Lunes, 7 de octubre de 2013 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona y León
UNO De tanto en tanto –muy de tanto en tanto– Rodríguez se permite y se promete y se arriesga a desaparecer en sí mismo. El espejismo de soñar despierto con que se puede volver a cero y a empezar de nuevo. Una idea que se pone en práctica muchas veces durante la infancia –cuando cada día es casi una vida entera– pero que se hace cada vez más difícil de pensar y de creérsela a medida que van pasando los años, ahí fuera, como sucesivas estaciones en el viaje de un tren que siempre, más tarde o temprano, irá a dar a una vía muy muerta.
DOS Sin embargo, en un tren –viajando por completo en un medio de transporte un poco pasado y un poco futuro, fuera de los sitios que se suele frecuentar– la fantasía y el milagro parecen más realizables y posibles. En tránsito. En trance. Pasajero y pasajero. Próxima estación: Dóndestoy.
Así, por cuestiones de trabajo –un cliente de la agencia de publicidad argento-catalana Tangoz tiene su sede en la ciudad de León– Rodríguez viaja al Lejanísimo Oeste español de un país que se enorgullece de sus kilómetros y kilómetros de veloces redes ferroviarias pero que, sin embargo, todavía se permite e impone trayectos de casi nueve horas sobre los rieles. Casi un periplo decimonónico. Más novela que cuento. No hay mal que por bien no vaya, se dice Rodríguez yendo. Y en la estación Sants de Barcelona, Rodríguez no compra periódicos del día y opta por el último número de la edición norteamericana de Vanity Fair. Este mes la revista –desbordando de páginas satinadas, gran parte de ellas publicitando artículos que Rodríguez jamás podrá comprarse y cuyas cuentas jamás llegarán a los escritorios de Tangoz– conmemora a lo grande su propio centenario. Es la elección ideal, razona Rodríguez, para irse de allí, de todo, dejarse ir. En su portada aparece una top model à la pin-up en retro-traje de baño de nombre Kate Upton. A Rodríguez –cuya educación sentimental en la materia pasa por aquellas semidiosas de los años noventa del pasado milenio– su nombre y sus curvas no le dicen nada. Y se acuerda de cómo un amigo suyo, días atrás, le comentó que uno se sabe fuera del ahora mismo y superado por la Historia cuando ya no conoce nada acerca del símbolo sexual del momento. Rodríguez siente entonces algo parecido a un golpe de aire frío y agudo clavándose en su nuca. La traducción física de un estado mental: la punta de la pluma posándose sobre la hoja de piel en blanco en la que comienza a escribirse, sin prisa pero también sin pausa, su acta de defunción. Es un segundo largo como una eternidad pero, por suerte, dura un segundo. Y Rodríguez ya está pensando y mirando otras cosas. Fotos de rostros que conoce y que aún –cruza los dedos– no ha olvidado: Katharine Hepburn, Audrey Hepburn. Y, ah, la antigua instantánea de una chica anónima y flapper conmemorando la década del jazz. Y que, por supuesto, a él le evoca e invoca al espectro íntimo y privado de su prima lejana en el tiempo y en el espacio: la prima argentina Mirta Rodríguez, a quien Rodríguez conoció durante un viaje adolescente a Buenos Aires. Pero Rodríguez nunca volvió a ver a Mirta aunque siempre la recuerda. Lo que en realidad significa que no puede ni quiere olvidarla. Y que cualquier excusa es buena para escribir su nombre, también, en ese papel en blanco, antes de que sea demasiado tarde porque, entonces, cuando la conoció, era demasiado temprano. El pasado lo condena, sí. ¿Y a qué condena el pasado? A pensarlo y a no olvidarlo y a revivirlo. Y el tiempo pasa tan rápido. Tan rápido como un tren –un tren que ruge rumbo a una ciudad llamada León– que ahora se adentra en esa borrasca perfecta y tan anunciada y que nunca empieza o acaba de llegar a Barcelona.
TRES El problema es que el efecto reciclante de la foto de la flapper-girl y el compromiso de Rodríguez con la idea de que todos se disuelva a su alrededor descarrila a las pocas páginas de la revista. Allí, feria de vanidades, de pronto y a traición, un largo informe para el deleite de los angloparlantes y lectores acerca de la cortesana relación entre Juan Carlos I y su “amiga entrañable” la milady Corinna. Entonces, de pronto, de nuevo, a toda velocidad, uno detrás de otro, los vagones de la realidad en círculo y a su alrededor. Centrifugándolo sin posibilidad de fuga. El vaudeville real encendiendo los motores del ahí afuera. Los ruidos que emiten Rajoy y sus alrededores. La crisis y cómo negarla. “Ya se ve la luz al final del túnel” como recurrente metáfora ferroviaria (la luz que puede ser la de un tren que viene en sentido contrario) o post mortem (el último chisporroteo de neuronas cansadas), quién sabe. Esas cosas. Rodríguez otra vez acorralado y sin saber cómo salir de allí, qué hacer, dónde ir. Y todo lo desvanecible se solidifica en el aire. Y el Rodríguez de ahora vuelve a ser el mismo Rodríguez de siempre. Pero, al menos, en otra parte.
CUATRO La reunión en León es breve pero no lo suficientemente breve como para un tren de regreso. Así que a pasar la noche allí. En lo desconocido pero, aun así, poco intrigante. Lo que no impide la sorpresa, lo inesperado. Leyendo el periódico local, Rodríguez se entera de que esa misma noche, una asociación literaria leonesa y de nombre antiguo y mítico –Leteo, río del Hades, cuyas aguas provocan la fresca sed del olvido– premia a un escritor extranjero, irlandés. A un excelente escritor del que Rodríguez leyó un libro y de quien se prometió leer más pero, claro, fue una de esas promesas frágiles, que se rompen. Aun así, Rodríguez llega al lugar del acto en cuestión y entra en el momento en que otro escritor, un argentino (“¡Mirta Rodríguez, si estás ahí da tres golpes!”, sonríe para sí Rodríguez, sin siquiera sospechar lo fantasmal que es ahora Mirta Rodríguez ni la inesperada encarnación en la que su espectro se prepara para visitarlo dentro de muy poco), lee un párrafo del escritor irlandés. El escritor irlandés se llama John Banville. Vaya a saber uno cómo se llama el escritor argentino que lee en voz alta un párrafo de un libro que se titula El libro de las pruebas: “Nunca me he acostumbrado a estar en esta tierra. Creo que nuestra presencia aquí es un error cósmico. Estábamos destinados a algún otro planeta lejano, al otro extremo de la galaxia. Me pregunto cómo se las arreglarán aquellos que estaban destinados a vivir aquí. Cómo les estará yendo en ese otro planeta. No: deben haberse extinguido hace años, porque cómo sobrevivir en un planeta hecho para contenernos”. A Rodríguez la cita le produce la extraña emoción que produce la excelencia, inalcanzable para uno pero en ocasiones tan cercana por virtud de otros. Concluida la ceremonia, Rodríguez se las arregla para unirse a la comitiva; miente que él también es escritor; y que lo suyo es “experimental, vanguardista, raro”; y que su apellido es “poco común y difícil de pronunciar”. Y bebe y brinda por el irlandés y a la mañana siguiente, subiendo al vagón de vuelta, con la cabeza rota por el alcohol, Rodríguez se dice que, por un rato, estuvo en otro planeta, en el planeta que en verdad le correspondía. Pero pocas cosas hay más pasajeras que un rato y el tren ya se aleja de su verdadero hogar para llevarlo de regreso a casa.
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