueador y el Imperio–, el Estado llegó al más alto grado de servilismo ante el interés privado y de retirada criminal en sus deberes de contralor y salvaguarda del interés público. Y el desguace del Estado tuvo consenso y aprobación no sólo de los poderes beneficiarios directos sino de la opinión pública largamente manipulada: destrucción consciente de la red de ferrocarriles; apertura salvaje de la economía y destrucción lisa y llana de la industria nacional; vaciamiento y privatización de Aerolíneas; privatizaciones ladronas del resto de las empresas del Estado; invento de las AFJP, auténticas máquinas de robar; la precarización laboral; el intento de dolarizar la economía... Lo que no habían logrado los milicos lo hizo un gobierno elegido y reelegido por el pueblo.
Y ahí también: la venalidad y la corrupción de los gobiernos menemistas nunca fueron obstáculo para la adhesión incondicional del poder económico, que se benefició como nunca mientras el país se descapitalizaba casi casi hasta lo irreparable.
Es que para gran parte del empresariado argentino, para la banca usuraria asociada al capital extranjero y para sus defensores mediáticos, el Estado es, por definición y según las circunstancias, o una vaca que hay que ordeñar y saquear mientras te dejen, o un estorbo, una molestia que hay que eludir –con coimas, con evasión– cuando se supone que “no permite el libre juego de las fuerzas del mercado”. Es así: creer o reventar.
Por eso, cuando durante una década –con todas las salvedades, errores e inconsecuencias que se quiera– los sucesivos gobiernos elegidos por la gente han llevado y llevan adelante políticas de Estado (remito a la Presidenta, a Kicillof, a Mariotto en este caso) que intentan corregir, a contrapelo de las recetas neoliberales, el catastrófico estado de cosas que nos dejó el saqueo y tratan de revertirlo tocando, aunque sea apenas, algunos aspectos de los poderes concentrados e institucionales, pasa lo que pasa hoy: la más feroz intolerancia, la mentira, el ninguneo, la distorsión sistemática, el agravio y la difamación, la pretensión destituyente incluso. En otros tiempos, por mucho menos, se iba a golpear a las dóciles puertas de los cuarteles. Hoy hay que votar y confrontar ideas: es más difícil. Por lo tanto, la receta es destruir por descalificación. Y ahí parece valer todo.
Quiero decir, para que se entienda bien: no es que todas las falencias que se denuncien en la gestión del gobierno nacional –de la enquistada corrupción al clientelismo; del ocasional enriquecimiento ilícito al personalismo exacerbado o la puntual intolerancia– sean falsas. Claro que no: ha habido casos y pruebas y seguramente habrá más. Nada las justifica. Sin embargo, cabe señalar tres cosas. Primero, que las denuncias –sobre todo las de corrupción y afines– sólo han sido corroboradas por la realidad en una ínfima proporción, ya que el objetivo primordial del poder no es probar algo sino instalar la cuestión, convertir la sospecha o su formulación en un hecho en sí, rebotable, multiplicable en los medios hasta convertirse en versión. Segundo, que los motivos y hechos que se esgrimen para denunciar y descalificar no son –de últimas– el objetivo en sí, sino el medio elegido para interrumpir o modificar, de cualquier manera, el rumbo y la tendencia de los acontecimientos políticos.
Y tercero, lo básico: en la insistencia de atacar a la Presidenta de los argentinos y pintarla como “loca” o “desequilibrada” y negar la existencia de plan alguno en las políticas de gobierno se revela lo que el poder más teme y más le cuesta admitir: que hay un modelo de país en marcha y viable –que es cultural, político, económico y en gran medida contradictorio con sus intereses– y que hay una conducción firme, confiable y genuina: no hemos tenido muchos cuadros políticos con la formación y la envergadura intelectual de Cristina en ese lugar ocupado a menudo por asesinos, cagones y mentirosos que no dieron la talla.
En fin: disculpen los exabruptos. Y, para lo que viene –como se dijo el sábado– hagámonos cargo de lo que está en juego. Y seamos inteligentes.
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