EL PAíS › OPINIóN

Nisman, la pantalla

 Por Eduardo Aliverti

El 20 de mayo de 1998 se suicidó Alfredo Yabrán. Hay algunas similitudes pero, sobre todo, diferencias notables entre aquel episodio y el de la muerte de Alberto Nisman. Reparar en ambos aspectos puede ser un buen conducto analítico para evaluar las circunstancias actuales y permitirse después ciertas preguntas o afirmaciones que, además de interpelar a sectores políticos y judiciales, lo hagan con nosotros mismos. La sociedad no es un todo homogéneo, desde ya. Estamos hablando de la sociedad interesada en el tema o de la que se manifiesta como tal.

Dicho genéricamente, nadie creyó que Yabrán podía haberse suicidado pero tampoco que lo hubieran asesinado. La certeza popular consistía en que el cadáver era de otro, y que el mafioso estaba a buen resguardo en algún lugar que jamás se revelaría. Aún hoy, a pesar de la certificación absoluta de que el muerto era él por obra de suicidio, hay gente creída de que el tipo anda por ahí, con otro rostro, disfrutando de una fortuna calculada en 600 millones de dólares. Son esos mitos y leyendas urbanas que siempre existirán, no sólo por la necesidad de funcionar como entretenimiento sino también porque suele no confiarse en el desquicio total de poderosos gigantescos. Una similitud con el caso de Nisman es que la duda central –o, quizá, mejor dicho, la propagada– pasa por el cómo. Cuando Yabrán, se trataba de adivinar con quiénes y de qué forma se las había arreglado para montar semejante simulación. Con el fiscal, es lo mismo pero aplicado a terceros. ¿Cómo lo hicieron? Pero una de las diferencias sustanciales es el porqué. Yabrán estaba mediáticamente cercado y a punto de ser detenido por ordenar el asesinato de José Luis Cabezas. No había ninguna duda sobre los motivos de su accionar, cualquiera hubiere sido. El porqué de la hasta ahora “muerte dudosa” de Nisman, en cambio, abre un abanico de hipótesis entre el suicidio a secas, el inducido y el asesinato. Sin embargo, hay una diferencia más grande todavía. En los primeros momentos y días posteriores a la muerte de Yabrán, debe admitirse que cualquier especulación tenía su dosis de lógica. O de alguna verosimilitud. Pero respecto del fiscal, es inconcebible desprender que alguien del Gobierno manda matar a un hombre que a las pocas horas declararía en contra del oficialismo, nada menos que en el Congreso Nacional y para producir el hecho del que casi toda la prensa estaba pendiente. Ese raciocinio va incluso más allá de que las pruebas a presentar por Nisman eran y son un mamarracho inclasificable, del que dieron cuenta con su mutismo los propios juristas de la oposición. No se escuchó ni leyó que alguno de ellos saliera en defensa del escrito del fiscal, porque profesionalmente es imposible hacer eso con un documento que copia y pega testimonios incapaces de aportar una sola prueba.

Este comentarista no tiene intenciones de sumar sospechas a las incontables que circulan. No quiere hacerlo ni en cuanto a sus presunciones personales ni en torno de las que le surgen por las fuentes que maneja. Le interesa muchísimo menos agregar o reforzar datos y deducciones periciales, incluyendo las más básicas que brotan de la causa. Esto no es solamente porque ya tenemos demasiado con la montaña de basura, relatos novelados, pseudoespecialistas y operadores que fluyen a toda hora. Por cierto, hay también quienes encaran el tema con seriedad técnica. Muy pocos, si es que hablamos del seguimiento periodístico de la causa propiamente dicha. Algunos colegas de este diario, La Nación y Tiempo Argentino. Unos más en la radio; en algún blog. Se hace difícil encontrar quién en la televisión, pero tal vez es el prejuicio por el agotamiento y el rechazo que genera ese medio porque en él, y en los foros de las redes, queda concentrado lo peor de lo peor. Tenemos que hablar puramente de política, entonces, porque todo el resto es jugar al detective tocando de oído o simplemente admitir que hay esos pocos, mejores que uno, para adentrarse en los vericuetos investigativos. O en las internas del mundo judicial. Abordar sólo la política significa aplicarse a la data impresionantemente obvia que emana de los hechos comprobados, porque es lo que permite discernir quiénes juegan a qué en medio de esta tragedia. Ha debido ser la mismísima exesposa de Nisman, la jueza Sandra Arroyo Salgado, quien rogó en el Senado contra la sobreexposición mediática del tema. Y lo hizo en una audiencia pública convocada por la oposición, a la que le extendió las generales de la ley por su manejo del suceso. Todavía no se sabe quiénes habrán tomado nota de su pedido entre la dirigencia política, pero es seguro que hubo oídos sordos en su comandancia mediática. En una columna de hace pocos días, uno de los editorialistas de Clarín empleó un promedio de tres potenciales por párrafo para especular sobre cómo el Gobierno empioja las cosas. No resistiría un examen básico en un periódico de barrio. Pero esto no es periodismo. Contra ese tipo de negocio, político, arremetió la madre de los hijos de Nisman. Y en cotejo contra actitudes como la de Jorge Capitanich, al romper un diario frente a cámaras, hay una lista extensa de perversiones mucho más profundas, que demuestran con objetividad aquello de quiénes juegan a qué.

Alberto Nisman reportaba directamente a los servicios secretos de Estados Unidos e Israel, a través de sus embajadas aquí y de la franja de los espías locales encabezada por Antonio “Jaime” Stiuso. Las pruebas son abrumadoras y están publicadas en el Argenleaks de Santiago O’Donnell, si es que no bastaba –y claro que no debía bastar– con que sus relaciones eran conocidas y comentadas en voz alta entre el mundillo político y diplomático. Las órdenes directas a Nisman eran no investigar la pista siria ni la conexión local, y dar por cierta la culpabilidad iraní. Llegó a corregir un dictamen por exigencia de La Embajada, a la que le anticipaba sus decisiones y a la que agotó con sus pedidos de disculpas por no advertir que pediría la captura de Carlos Menem. Un fiscal que respondía a una potencia extranjera para que, hoy, otro grupo de fiscales, algunos de los cuales afrontan denuncias y sumarios en causas que incluyen el encubrimiento del atentado a la AMIA, convoque a una marcha en asqueante nombre de la Justicia independiente y del esclarecimiento del crimen. Ni siquiera hace falta recurrir a la chicana fácil de que a los convocantes se adosaron Luis Barrionuevo y Cecilia Pando, o un arco opositor prácticamente completo que, a sabiendas de cómo operaba Nisman, jamás se escandalizó. Por supuesto que el Gobierno también sabía y dejó correr, hasta que el memorándum de entendimiento con Irán empezó a pudrir el escenario –digamos– con la línea Stiuso que dirigía a Nisman. En lo sustancial, ése fue el umbral de los carpetazos serviciales y operaciones de prensa que comenzaron a sucederse contra el kirchnerismo. Lo novedoso no fue eso, sino la frecuencia y origen preciso de los ataques. Cristina terminó por descabezar la cúpula de los servicios y encarar una reforma de su funcionamiento, cuyo debate fue rehuido por la oposición. Su lugar no es el Congreso. Ni la calle, salvo espasmódicamente. Son los medios.

Fue falso que el memo con Irán contemplara precondiciones de impunidad y fue comprobadamente ridículo que se tratara de conseguir petróleo. Fue falso que se incrementaran las exportaciones con destino a ese país, en curva descendente desde 2010. Fue falso que la Argentina solicitara la caída de las alertas rojas para beneficiar a los iraníes acusados, según confirmó Interpol. Fue falso que Sergio Berni hubiera llegado antes que nadie a la escena del crimen. Fue falso que hubieran pertenecido a la SI los dos supuestos agentes denunciados en la denuncia de Nisman. Lo más agotador no es esta lista incompleta de falsedades, sino el modo abierto en que se es capaz de ignorarlas hasta el extremo de que otro fiscal opositor redobla la apuesta. Gerardo Pollicita fue secretario del fiscal provincial Raúl Pleé, uno de los convocantes a la manifestación del miércoles próximo y acusado por el CELS y Memoria Activa de cajonear la citación de los imputados por encubrimiento del ataque a la AMIA (la conexión local). Es el mismo Pollicita quien cerró la causa de Gustavo Beliz contra Stiuso. Su pedido de investigación, bien que no imputación, era movida única. No podía hacer otra cosa so pena de que el panfleto de Nisman se cayera. La lectura política no es ésa, sino que la operación viene de atrás. Podrá ser ya un lugar común pero es muy difícil, a esta altura, resistirse a pensar en la plena marcha de un golpe judicial, encabezado formalmente por la parte de la Justicia, que afirma estar viviendo en una dictadura que la maniata. El golpe mediático es aún más obvio. Y al económico tuvieron que dejarlo para más adelante, porque el Gobierno contragolpeó bien, porque no les dio el piné y porque, en todo caso, les resulta más funcional operar desde Comodoro Py.

La opinión del firmante es que la frase de la Presidenta sobre la convocatoria para el miércoles fue desafortunada, dado el muerto que hay mediante. Pero, por fuera de la circunstancia, cabe acordar con que convocan al silencio porque no tienen nada que decir, o porque no pueden decir lo que verdaderamente piensan. ¿A qué llaman? ¿A que la Justicia actúe con las manos libres? ¿Más todavía? El fiscal Ricardo Sáenz, uno de los convocantes, es el jefe de Viviana Fein, quien lleva adelante la causa. ¿Marcha para pedirse justicia a sí mismo? No es el esclarecimiento de la muerte de Nisman lo que hay de por medio. Es otro golpe de una derecha insaciable. Inorgánico, pero golpe al fin. Alberto Nisman es la pantalla de una acción que se pretende desgastante, y que sólo podría parangonarse con la rebelión gauchócrata. El Gobierno superó aquel intento de 2008 con una iniciativa política y capacidad de movilización que también trascendieron a la derrota de 2009. El escenario actual le sugiere la misma receta.

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