Lunes, 22 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Juan Sasturain
Volví este fin de semana, tras deliciosas y cansadoras escalas literarias en Chivilcoy y Las Flores, a Mar del Plata. Y una vez más –no sin cierta vanidad y renovado placer– ante el requerimiento de diversos interlocutores, agentes mediáticos o simples lectores / curiosos vocacionales, debí hablar y dar detalles acerca de Dudoso Noriega, la novela que publiqué meses atrás tras adelantar numerosos fragmentos en este mismo lugar del diario, y que transcurre precisamente en esas trajinadas costas que frecuenté tanto de pibe.
Claro que en el fondo la cosa no fue tan así, como la cuento ahora. La verdad es que con tal de no tener que agarrarme a trompadas por el tema de la deuda, los buitres y sus alcahuetes locales o comentar la audaz chicana de Víctor Hugo respecto de vivir en la villa, o de sentar una vez más posición acerca de Riquelme/ Bianchi y otros lugares comunes, preferí –como hago ahora, alevosamente– hablar de otra cosa. De literatura, si se quiere. O peor aún: de lo que me ha tocado escribir. Por eso, con este pretexto que no deja (por admitido) de serlo, paso a dejar constancia de un puñado de precisiones sobre las circunstancias creativas de un relato del que –parafraseando al querido Marechal respecto de la Patria– no volveré a hablar, al menos en estos términos.
Primero, cabe confirmar la información de que estuve más de veinte años lidiando en mi cabeza con las situaciones y los personajes de esta historia que involucra los avatares e idas y venidas de dos bañeros de la playa Popular –Dudoso Noriega y el Falucho Burgos–, desde los años cincuenta hasta comienzos de los noventa. Tengo fechado el arranque de La verdadera historia del Combo Catarata –tal el título original de una de las historias– en una libreta de 1992, justo después de escribir Los sentidos del agua. Tal cual. Era el proyecto siguiente. Con algo menos de una veintena de páginas escritas con ese tema, Juan Forn me contrató el libro para la excelente Biblioteca del Sur, que él dirigía en Editorial Planeta, en 1994. Y me dieron unos mangos de adelanto incluso. Después de un par de años devolví el anticipo: no podía con la historia, me dedicaba a escribir cualquier otra cosa menos eso. A partir de ese momento fui publicando libros y libros, novelas y volúmenes de cuentos, mientras los bañeros siguieron ahí, haciendo la plancha. Al final, hacia 2012 y 2013, al menos una parte de la historia, la del Dudoso Noriega, se fue dejando escribir. Entregué el original definitivo en la primavera pasada, hace exactamente un año o pocas semanas menos, y el ducho editor Roberto Montes, de Editorial Sudamericana, se encargó en convertirlo en el lindísimo objeto digno de lectura que fue. Salió en diciembre del año pasado.
Una vez más: los personajes son bañeros, no guardavidas ni socorristas. Son anteriores a la tecnología y a la misma nomenclatura culposa que ha hecho desaparecer a oculistas, dentistas y pedicuros para llamarlos oftalmólogos, odontólogos o podólogos, esas pelotudeces. Son vocacionales, enteros, puro oficio y entrega absoluta a un laburo que les marca la vida, les da incluso una filosofía, una manera de entrarle al mundo desde la sabia precariedad de su experiencia: saber del mar y de la gente, hacer de las banderitas un código que va más allá de riesgos y pareceres. El Dudoso –de ahí el apodo de Salvador Noriega, un paisanito de Maipú que se hace al oficio– convierte al semblanteo del mar en una clave universal para leer el mundo. Y al aplicarlo a las minas, se supone que fracasa. Nunca es fácil.
El proceso de escritura fue tan largo y cambiante que llegué a intuir / experimentar que, contra lo que se cree, el problema básico (el único) del escritor es sentarse. Y el logro mayor, la satisfacción máxima del narrador, es poner el punto final. Lo que sigue o no –publicar y ver el libro en la librería– es otra cosa, de otra naturaleza. En cambio, andar veinte años con una historia y numerosos personajes en la cabeza que crecen, hacen cosas, cambian, te sorprenden, es literalmente extraordinario. Porque –ya lo hemos dicho y nunca ha sido más claro que en este caso para mí– uno escribe para enterarse qué pasa... Y es bárbaro enterarse de a poco. Hay que tener paciencia. Uno cambia y los personajes –en el ínterin– también. El hecho de haber ido publicando fragmentos, situaciones y algunas escenas que cerraban como cuentos en este mismo espacio de los lunes me sirvió para motivarme. Al mismo tiempo me creó una obligación. Y supongo que fue una manera de exigirme para seguir.
En cuanto a hechos, circunstancias y personajes, la novela es básicamente invención pura. Usé como escenario y fuente para inventar situaciones lugares y personajes la Mar del Plata que conocí de pibe –viví allí entre 1955 y 1960: de los diez a los quince– y a la que seguí yendo por décadas. Vivía en un hotelito de avenida Independencia, iba a Punta Iglesia, a los cines Opera, Atlantic... Pero la historia no tuvo ni quiso tener fuentes documentales: es todo absolutamente inventado o delirado a partir de ciertos datos reales. Dudoso Noriega está escrita desde el desconocimiento y la invención: nunca he hablado con un bañero, todas las historias policiales –los canas, el cabarute, los pibes que huyen del reformatorio, etc.– son imaginarias. Sin embargo, creo que está el ambiente y el clima de la época. Fue la primera vez que escribí una novela basándome en cosas que conocí de cerca. Además, la novela está dedicada al pelado Ricardo Marcángeli, mi profesor de Castellano e Historia en el comienzo del secundario, el que me enseñó a leer. Ricardo –que luego fue un notable pintor, uno de los mejores de Mar del Plata– fue un maestro y más que eso para muchos muchachos de mi generación.
El personaje del Dudoso Noriega, el bañero ejemplar, tiene otro laburo, como todos los bañeros: es primero caramelero y después acomodador del cine Atlantic. En esos años, ese cine de reestrenos y continuado, en la avenida Luro, era famoso por sus días de tres y cuatro películas de aventuras. Disfruté mucho ahí. Y eso está. Pasa de todo en el Atlantic. Me parece que todo el cine de género de la época, para muchos de los personajes, funciona como alimento del imaginario posible de sus vidas. Que eran las nuestras, claro.
La novela –lo he aclarado reiteradamente– no es policial, pero tiene balazos frente a los Lobos, tiene un crimen culposo que sucede en los pasillos de Los Gallegos, tiene una cárcel de Batán en los años sesenta absolutamente imaginada, tiene un enigma con desaparición en el mar en el verano del ’73 y tiene la –en principio no prevista– aparición de Etchenike en el último tercio del relato. Hay aventura y misterio arrastrado a lo largo de décadas, pero no es policial en tanto y en cuanto cuando el Veterano irrumpe, hacia fines de los setenta, sabe menos que los lectores, que conocen a los personajes y todo lo que han vivido desde hace años. Es la invasión de un personaje de género en una novela que no lo es. En realidad, es como si Sherlock Holmes se metiera en el último acto de Hamlet e investigara, o el Padre Brown apareciendo sobre el final de Crimen y castigo. Guardando las distancias, claro.
Un dato final que siempre aparece en las consultas es la referencia al tono. Claro que el humor está siempre presente. Es lo único que nos puede salvar del pecado mayor de todo escritor / narrador: la solemnidad. Y su consecuencia fatídica e imperdonable: el aburrimiento, pecado capital del efecto de escribir, producto de tomarse demasiado en serio. Sólo nos preocupa –pero no mucho– que se confunda solemnidad con seriedad y humor con superficialidad. Suele ser al revés. Todos nuestros grandes escritores han sido –a la vez– capaces del más sutil humor: Borges, Cortázar, Girondo, Bioy, Marechal, Conti, Walsh, Arlt, Soriano, para no hablar de otros grandes no reconocidos adecuadamente como Dolina o Fontanarrosa... En este sentido, Dudoso Noriega es –entre otras cosas– una novela en la que está permitido reír y en esa tradición de relatos que le gustaría inscribirse.
Y hasta acá llego. Hasta acá el pretexto del ombligo decorado como tema. Afuera, los buitres están tratando de desgarrar el gorro frigio y picotean las manos hermanadas que sostienen el palito, la pica del escudo nacional. Adentro, los teros alcahuetes de siempre les hacen el lúgubre coro de los profetas del odio que mentaba Jauretche.
Con perdón: permiso para vomitar.
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