Lunes, 16 de febrero de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Nos hemos detenido antes, varias veces, en señalar estas maravillas. Me refiero a los equívocos provocados por la pronunciación o la recepción inesperadas de nombres propios que se difuminan en el intercambio comunicativo. Suena raro, dicho así, pero no lo es cuando se ven ejemplos. El primero es literario y famoso como el hermoso libro que lo contiene. En Un Julio habla de otro, Cortázar se refería con cálido fervor amistoso al pintor y dibujante Julio Silva, cómplice en la realización de La vuelta al día en ochenta mundos, uno de sus libros más originales y menos releídos, acaso porque se asume como un rejunte libre de varia invención.
En ese texto memorable, Cortázar cuenta que cuando lo conoció una noche de 1955 –caído como rayo o paracaidista en gallinero en su departamento de París–, este locuaz y plástico Silva se pasó el rato y las vueltas de bebida, la noche entera, hablando de Sara. De las cualidades revulsivas de Sara; de su radical postura teórica, nihilista, que subvertía todos los parámetros de lo artístico concebido hasta entonces; de la capacidad de Sara para revolucionar lo establecido. Al final, quedaron todos tan absortos como abochornados: ¿quién carajo era esa mina tan original y revolucionaria que con sus planteos conmovía los cimientos del arte occidental y que nadie ahí conocía ni se animaba a preguntar? Al final se desayunaron, tarde y mal, con que Silva había estado toda la noche hablando de Tzara, de Tristán Tzara, anarca patriarca de Dadá. Y nadie había preguntado nada, claro que por mal entendido pudor, por no quedar como un desinformado, con el culo (intelectual) al aire.
A mí me pasó algo no exactamente parecido pero de índole similar cuando hace muchos años conocí al querido y talentoso Felipe Hernández Cava, responsable de la revista Madriz en los ochenta, uno de los guionistas de historietas y estudiosos del género más importantes de España y de la lengua. Fue cuando le pregunté, refiriéndome al seudónimo El Cubri, que había utilizado a partir de mediados de los setenta para firmar sus historietas de Serie Negra junto al dibujante Pedro Arjona: “¿Qué es El Cubri, Felipe? –le dije–. ¿El nombre de un torero, de algún bandolero andaluz, de algún cantante de flamenco?”, porque así me sonaba. Me miró como si no me conociera, como si fuera tan obvia la respuesta como tonta mi pregunta. “El Cubri, Juan, es un homenaje al Stanley Kubrick, el director de Doctor Insólito, el de 2001 odisea del espacio.” Qué bárbaro, Felipe. Me río cada vez que me acuerdo.
Todas esas sensaciones se me volvieron a despertar hace unos días cuando conocí –una vez más en España, en este caso en Barcelona– al impagable Enrique Ventura, humorista, dibujante, narrador de los buenos. Enrique por años formó tándem creativo con Miguel Angel Nieto; acaso alguno recuerde o conozca las memorables series Y es que van como locos o Grouñidos en el bosque, de Ventura y Nieto. Fueron estrellas en El Papus, en El Jueves y en todos los medios en que firmaron sus invenciones. Y sigue laburando, claro. Ventura es un todoterreno creativo envidiable, de un humor veloz, repentista, infalible.
Como tiene sus / mis años, junto a otros amigos comunes disfrutamos una larga sobremesa hablando de cine, de películas de género, de autores de westerns, de seudónimos, de actores. Y fue en determinado momento –creo que evocábamos alguna secuencia de Duelo de titanes, una secuela más del episodio del OK Corral de Tombstone– que me contó algo maravilloso. No hacía mucho había tenido que explicarle a alguien más joven a qué actor se refería (creo que estaban hablando de Dos semanas en otra ciudad) y para identificarlo le dijo, casi inconscientemente, como si estuviera en los cincuenta mirando el programa de cine (va en fonética): “Kirk Duglas” –y como el otro lo observó con cara de pescado, completó–: “El padre de Maiquel Daglas. Y ahí el otro entendió. Extraordinario.
Y es exactamente así: uno es Duglas, el otro, Daglas. Amamos algunas de las películas de Kirk Douglas, de los cincuenta sobre todo; disfrutamos mucho de su mentón partido y de su sonrisa ganadora. Parece que fue siempre un hombre de principios. Mi viejo me contaba, de pibe, El triunfador, la del boxeador que se quiebra las manos –creo que es de Mark Robson– y a mí después me gustaron otras, además de Duelo de titanes. Estuvo bien cuando hizo de Van Gogh con Minnelli, y también en La patrulla infernal y en Espartaco, las que hizo con El Cubri, como diría Felipe. Y Michael tuvo y tiene siempre lo suyo, también. Fue creciendo, y después de lidiar con varias yeguas pesadas como Glenn Close y Kathleen Turner en películas tremendas, es lógico que tuviera Un día de furia. Y está muy bien ahí, sacado. Digno hijo de Kirk.
Lo curioso o no es que no son “Douglas”, ninguno de los dos, con ninguna fonética. Son Danilovich. En 1916 nació en el Estado de Nueva York (y vive todavía, al filo de cumplir el siglo) Issur Danilovich Derusky –judío y pobre, como casi no podía ser de otro modo– el que sería Kirk Douglas. O Duglas. En 1944 nació –de Issur Danilovich y un poco más cómodo– Michael Kirk Danilovich, el que sería y es Michael Douglas. O Daglas.
Salen juntos, a veces y sinceros, en fotografías de esas muy retocadas. Como sus vidas.
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