por Noé Jitrik
Debo a la inquietud lectora y crítica de Christopher Domínguez, un acucioso crítico literario mexicano, la mención a un curioso texto de quien había tenido la mala suerte de ser efímero Emperador de México, a mediados del siglo XIX, cuando ese país se debatía en los desórdenes que no eran infrecuentes en toda América latina con posterioridad a la independencia, cuando esas turbulentas sociedades se sacudían espasmódicamente intentando comprender qué eran y qué podían ser. Maximiliano de Habsburgo, de él se trata, fue fusilado y de esa desgracia, como de su paso por México –desconcertado, sin saber dónde estaba, ignorante del pasado de esa gente a la que debía, porque lo habían puesto en eso, regir–, se ocupó Fernando del Paso, autor de una riquísima obra: Noticias del Imperio se titula la novela dedicada a esa calamidad.
Pero, según lo revela Domínguez, Maximiliano, que fue un mediocre y torturado gobernante, habría podido ser, en otro contexto, un tal vez aceptable intelectual o, al menos, un buen y agudo observador de comportamientos humanos. Su muerte interrumpió esa posibilidad que en México no fue ni es lamentada, no hay monumento que lo recuerde ni calle que lo evoque, omisiones que tienen el doble carácter de justicia histórica y poética porque, en definitiva, le tocó ser un usurpador.
Pues ese temerario ocupante de un trono vacuo escribió un libro, Recuerdos de mi vida, de 1869, cuya última parte es un conjunto de aforismos, pensamientos en ocasiones escépticos, otras veces de sentido común, otras casi filosóficos, que, si no hubieran sido de un emperador, podrían desvanecerse y recuperarlos no traería grandes revelaciones. Pero son de un emperador, aunque de un imperio subsidiario, y hay uno en el que me detuve, me impresionó su crueldad y, al mismo tiempo, lo que, quitándole una pretensión generalizante, me provocó alguna inquietud, porque se acerca a lo que mucha gente en el mundo cree, siente y expresa, con equivalente crueldad.
“Un hombre de edad avanzada que sobrevive a los de su época –y a quien se le considera como prodigio de longevidad y se le sostiene artificialmente– es un objeto cuya vista desagrada y aflige. Yo lo comparo al último representante de una dentadura destruida, que sobrevive a sus vecinos, que para nada sirve, que sólo es un monumento del pasado y no se le conserva con esmero sino como una especie de memento mori. El anciano y el diente son las piedras miliares que marcan el camino recorrido y anuncian que está próximo el fin de la jornada.”
Leer eso no podía dejar de perturbarme: puedo tomarlo como una provocación pero no puedo ignorar, a mi edad (87), lo que significa esa mirada del Emperador que, me imagino, no es el único en haberla tenido. Me temo que otros, más cercanos, también la tengan y me miren con aprensión y me vean como ese “desagradable” y afligente anciano, y si dijera que lo comprendo y lo admito frente al espejo porque el Emperador lo dijo, y entro en las generales de la ley, mentiría, no sólo porque el espejo no corrobora la sentencia sino porque lo desagradable cambia de lugar: lo desagradable es la generalización, la ofensa a la experiencia. La vejez, su entidad y su estatuto, no ya médico, psicológico y sociocultural, es un objeto de reflexión, más que una salida autocompasiva o puramente negadora.
Me pregunto cómo habrían tomado este “pensamiento” personas como Juan Filloy (106), Arnaldo Orfila Reynal (100), Ramón Menéndez Pidal (99), Alicia Moreau de Justo (101), Arthur Rubinstein (95), Ingmar Bergman (89), Pablo Picasso (91), León Ferrari (93), Ernst Jünger (103), Ramón J. Cárcano (86), Oscar Niemeyer (105), Elliot Carter (103), Manoel de Oliveira (106), Claude Lévi-Strauss (100), Mariana Frenk (106) y tantos otros, una especie de club que admite sólo a octo, nona y centenarios activos, que ni antes ni en esas avanzadas edades tenían nada de desagradable a la vista ni afligían a nadie con su presencia. Por supuesto, y en eso Maximiliano no se equivocaba, les tocó asistir al “fin de la jornada” aunque hasta llegar ahí no hubo un día de sus vidas que no fuera productivo y, correlativamente, agradable a la vista. Carlos Fayt (97), hace poco, parece aspirar a una consideración semejante aunque reinan algunas dudas acerca de dónde colocarlo, si en el club de las expresivas excepciones al dictum de Maximiliano o en el del que el Emperador calificó de desagradable.
De modo que dejo de lado el imperial disparo que no atina en el blanco, una pura anécdota o una irónica maldad, y trato de que no se me escape el problema que implica la vejez, tal como alguna vez lo pensamos y dijimos con Fernando Ulloa, que algo sabía de estas cosas. Expuesta así esta cuestión quedan flotando varias preguntas con las que convivimos. Por ejemplo, el fantasma de la terrible ancianidad, la “molesta senectute” acerca de la que escribió Cicerón (63) en el siglo primero A.C., ¿es una cuestión de edad? Por de pronto, puedo decir que conozco ancianos de 50 años –los he visto en hospitales y en el vacilante paso de quien está por perder el colectivo– y aun, por su manera de pensar y de actuar, de 25: se ve no sólo en renuncias posjubilatorias que generan pasiones incontrolables por las enfermedades, sino en ciertas opciones políticas, profesionales y hasta literarias. Debe haber miles de situaciones de este tipo, que importan menos que una reflexión posible. Dicho sea de paso, y porque puede haberlas iniciado, para el “viejo” Cicerón, como lo apunté, fue un tema; lo trató en De Senectute a través de los pensamientos de Catón (85) quien estableció cuatro pautas para definir la ancianidad: el alejamiento respecto de los negocios (o sea la acción), la disminución de las fuerzas, la reducción de los placeres, la cercanía de la muerte. Catón, a quien los miembros del club arriba mencionado pueden haber conocido y, si no, seguido, refuta cada uno de esos puntos, los da vuelta y relativiza sus extremos. Que sin duda existen. Razón por la cual y apoyándome en los clásicos –no inventamos nada– se puede inferir que dos conductas son posibles: o uno se rinde en los cuatro frentes, lo que da como resultado lo desagradable de la ancianidad, o los derrota trabajando, pensando, convirtiendo desventaja en virtud.
Es claro que si bien se acepta con reconocimiento y respeto lo que esos que no eran ancianos hicieron, tal vez sean menos interesantes literariamente, del mismo modo que es más interesante el que se porta mal que el que se porta bien; aquél da lugar a aventuras, contradicciones, hace presente lo atractivo de lo siniestro mientras que éste enuncia una lección moral que está muy bien para la vida de todos los días y la formación de la personalidad pero menos para la fantasía en la que el “otro yo” se regodea; de este modo, la literatura ha tenido sus mayores logros poniendo en escena viejos caducos y tremendos, los ha exhibido como el único diente que en la boca no sostiene más que decadencia y locura. Samuel Beckett se ha especializado en esa clase de personajes, así como en su momento y con otros fines lo hizo Dickens y hasta José Hernández cuando puso a decir “verdades” al Viejo Vizcacha o Ingmar Bergman, que dramatizó el instante en el que se empieza a sentir y, en su caso, a pensar en un presente que se desvanece en la penumbra del tiempo.
Entonces, si no es necesariamente una cuestión de edad, ¿es de comportamiento? Probablemente, aunque esta respuesta no es la preferida por los que razonaron sobre este asunto. Norberto Bobbio, por ejemplo, defiende la vejez, algo melancólicamente, como colmo de sabiduría, un lugar común pocas veces con fundamento. Sospecho que habla de sí mismo: conozco gente de edad que nunca supo demasiado, que empezó de joven y sigue en tal confortable situación y muere en olor de ignorancia. Simone de Beauvoir describe el proceso de envejecimiento; supongo que de lo físico pasa a lo psicológico y de ahí a lo mental de modo que el final es previsible: ¿quién se salva de ese “¿cursus honorum”? Mi madre no se salvó: yo me estoy salvando. Supongo, también, que eso explica con crudeza y realismo el apartamiento, el cierre, el bloqueo, el olvido y todos los demás encantos de ese aspecto de la vejez. Pero, tal como estoy encaminando estas observaciones, todo eso sólo me sirve para pensar, con terror, en los geriátricos y en escenas de hospital en las que seres acabados, pero iluminados todavía por un resto de libido, siguen bregando por una sobrevivencia que para los que los observan constituye una demasía. Y, desde luego, eso no es todo.
Tal vez, es una hipótesis, eso que llamamos vejez –ancianidad sería un término puramente descriptivo– es por un lado una mirada que desde un presente que se imagina orgullosamente inacabable y eterno se echa sobre lo que parece una prueba irrefutable de lo que lo niega, o sea del paso del tiempo, y, por el otro, una construcción cultural según cuya filosofía lo que no se comprende muy bien, por un temor proyectivo –un riesgo de llegar a ser lo que no gusta– es rechazado y hasta condenado, en muchas ocasiones con la complicidad de las víctimas.
No es necesario señalar hasta qué punto este tema es denso y está presente, como ese “memento mori” que menciona el desafortunado Maximiliano. Para todos, resignadamente, van a sonar esas trompetas anunciadoras, qué duda cabe, aunque queden muchas (dudas) acerca del modo en que nos vayan a llegar: decadencia, senilidad, locura, repetición maníaca, o bien continuidad, gimnasia física e intelectual y un deseo que se desplaza hacia zonas que antes no se frecuentaba. Opciones que, si la suerte nos acompaña, se nos pueden ofrecer, está en nosotros adoptar la mejor. Muchos, la mayoría quizás, no tienen esa oportunidad, es triste que eso ocurra. Pocos, los que no renuncian, lo ven de otro modo, ganan, entran al prestigioso club aunque no produzcan lo que sus miembros produjeron.
Señalé de qué modo la provocación me tocaba. Puedo decir ahora que no tengo grandes respuestas ni soluciones; me limito a observar, a mí mismo ante todo, y luego a lo que puedo ver a mi alrededor. Lo que veo en parte me aflige, en parte me hace respirar. No es poco.
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