CONTRATAPA

Homo 1914

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO “¿Cuál es el número para llamar y presentar la denuncia de que otro número te está persiguiendo y alcanzándote y bombardeándote con fuego de mortero y asfixiándote con gas mostaza y acribillándote con fuego de metralla?”, se pregunta Rodríguez mientras intenta huir en vano del primero y guerrero y mundial 1914, aquí y allá y en todas partes. 1914 como año de estreno de lo que entonces se llamó Gran Guerra y no Primera Guerra Mundial; porque luego de semejante espanto nadie imaginó que podía insistirse con una secuela con aún mejores/peores efectos especiales . ¡Hey!: iba a durar un par de meses, pero duró cinco años y ahora cumple cien.

Feliz infeliz cumplesiglos.

DOS Y, así, el 1914 explotando sin cesar. En noticieros donde mandatarios del Nuevo Viejo Mundo ya se aprestan y hacen planes de campaña para la conmemoración en julio. En mesas de librerías donde se reproducen los ensayos y novelas que revisitan el conflicto con modales de enviados a otro planeta que alguna vez estuvo en este y sigue estando en algún loop espacio temporal. En suplementos especiales de periódicos (hace un par de semanas El País publicó uno muy bueno, en colaboración con The Guardian, Le Monde, La Stampa, Gazeta y Süddeutsche) donde se suceden las entrevistas a historiadores, políticos, a un tal Carlos de HabsburgoLorena (nieto del último emperador de Austria) que aclara que “No es cierto que mi familia sea culpable de esa guerra mundial”, y las preguntas a los poco centenarios y sobrevivientes de la partida que van quedando y cuyos rostros no tienen la textura de momias de faraones sino la de los esclavos que enterraban vivos junto a los faraones: el equivalente egipcio a esos pobres soldados que salían como escupidos del fango de las Ardenas o Verdún o Bolimov o Isonzo mientras sus generales peinaban sus absurdos bigotes y brindaban con champagne en el casino de oficiales, mirando mapas, moviendo fichas, jugando a los soldaditos.

TRES Y nada es casual y la historia se repite y días atrás Rodríguez enganchó por casualidad la película definitiva sobre el asunto (Paths of Glory, de Stanley Kubrick) y el emotivo videoclip de “Pipes of Peace” de Paul McCartney. Y no hace mucho Rodríguez leyó la excelente El hijo del desconocido, de Allan Hollinghurst, en la que un joven y no demasiado buen poeta, Cecile Valance, muere en el frente de batalla y entonces uno de sus poemas adquiere resonancia mítica. Misteriosamente, la Primera Guerra Mundial (tal vez por ya tener el aire nostálgico de un pasado casi inmemorial y más fácil de mitificar) genera hoy más ficciones que las guerras que la sucedieron e, incluso, a Rodríguez le resulta mucho más nutritivo releer El final del desfile, de Ford Madox Ford, y Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, o Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo (o, más cerca, la trilogía de Pat Barker o Un soldado de la Gran Guerra, de Mark Helprin) que Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, o De aquí a la eternidad, de James Jones, o Los jóvenes leones, de Irwin Shaw (Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, o Trampa 22, de Joseph Heller, son ya, aunque no lo supiesen entonces, novelas vietnamitas). Y, claro, la pregunta que late en el corazón de la novela (y en el cerebro de toda guerra) es hasta dónde podría haber llegado Valance de haber vivido para contarla y rimarla. Y qué habría sido de genios raros como el de AlainFournier de haber llegado al otro lado. O de Jules y Jim si no hubiesen vivido para pasarla mucho peor hundiéndose en las cenagosas sábanas de la belicosa y beligerante Catherine mientras Marcel Proust corría jadeando por los boulevards de París cuando, ahí arriba, los aviones “hacían apocalipsis en el cielo”. Y cuál hubiese sido el destino de tantos millones de inmensos desconocidos –o de tantos sobrevivientes irreconocibles y mutilados por sus heridas– a los que sólo les quedó el consuelo de esa malísima excelente idea: la Tumba del Soldado Desconocido frente a la que se arrodillarán en público, el próximo verano, todos aquellos poderosos que se paran en punta de pie para parecer más altos en las fotos.

CUATRO Y así, hechizado pero no tanto, Rodríguez desdeña voluminosos volúmenes globalizadores como The Sleepwalkers, de Christoper Clark, y se inclina por la brevedad ficticia pero verdadera e intimista de 14, de Jean Echenoz. Ambos, junto a tantos otros, restándole algo pero no mucho de espacio al megabestseller local desde inicios del 2013 Victus, de Albert Sánchez Piñol, que reconstruye con aires de gesta à la Victor Hugo, los números de otro año que este año no cumple cien sino trescientos: 1714, y la primera Guerra de Secesión española culminando con el asalto a Barcelona del 11 de septiembre que, por estos días, Artur Mas no deja de evocar y celebrar con aires un tanto desconcertantes mientras a Sandro Rosell no le queda otra que autoexpulsarse del Camp Nou de batalla. Así las cosas y todos los grandes interpretadores coinciden que la culpa de todo la tiene, siempre, el nacionalismo. Sarajevo fue, apenas, un día y un lugar. Y advierten de que Europa está cada vez más nacionalista. Y racista. Y que, cuidado, no hay dos sin tres.

CINCO Y el comandante Mariano Rajoy no va a perderse la oportunidad de uno de sus ya célebres comentarios/efeméride desorientados y lanza el obús de un “España ha salido de la trinchera de la crisis y combate ahora en el frente de la recuperación” sin comprender que la gente saltaba de la trinchera para morir en el frente. Y que la Bolsa no lo es todo. Y que el paro baja, sí, pero no porque se genera empleo, sino porque hay menos gente en el país buscando trabajo y cada vez más personas que se van a pelear su vida al extranjero. Y, por supuesto, pocos días después de su marcha triunfalista, las esquirlas de un cañonazo de pesos argentinos vuelven a poner a Rajoy en la posición que siempre le ha correspondido en el tablero y por la que sí hará historia: la retirada inmóvil.

Esa noche, Rodríguez –volverá a ello a finales de 1918, vaya uno a saber si seguirá dando guerra en el 2039 y 2045– lee algunas de las 300.000 páginas con testimonios atrincherados recién colgados por los National Archives británicos. Y Rodríguez mira fotos viejas pero inmortales de la primera guerra fotogénica y filmable en la Wikipedia (ésa del soldado montado con lanza y máscara de gas, mezcla de antiguo romano y futurista entrópico) y vuela como en triplano o dirigible con Google Earth sobre el presente de pasadas trincheras. Ahí están, ahí siguen estando: ahora se ven como jardines zen a ser premiados en el Chelsea Show, donde los árboles crecen firmes y sin descanso, o como señales para el aterrizaje de extraterrestres que se autodestruyeron. Ahí debajo, dicen, la tierra continúa envenenada, permanecen toneladas de explosivos que no hicieron boom, y se funden unos con otros los huesos internacionales de aquellos que pelearon vaya a saber uno por qué. Con el correr de los años y los siglos y los milenios, tal vez se conviertan en petróleo. Y sus descendientes pelearán y morirán por eso, en su nombre y memoria.

Descansen en guerra.

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