Jueves, 23 de abril de 2015 | Hoy
Por Mario Goloboff *
No sólo la aprehensión de la complejidad se alcanza después de un largo trecho de elaboración intelectual; también, a pesar de lo que suele creerse o sostenerse, la perfección de la simplicidad. Esta sufre un proceso tan arduo y trabajoso como aquél. O quizá mayor, para lograr que no se vea la trama, que la simpleza aparezca como natural, como emanada de la materia bruta, de los objetos mismos y de los propios hechos. Ese es, por otra parte, el medio más válido para instalarla en el saber común, en el pensar común. Ello le permite campear a sus anchas en lo que será después, probablemente, la mayoría de opiniones en lugares consagrados y populares del saber corriente: los encuentros familiares, los bares, los cafés, la televisión, la cola de los micros, de las verdulerías y las carnicerías, de los almacenes y los supermercados (la enumeración es, claro, puramente enunciativa).
Y uno de los procedimientos de los que se vale esta idea laxa del sentido común es, privilegiadamente, el de la comparación. Tentador y fácil parece cotejar, asemejar, igualar; exime de grandes y dolorosas reflexiones, pone en escena dos escenas que, en el recuerdo, en la valoración, dan la impresión, sin entrar en pequeños detalles, de establecer situaciones bastante similares, y luego el receptor adhiere a la propuesta por comodidad, por inercia, casi por cansancio o por despecho. Hay una visita recordada, en el pasado, quieta, avejentada o diluida, y una actual o inmediatamente alcanzable, que se supone le semeja, se le acopla, aunque más no sea lejanamente: una figura deportiva, económica o política que recuerda a otra, un animador mediático, una actriz bella o meramente interesante, una promesa de gobierno, un hecho, un accidente de la imaginación o de la realidad. ¿Es esto muy abstracto? Pensemos, nada más que a título de mero ejemplo y para no ir largo en distancias temporales o espaciales, en “Je suis Charlie”. La consigna, novedosa, creativa, rutilante, parisiense en suma, atractiva en la instancia y el momento franceses y europeos, que, al cabo de pocas semanas, se reproduce aquí, paraguas mediante, llave en mano, y deviene copia, imitación, rápidamente casi caricatura, porque enseguida empieza a verse que poco o nada, en el ejemplo, es comparable, que la asimilación es forzada, que no se corresponde con los personajes, con la situación, el tiempo, el lugar, la vida, la historia particular de cada sitio. Se ha procedido por metáfora, desoyendo el viejo principio del monje y metafísico nominalista Guillermo de Ockham (quien, a pesar de toda su lucidez, murió víctima de la peste negra): “No hay que multiplicar en vano las entidades”.
Otro mecanismo que también se utiliza en este tipo de empresa es el de las oposiciones, que dudosamente existan como tales en la realidad, y que se trasladan del terreno discursivo al plano de lo social y lo político: blanco-negro, sano-enfermo, espíritu-materia, forma-fondo. A veces, para sobrellevarlas, se intentan paralelismos que tampoco tienen demasiada vigencia más allá del campo de juego y de sus reglas: en la familia, la pareja; en el deporte, dos equipos; en política, el bipartidismo; en justicia, los dos platillos de la balanza. Así, pues, el campo de la simplicidad, al contrario de lo que se piensa, es casi infinito, mientras que el de la complejidad es bastante reducido. Tiene su lógica: no hay mucha gente que gusta ocuparse de la fisión del átomo o de los estudios fonológicos de lenguas vernáculas. Aunque reditúe un poco más, a veces.
Entre la vasta obra que nos ha prodigado el gran sabio francés viviente, hoy de 93 años, Edgar Morin, hay un libro dedicado al pensamiento de la complejidad (en el cual, entre otros tantos campos, es un especialista), que es un verdadero placer leer y releer (Introduction à la pensée complexe, cuya primera edición es de 1990). Sobre todo en la Argentina, y en las presentes circunstancias políticas, sociales, porque si bien los ensayos no están volcados de modo exclusivo o predominante al pensamiento político, lo abarcan, lo abordan, lo trascienden. Devotos del pensamiento simple, tan atractivo para explicar y contener la intrincada actualidad, lo despreciarán sin duda. Pero ello no le da sino más fuerza y más poder de convicción: quién no está cansado de las soluciones maniqueas, de los colorinches antagónicos, de la liviandad del llamado sentido común (“el menos común de los sentidos”, para algún proverbio tradicional. No tan conocida es la opinión del maestro español, Miguel de Unamuno: “Hay gentes tan llenas de sentido común, que no les queda el más pequeño rincón para el sentido propio”).
Y lo que hace Edgar Morin es empezar por el principio, es decir, reconociendo que la idea de complejidad “debe probar su legitimidad” porque no tiene detrás suyo “una noble herencia filosófica, científica o epistemológica”. Por el contrario, la propia palabra “sufre una pesada carga semántica, puesto que porta en su seno confusión, incertidumbre, desorden. Su primera definición no puede arrojar ninguna elucidación: es complejo lo que no puede resumirse en una palabra clave, lo que no se puede enmarcar en una ley, lo que no puede reducirse a una idea simple”. (Por lo tanto) “la complejidad no podría ser alguna cosa que se definiría de manera simple y tomaría la plaza de la simplicidad. La complejidad es una palabra-problema y no una palabra-solución”.
En tiempos electorales, abunda esa defensa de la simplicidad y, sobre todo, la de los lenguajes simples, presuntamente más cercanos a la verdad, “a la realidad concreta”. Hay que reconocer que a la invencible mediocridad de algunos candidatos se suman, hoy y aquí, ciertas características del propio discurso político, “socialmente determinado, situacional y fundado en las representaciones que del contexto se hacen los actores” (Alexandre Dorna): inmediatista, verosímil, promisorio, esperanzador, contrastante, redundante... Pero ¿existen los lenguajes simples? Toda lengua es, casi por definición, opaca, densa, equívoca, plurisignificativa, interpretable. Transcurrido el siglo XX, siglo del psicoanálisis, de la lingüística y la filosofía del lenguaje, del estructuralismo, entre otros importantes pensamientos, parece inútil seguir subrayándolo. Un siglo que deshizo los preconceptos y las creencias en el lenguaje como un puro mediador de la comunicación y reconoció su espesura, su follaje, su ínsita capacidad poética, su profundidad. Por otra parte, en una democracia, mientras más complejos sean los discursos que los diferentes campos ideológicos y políticos intercambien, más se enriquecerá la misma competencia. Son, en cambio, los totalitarismos económicos y políticos los que pregonan discursos simples, y son siempre sus voceros, de cualquier bandería, los que blanden soluciones cándidas, explicaciones netas para problemas tan complejos como casi todos los que hoy enfrentan nuestras sociedades.
Por ello, en la presentación de su señera revista Les Temps Modernes, a mediados de los ’40, Jean-Paul Sartre ya alertaba: “La burguesía se define intelectualmente por el empleo que hace del espíritu de análisis, cuyo postulado inicial es que los compuestos deben necesariamente reducirse a una ordenación de elementos simples”. Y quizá también por eso, hacia principios de la década del ’60, el enorme dibujante Sempé, tierno y crítico, comenzaba a publicar una tira cuyo éxito lo marcaría por años: “Rien n’est simple” (“Nada es simple”).
* Escritor, docente universitario.
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