Martes, 24 de febrero de 2015 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Ahora, en la oscuridad, nadie habla pero todos se mueven nerviosos en sus butacas. Rodríguez no puede verlos más allá del reflejo de la pantalla sobre sus rostros; pero puede sentirlos, mucho. Como en una orgía en penumbras donde, de más está decirlo, nunca estuvo. Lo más cerca que estuvo Rodríguez de una orgía fue el asiento de atrás de un auto de su adolescencia donde una parejita de amigos hacía de las suyas mientras él miraba por la ventanilla. Esto, ahora, es como el asiento de atrás de un auto gigante. Para empezar, a su derecha, su esposa. Y a su izquierda su hija, acompañada de su novio, el dj argentino Tomás Pincho, reciente musicalizador –con versiones acid-penthouse de “Todo Cambia”– de mítines del cada vez más erecto Podemos. ¿Qué hacen ahí? ¿Qué hace él ahí? ¿A quién –madre o hija, dominatrixs ambas– se le ocurrió lo de esta salida en parejas? ¿Y de quién ha sido la genial/idiota idea de estrenar la película Cincuenta sombras de Grey el Día de los Enamorados? En todas esas cosas piensa Rodríguez mientras en el film, en un ascensor, la chica humilde gime y el hombre millonario gruñe y –Rodríguez escucha cómo su mujer se lo susurra a su hija– falta menos para “la parte de la habitación roja”. Y Rodríguez oye eso, dicción casi preorgásmica, y sólo piensa en la otra habitación roja, la de Twin Peaks, con Laura Palmer, mucho más sexy que la mortecina Anastasia Steele porque, tal vez, está viva muerta. Tan muerta como la inmortal prima de Rodríguez, la ahogada y argentina Mirta. Y Rodríguez se dice que daría cualquier cosa por cambiar de habitación.
DOS Y, todos juntos ahora vuelven a ser rebaño bondage de fenómeno mundial que no es otra cosa que, primero, un refrito de folletín decimonónico y después, más cerca, de aquel otro título numérico: Nueve semanas y media. Aquel basado en un libro/memoir anónimo tanto mejor (mucho mejor, incluso muy bueno) que la trilogía chiflada de la alguna vez fan-ficcionadora blogger E. L. James y ahora magnate convencida de que ha escrito una obra maestra y, dicen, importunando a actores y directora durante la filmación con sus instrucciones a la hora de plasmar en imágenes su obra maestra. La autora de Nueve semanas y media (con los años se supo que era la austríaca Ingeborn Day, hija de un oficial de la SS y, ¡traidora!, editora de la muy feminista revista Ms.) acabó suicidándose en 2011. Y aquella película –igual de puritana, tras su supuesta transgresión– a la que dio más sombra que luz su confesión no era mucho mejor que la de Cincuenta sombras de Grey. Pero, al menos, tras ella estaba la perversión soft del productor especialista Zalman King. Y la inteligencia vulgar de Adrian Lyne. Y la postrada canción de Randy Newman a la que energizaron con el Viagra de Joe Cocker. Y Rourke & Basinger en los protagónicos. Y nada más. Pero, sí, uno era joven. Ahora no. Ahora Rodríguez mira todo lo que le proyectan como si fuese parte de una naranja y mecánica Técnica Ludovico. Como postales de otro mundo, pasado y extinguido. ¿Cómo era eso del striptease doméstico? ¿Alguna vez fue? Puesto a recordar, lo único que recuerda era el trabajo que costaba, después del asunto, el desenredar y enderezar todas esas persianas americanas.
TRES Y, claro, nada le preocupa menos a Rodríguez el debate por la cuestión de que el Príncipe Azul finalmente sea un azote para las mujeres. Y si las mujeres en realidad están dispuestas a eso y a firmar feroz contrato más lupino que leonino a cambio de que las lleven a volar en planeador y las hagan aterrizar en la boutique más cercana con carta blanca para usar tarjeta black. O si, en realidad, se trata de una maquiavélica actualización de un cuento de hadas. Tampoco hace esfuerzo alguno por recordar las varias frases de antología que espió en el ejemplar de la novela (porno para mamis, sí, pero también porno para nenas, y para muchos papis y nenes por más que lo nieguen) manoseado de madre a hija. Y mucho menos se distrae reflexionando sobre la creencia popular y leyenda urbana de que a María Dolores de Cospedal –secretaria general del Partido Popular– le va el S&M. No. Lo que más le inquieta a Rodríguez es la poca potencia química de Christian Grey (Jamie Dornan) con Anastasia “Me Muerdo el Labio” Steele (Dakota Johnson: ¿habrá un nombre más X-Rated que éste?) y fantasea con fortalecerlo dentro de una suerte de comando Marvel Comics/The Avengers con amos y señores tanto más poderosos que él. Así, Grey junto al borrascoso y en la cumbre Heathcliff, a Drácula (quien pone a Mina de rodillas), a Rhett Butler (con Scarlett escaleras arriba), al Oliver “Daddy” Warbucks de Annie seguramente pederasta, a Jay Gatsby (sus camisas son las mejores), al Bond-James-Bond de las novelas, al Paul de Ultimo tango en París, al ya mencionado John Gray (James ni se molestó en cambiar la fonética del apellido) de Nueve semanas y media, al Edward Lewis de Pretty Woman, a Patrick “American Psycho” Bateman (¿por qué conformarse con una fusta cuando se tiene una sierra eléctrica?), al chino Lee de El amante, al Brandon Sullivan de Shame y, por supuesto, a Madonna: quien dijo que lo de la James es inverosímil (“porque no hay hombres que practiquen tanto sexo oral”) y para que los ponga a todos en su sitio: sitio muy estrecho, entre correas y cuero rojo y negro.
CUATRO En todas esas cosas, sometido, piensa Rodríguez evadiéndose lejos, a ayeres cuando todo era más sencillo y las discusiones pasaban por si las ostras y las fresas eran afrodisíacas; por si hacer el amor dos veces a la semana evitaba los ataques cardíacos; por si valía la pena cruzar la frontera para ver El imperio de los sentidos en Perpignan; por cuánto habría cobrado Marisol por aparecer desnuda en las páginas centrales de Interviú... Aquellas pequeñas cosas, sí. No eran tiempos mejores, pero best-sellers eran Henry Miller y Anaïs Nin y Charles Bukowski. Ahora, Rodríguez cuenta los minutos para que las sombras (calcula que todavía faltan unos cincuenta) den lugar a las luces. El masoquismo de aquí dentro suplantado por el sadismo de allí fuera. Y sonríe al recordar algo que leyó no hace mucho. Algo acerca de que la beneficencia inglesa rogaba que no sigan donando ejemplares usados de la trilogía de Grey & Steele porque para encuadernarlos se utilizó un pegamento tóxico y de baja calidad que hace imposible su reciclado. “¡Basta! ¡Por favor! ¡No más! ¡Red!”, gimen. En resumen: no valen ni sirven para nada. Además, ya nadie los compra. Tal vez, ahora, de nuevo, gracias (o desgracias) a la película, sí, quién sabe, a quién le importa.
Finalmente, todo acaba. No con un bang sino con un suspiro.
“Buenísima”, jadean madre e hija, juntas, en perfecta sincronía. Rodríguez no puede evitar ver la mano de Tomás Pincho entre las piernas de su hija. Y las suyas, tan puras y limpias, sobre su propio regazo.
“¿Te gustó?”, le preguntan las dos mujeres de su vida, los ojos abiertos, los labios húmedos, los dientes afilados.
“Sí”, contesta Rodríguez, obediente y sumiso y dominado, como con una venda sobre los ojos, atado de pies y manos y, sí, sépanlo, todavía sin salirle bien el nudo de la corbata.
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