Lunes, 11 de mayo de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Futboleramente hablando, las cosas / los roles están claros. Se sabe que los jugadores obviamente juegan, compiten; los espectadores observan y la hinchada (se) hincha. No es tan simple determinar, en cambio, qué hacen los árbitros. El que suscribe ha verificado, a lo largo del tiempo y de los distintos contextos, que no hay acuerdo. Tal vez porque hacen o no varias cosas a la vez, nadie lo tiene claro en cada caso.
Por ejemplo, hay un grueso tomo de casi quinientas páginas y pretensión funcional editado por la FIFA para un Mundial no demasiado distante donde se encolumna el vocabulario usual del fútbol en cuatro idiomas: English, Français, Español (castellano de España) y Deutsch. Es más pesado que útil, más abierto que cerrado y uno suele entretenerse revolviendo allí como quien mete la mano en un arcón a ciegas y saca a la luz para enterarse. Todo viene por cuatro, con cuatro entradas, cuatro ideas, cuatro maneras de nombrar. Y no es un diccionario, en realidad, aunque así se llame cuatro veces, porque no hay definición. Es un listado de palabras que quieren decir lo mismo en cuatro idiomas. Bien: las palabras –y ahí está la gracia y la riqueza del asunto, como siempre– no “quieren” decir ni dicen lo mismo. Sobre todo cuando se la agarran con el árbitro.
Salteándose el alemán por minuciosa ignorancia, uno comprueba que si bien hay préstamos y coincidencias entre un idioma y otro, hay ciertas denominaciones básicas en cada caso. Los flemáticos inventores del juego son los más funcionales y enfatizan el perfil bajo, casi administrativo, del personaje y su tarea: el “referee” se dedica a “officiate”. El inglés sólo aplica “the rules”, las reglas. En francés, en cambio, la palabra clave es “arbitre”, que lógicamente se limita a “arbitrer” –mediar, en el fondo– ser una alternativa ante la posibilidad de que no haya acuerdo. Todo muy racional. Hasta ahí, las dos formas clásicas que han perdurado. Pero en francés aparece, además, una noción nueva, la de “directeur de jeu”. Es el que dirige el juego.
En el español de España, donde no existen ni el “réferi” ni el “referí” pero sí el galicismo “árbitro”, se ha optado por disolver al máximo la tarea, escamotear la función y quedarse en una mera referencia a su asociación gremial: el “colegiado”, dicen. Y qué hace el colegiado: simplemente “pita”, la simple señal acústica sin significado: un policía de tránsito o poco menos. Ese “pitar”, hacer sonar el silbato, tiene equivalentes en el “siffler” y en el “to whistle” ingleses.
Y al llegar a este punto uno no puede menos que confrontar esta terminología con la criolla: en la Argentina, donde conviven el réferi o referí populares con el árbitro de los relatos radiales y televisivos, existe la figura ominosa del “juez”. Y un juez no simplemente aplica las reglas sino que imparte Justicia, que es otra cosa. Un juez no pita; un juez, referí o árbitro argentino “cobra”.
La idea de “cobrar” en nuestras tierras no implica la simple penalización de una falta sino la sanción de una deuda personal. El que cobra, cobra para él: te cobra. Engañarlo –no pagar– no es una infracción contra el fair play y las reglas del juego sino una cuestión privada. Jueces cobradores y jugadores deudores lo entienden desde siempre así. De ahí que –entre otras cosas– el ideal del fair play ha devenido, en el fútbol nuestro de cada día en fear play, el imperio del miedo y del recelo, la desconfianza y la mala fe con elenco estable y rotativo por fechas y por canchas.
Uno se pregunta por qué, en general, más allá de las intenciones, la tendencia predominante en los arbitrajes argentinos –árbitros y colaboradores con banderita– apunta, en el balance general, a no favorecer al que juega sino al que no, al que destruye. Y como se destruye más de lo que se juega (y ahí nada tienen que ver los árbitros sino los mayoritarios miserables entrenadores: es otra discusión) creo que se trata del temor personal a ser engañados, un avatar más de la perversa ideología de la seguridad. Por eso los linemen argentinos –siendo en general mejores que los europeos que solemos ver– cobran más offsides que los que realmente ocurren y se equivocan más en los gestos de prohibición que en los de concesión. Por otro lado, hay algo casi existencial: existen (son visibles) cuando cobran, no cuando no lo hacen. El lineman, ante la duda, en la Argentina, levanta. Su “enemigo” es el delantero, no el defensor. Algo de eso hay.
Por el contrario –sólo en apariencia: es un gesto en el mismo sentido–, el árbitro, ante la duda, no cobra. O, mucho más habitualmente, cobra pero no saca tarjeta. La ley y el orden. Teme –como el expuesto lineman– sobre todo a ser engañado. Pero además teme a ser, a su vez, castigado. Me parece que va por ahí.
Es rarísimo, entonces, el resultado de estas tensiones sobre el innegable chivo emisario que es el árbitro argentino. Si el fair play se apoya en la idea (mucho más platónica que británica) de que todos suponemos que queremos jugar limpio; el crudo fear play criollo se impone cuando la idea rectora es que el otro (cualquiera sea) nos quiere cagar. Y es espantosamente cierto en las evidencias de la contienda presente: como realidad y como fantasía.
El resultado es que, en tanto el fútbol es un juego (la belleza, el sentido artístico y humanista del fútbol radican en esa condición lúdico-competitiva) en que el triunfo suele ser el resultado de la mayor capacidad de engañar táctica y técnicamente al rival (en el sentido honesto de gambetearlo, de “hacerlo entrar”) los actores múltiples, externos a los jugadores de campo en sí, entrar a operar e interactuar con ellos: el árbitro también juega.
En síntesis, todos juegan en todos los sentidos: se divierten en tanto hacen uso de facultades que manejan útil y placenteramente (el Riquelme feliz que añoramos); actúan (play the role), cultivan la actuación y la sobreactuación puntillosamente codificada en el dolor y en el festejo (actores / jugadores); y eventualmente se arriesgan en el sentido de que se juegan, ponen todo. Los árbitros quedan presos y son parte de esa ceremonia ritual que nos convoca sistemáticamente.
Encarnar o asumir la tarea sucia / heroica del arbitraje futbolero en la Argentina es ser –según la nomenclatura acuñada– ser juez. No es simple. La desconfianza ante la Ley Escrita es el lado perverso de la viveza del gambeteador, encarnación de la vigente Ley de la Calle: el Diego –todo lo que de argentino esencial tiene el Diego– es modelo terminado del entrevero de ambas cosas. Los dos goles a los ingleses en México son el ejemplo acabado de lo que uno quiere explicar.
En el primer gol, engañó al árbitro; en el segundo, a toda la defensa inglesa. Eso es jugar bien en el fútbol argentino. De esa herencia / de esa foto vamos y venimos.
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