Martes, 18 de marzo de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO En un sueño modelo pesadilla, Rodríguez escucha cómo su hijo le propone “jugar al avión malayo”. Rodríguez le pregunta cómo se juega a eso. Y su hijo responde: “Es como el escondite, sólo que no te encuentran”. Y sin que Rodríguez pueda decir o hacer nada, su hijo se esconde. Y ahí va Rodríguez, preguntándose no ya algo que nunca le respondieron con precisión y claridad (¿cómo es que, para empezar, vuelan los aviones?), sino dónde estará ese avión. ¿En los mares que alguna vez surcó el siempre esquivo Sandokán, en Kiev, en las ruinas circulares y concéntricas de Carcosa, en el aeropuerto de Castellón o en cualquier otra de esas fantasmales y abandónicas pistas de aterrizaje en España? Y vagando por una casa que de pronto desconoce de memoria, Rodríguez no lo encuentra (a su hijo, al pasajero más querido en el turbulento viaje de su vida) por ningún lado, por ninguna parte. Y entonces su hijo, de tanto en tanto, le envía selfies telefónicos. Selfies en los que aparece flotando o hundiéndose en un caldo negro y espeso y tentacular que a Rodríguez le parece algo así como Cthulhu en su tinta. Y Rodríguez se despierta gritando justo cuando alguien comenta, en alguna parte, en cualquiera de esas pantallas de diversos tamaños, siempre encendidas, que “esto del Boeing 777-200 desaparecido parece sacado de Lost, ¿no?”. Y Rodríguez –agotado porque ya no quede nada del mundo real que, aparentemente, no remita a una serie de televisión– se encuentra en su casa de siempre, como de costumbre, tan feliz de estar allí, en ese lugar exacto donde hace tanto que se encuentra perdido.
DOS De ahí tal vez –de ese extravío existencial que de un tiempo a esta parte parece compartir toda la especie humana con dinero suficiente para mantener a ese nuevo miembro de la familia que es el idiotizante teléfono inteligente– esa compulsión por el autofotografiarse y autocolgarse y autoenviarse y autoautoarse sin pausa ni reflexión para así estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. Selfies, se llaman. Las fotitos de unito mismito. Mírame cómo me miro para que me mires. Obama en el funeral de Mandela, al culo de Kim Kardashian, a los desorbitados astronautas cuyos nombres ya nadie memoriza o recuerda, a los asistentes a la entrega de los Oscar convertidos en pizza-raciones-say cheese marca Samsung, a esos políticos norteamericanos de segunda fila tensando bíceps para sus amantes, a las famosas que frente a espejos negros posan desnudas para sus pequeñas y breves parejas y siempre acaban siendo filtradas y exhibidas para el gran y eterno público, y a la familia real griega. Todos compaginándose con mortales que, gracias a un click, se sienten revelados e integrados a una suerte de comunidad cósmica planetaria donde todos son iguales, por lo que dura un instante y la más instantánea de las instantáneas. Una y otra y otra vez. La vida privada de toda privacidad. Los reportes cada cinco minutos. Las idas y vueltas de un divorcio o las caídas y gracias de bebés entre los que –lee Rodríguez– se ha puesto de moda el nombre Heinsenberg por cortesía de Breaking Bad. La comunicación total para acabar transmitiendo que no hay mucho que decir. Entonces, claro, la desesperación competitiva por destacarse entre tanto sonido tonto y furia idiota, la delgada línea que separa al selfie de lo selfish. Así, hasta alcanzar la warholiana comunión de lo privado con lo público, del último archivo con la primera plana. Y de ahí la historia histórica e histérica detrás de infradotados con mucha memoria en la palma de sus manos, que se divierten fotografiándose en primer plano mientras atrás, a sus espaldas, alguien que ya no aguanta más se arroja desde el puente de Brooklyn sin saber que el más privado de los actos ahora se convierte en fenómeno viral, en otra parte de la epidemia.
TRES Y Rodríguez se entera que los hombres se autosacan más selfies que las mujeres. Y se pregunta si no debería sacarse uno para enviárselo a su hijo que, al otro lado de las cosas, soñado, sigue perdido y enviándole selfies con esa sonrisa temblorosa tan suya, tan de familia, de su padre. Y Rodríguez vuelve a cruzarse con otra entrevista a ese escritor que, desde titulares siempre encomillados, parece sólo hablar (más o menos mal) de las redes sociales y de los aparatitos adictivos. Pero, si se lee el cuerpo de la nota, en realidad habla de otras cosas. De libros, de escritores, de la vocación, de cosas que a los periodistas no parecen importarles mucho y que a los comentaristas en la red les importa aún menos. Porque lo único que comentan es lo del titular. Y ofendidos e indignados, insultan y condenan. Y entonces Rodríguez lo entiende y el entenderlo le produce unas ganas irresistibles de volver a dormirse para seguir buscando a su hijo. Lo que entiende Rodríguez es que hoy hablar mal de los teléfonos móviles que inmovilizan a la gente es algo comparable, para muchos, a cuando se habla mal de Dios. Y Dios, se sabe, es una manzana de la discordia disfrazada de manzana de la sabiduría.
CUATRO Y selfie es La Palabra. Su génesis se detecta en un foro on-line australiano del 2002; pero no demora en ser considerada una de las diez palabras de la década por la revista Time y palabra del año 2013 por el Oxford English Dictionary, que ya la ha sumado a sus filas de palabras. Y ya hay estudios sociopsicológicos que determinan que a mayor cantidad y emisión de selfies, una más profunda y acaso insuperable carencia afectiva y capacidad para relacionarse. Y todo eso –letra pequeña, cláusula invisible, la ilusión de que es uno quien tiene el control total de la propia imagen y semejanza– ya no es de uno aunque esté siempre tan cerca, a apenas un brazo de distancia, aquí y aquí y aquí y aquí también. En todos esos lugares en los que no estás tú, viéndome desde ese sitio en el que no estoy yo.
CINCO Rodríguez está ahora, de nuevo, entre sueños. Movido por pura electricidad de neuronas que, dicen, descansan en las noches de tanto raciocinio despierto entre las surrealistas y acaso simbólicas e interpretables sombras soñadas y horizontales. Pero a Rodríguez esa tercera parte no a ciegas pero sí con los ojos cerrados –comparada a lo que sus pupilas cada vez más dilatadas ven a lo largo de las otras dos partes de su vida– le parece cada vez más lógica, precisa, sensible, valiosa. Cada vez más soñada y menos de pesadilla. Ahí, por fin, Rodríguez llega a un claro de la jungla y ve el avión y su hijo sonriéndole desde la parte más alta de la escalerilla. Y a Rodríguez lo hace tan pero tan feliz que su hijo lo mire a él y lo salude con una mano que no sostiene un teléfono. Y, ah, cómo le gustaría a Rodríguez que hubiese alguien que les tomase una foto. Una foto como las de antes. Una foto en la que el fotógrafo no sale sino que se limita a hacer entrar a los fotografiados. Pero él y su hijo están solos. Así que Rodríguez cierra un ojo y lo abre y sonríe. Para sí mismo y a sí mismo, para no olvidar el momento, para fijarlo en su memoria, en su memoria interna y nada más que suya.
“Click”, piensa.
“¡Te encontré!”, grita.
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