Martes, 23 de diciembre de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Y centella. Rodríguez en el AVE a Madrid. Una vez más. A trabajar, a ser trabajado. Ida y vuelta en el día. Como un relámpago que no sabe dónde caer pero ahí va y ahí llega y a las pocas horas volverá a la nube de la que se precipitó o fue arrojado. Pero esta vez el viaje tiene un atractivo: Rodríguez –entre citas– va a tener tiempo libre y suyo; y ya sabe en qué va a gastarlo y ganarlo. Ahora, el tren AVE que pega esa última curva al entrar en la ciudad y ahí fuera el horizonte bajo de techos rojos roto por eso que se destaca como hito retrofuturista: el edificio enrelojado de Telefónica. Y, allí dentro, el inmortal fantasma Nikola Tesla esperando a Rodríguez que no puede esperar a que llegue la hora de entrar ahí.
DOS El serbio Nikola Tesla (Smiljan 1856-Nueva York 1943) es el motivo de una muestra en la Fundación Telefónica, en los altos de un edificio que se parece bastante a ese New Yorker Hotel donde, suite 3327, Tesla se desenchufó sus últimos diez años de vida. Mucho room service, pocas horas de sueño dormido y demasiadas de sueño despierto. Cada vez más parecido a un alien crepuscular y muriendo su último minuto sin que nadie escuchase sus últimas palabras y cambio y fuera. Fin de la transmisión a seis meses de que se le diera la razón en cuanto a que él y no Guglielmo Marconi había inventado la radio. Justo antes de que agentes del FBI llegasen allí y se llevasen papeles desde entonces top-secret, tal vez revelando secretos definitivos sobre rayos de la muerte y palomas telepáticas y campos magnéticos. O quizá no encontrasen nada salvo el interruptor para encender los motores de una buena historia. Una historia eléctrica y electrizante. Una historia a contar e imaginar hasta el fin de los tiempos porque –Tesla dixit– “el presente es de ustedes pero el futuro, por el que tanto he trabajado, me pertenece”.
TRES Ahora, en su futuro, Tesla es a Thomas Alva Edison lo que The Kinks son a The Beatles. Pero lo que Rodríguez escuchó en el tren a Madrid fue la nueva/otra/todos juntos ahora/una vez más antología del camaleónico compulsivo y relampagueante David Bowie titulada, irónicamente, Nothing Has Changed. Y, ah, piensa Rodríguez, la astucia de casting de Christopher Nolan, en su momento, de fichar a David Bowie en The Prestige para que hiciese de Tesla en su reino privado de Colorado Springs. Porque Tesla –como Bowie, con su aire de elegante y tan glam-fashion extraterrestre terrenal– tenía algo de listo y de vampírico y de reformulador y de freak de feria. Porque Bowie –como Tesla, su rostro tatuado con zigzagueante rayo z de Ziggy– ha sido un ladrón robado y un paciente generador de su propia leyenda como bobina de movimiento perpetuo dejando espacio para que sus acólitos llenen los agujeros negros y completen los espacios vacíos.
Y, claro, jugar con el mito propio –reclamar el puesto de creador y, también, el de criatura– es algo a lo que ni siquiera se atrevió Viktor Frankenstein en esos laboratorios en blanco y negro en los que destellaban, con especial afecto, los efectos especiales imposibles que se volvían instantáneamente verosímiles, cortesía de esas maquinaciones de Tesla tan vistosas, tan cinematográficas, tan relampagueantes, tan ¡oh! y tan ¡ah!
CUATRO Y, claro, Tesla habló mucho y escribió más y profetizó el teléfono móvil y hoy es automóvil eléctrico de luxe y referencia multipop y contraseña entre freakies paranoides-conspirativos y geek-fans de They Might Be Giants, en cuyo clip de “Tesla” (https://www.youtube.com/watch?v=rB3OvlMiLo), el hombre aparece skateando por las calles de Manhattan y meando en la Tesla Corner, 40th St. y 6th Ave. Y, sí, Tesla perdió la razón de ser para los demás, patrocinadores cada vez más atemorizados por sus planes y planos incluidos. No importó que ganase la feroz guerra de las corrientes (que resultó apenas una batalla, continua versus alterna, Westinghouse Electric contra General Electric) con el más práctico y astuto y mejor relacionado y veloz a la hora de llegar corriendo a la oficina de patentes Edison, quien rió último y mejor. Así, en una carta al magnate J. P. Morgan, Tesla lamentándose como un desorbitado Major Tom: “Mis enemigos se han salido con la suya: han convencido al mundo de que soy un poeta y un visionario”. Y, pobre Tesla, él sólo quería ser un científico más nobelizable que novelty. Y así hoy –paradoja, ironía– los cada vez más numerosos teslanianos lo adoran por todo aquello que él odiaba: su perfil de truco misterioso y fenómeno circense.
Todo esto y mucho más allí, en las vitrinas de la exposición Nikola Tesla: Suyo es el futuro que ha probado ser la más visitada de ese espacio hasta la fecha. Y a Rodríguez no le extraña: nada resulta más atractivo que la odisea de un luminoso perdedor que triunfa como el más grande invento de sí mismo, tantos años más tarde, y que se enciende cada vez que se menciona su apellido.
CINCO En el tren de regreso, Rodríguez lee Revival, la nueva novela de Stephen King. Relámpagos en la portada y adentro un religioso y pastor sin rebaño de nombre Charles Jacobs que se vuelve loco luego de una tragedia familiar. Y de ahí la búsqueda y hallazgo de una nueva forma de electricidad –la potestas magnum universum como traicionera pata de mono energética– que ayude a ver qué hay más allá de la vida. Y Rodríguez –quien sigue a King desde Carrie– hacía tiempo que no temblaba tanto con este escritor. Desde Cementerio de animales. En Revival se invoca varias veces el nombre de Tesla y se afirma que la energía nuclear es para maricones y que lo único que vale e importa es la electricidad. La electricidad que corre por nuestras paredes y nuestros cuerpos sin que comprendamos muy bien cómo pero ahí está. Prendiéndose y apagándonos y el alucinante King y su alucinado protagonista evocan tiempos en que el mundo estuvo poblado –ya no queda unplugged vivo– por gente que nació sin electricidad y que moriría con todas las luces de su casa encendidas, suspirando por última vez y por las dudas, aquello de “veo una luz”.
SEIS De vuelta en Barcelona, bajándose del tren eléctrico y caminando desde la estación hasta su casa, Rodríguez se distrae pensando posibles aplicaciones eléctricas de esa energía oscura postulada por King. ¿Electrocutar al centenario Platero como Edison electrocutó a la elefanta Topsy? ¿Resucitar las cenizas de la duquesa de Alba y los huesos del Che Guevara cuya imagen se prepara a ser desembargada y privatizada? ¿Sentar en la silla eléctrica al cada vez más mitómano o enchufado Pequeño Nicolás? ¿Borrar el relámpago en la frente del retornado Harry Potter y el relámpago en el pecho del aggiornado The Flash? ¿Enfrentar al body electric con the ghost of ‘lectricity? ¿El petróleo es para maricones? Tal vez, mejor, piensa Rodríguez, pensar en cualquier otra cosa mientras avanza bajo todas esas luces verdes y arboladas y navideñas y encendidas en nombre del creer en lo que sea, en lo increíble, en poderes superiores y en energías milagrosas y en ondas que nos empujan sin cesar, del pasado al futuro, como botes contra la corriente eléctrica.
Felices Fiestas.
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