Martes, 18 de marzo de 2014 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
En la política, como en la vida, muchas veces las coincidencias y los simbolismos restablecen la verdad, rescatan el pasado, reivindican la memoria, hacen justicia y muestran que los que creen que la realidad es mucho más rica diversa y sorprendente que la más delirante de las imaginaciones tienen razón. Es lo que acaba de ocurrir en Chile.
Primero, la hija de un militar torturado y muerto es reelegida como presidenta. Su frustrada adversaria es hija de otro militar, que comandaba la unidad donde su colega de armas y su amigo de toda la vida fue asesinado.
Segundo, terminada la elección democrática, en que la mandataria obtuvo el respaldo del 62 por ciento de los votantes, le toca recibir la banda presidencial en ceremonia solemne. Y la recibe de las manos de la presidenta del Senado, hija, a su vez, del hombre que soñó con llegar al socialismo por la vía pacífica y prefirió inmolarse antes de entregar el poder a los indignos.
Las hijas y sus padres tienen nombre: Michelle y Alberto Bachelet, Evelyn y Fernando Matthei, Isabel y Salvador Allende.
La primera presidirá Chile por los próximos cuatro años. La tercera presidirá el Senado. A propósito, Isabel Allende es la primera mujer en alcanzar la presidencia del Senado en sus dos siglos de existencia. Su primer acto oficial fue justamente dar la investidura presidencial a Michelle Bachelet.
A la otra, Evelyn Matthei, le corresponderá intentar no naufragar, con su fracaso y su resentimiento a cuestas, en las aguas plácidas donde yacen los olvidados.
En el momento cúlmine de la ceremonia, Isabel Allende le preguntó a Michelle Bachelet: “Señora presidenta electa, ¿jura o promete desempeñar fielmente el cargo de presidente de la República?”. La respuesta vino de un tirón: “Prometo”. No deja de ser significativo, en un país tan católico, prometer en lugar de jurar.
La segunda presidencia de Bachelet empieza con una amplia lista de problemas y desafíos. Para empezar, Chile es un país con un crecimiento económico robusto (el promedio de los cuatro años del derechista Sebastián Piñera es de 5,5 por ciento al año), pero igualmente es una de las naciones de mayor desigualdad social en un continente especialmente desigual. Hay que ver hasta qué punto Bachelet logrará corregir distorsiones como ésa.
Además, el panorama económico insinúa tiempos turbulentos: Piñera deja como herencia pocos recursos en caja, una moneda devaluada, una inflación cuyos niveles de presión permanecen tolerables, pero que podrán aumentar si los precios del cobre en el mercado internacional siguen bajando. Al mismo tiempo, son necesarias urgentes inversiones públicas en varios segmentos, empezando por educación y energía (Chile utiliza principalmente energía termoeléctrica, generada por petróleo y carbón).
La esperan, y con urgencia, una reforma educacional, una reforma tributaria y muy especialmente una reforma constitucional.
La actual Constitución chilena, de 1980, fue heredada de Pinochet, y por si ese estigma fuera poco, contiene huecos profundos y aberraciones absurdas. Los titubeantes intentos del derechista Piñera para imponer tenues reformas tropezaron con los más duros de su propio espectro político e ideológico.
Todos los desafíos ya conocidos y anunciados tendrán como punto de partida el trabajo de esas dos hijas de esos dos padres. Por primera vez en la historia chilena las presidencias de la Nación y del Senado son ocupadas por dos mujeres, las dos socialistas, las dos con un pasado trágico, víctimas de la más cruel y perversa dictadura que asoló a Chile.
Y más: de una dictadura de la que sobreviven pesados resquicios, tanto en la política como en la sociedad. El pinochetismo sobrevive a su abyecto creador y está esparcido por todos lados. También ése es un desafío a ser enfrentado por Michelle Bachelet.
País que cultiva con rigor los rituales más solemnes, Chile impone un protocolo severo a las ceremonias de investidura presidencial. A parte de la toma de juramento del nuevo mandatario por el presidente del Senado, no hay discursos, no se dice nada más que las rígidas palabras previstas por ley. No ha sido necesario. La sonrisa luminosa de Isabel, hija de su padre, Salvador Allende, y de Michelle, hija de su padre, Alberto Bachelet, alumbraron a todos.
Como una especie de rescate, una corrección de la historia, la suave, dulce venganza de la democracia. Así estuvieron presentes, en ese acto tan singular, Salvador y Alberto. Y todos los muertos y desaparecidos y todas las víctimas de la larga, horrenda noche, que se abatió sobre Chile y que, desde hace años, de a poquito se deshace en mañanas renovadas.
Falta mucho, por cierto. Hay que debatir cuestiones que van del aborto al matrimonio entre personas del mismo sexo, hay que ver qué hacer para que se recupere la educación pública que supo ser ejemplo para los vecinos, que se restablezca la salud pública. Falta mucho, pero es mucho lo que se avanzó. Que la historia siga escribiéndose a sí misma de coincidencia en coincidencia, de simbolismos en simbolismos.
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