CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Me ha tocado en los últimos tiempos asistir a diferentes desfiles de maravillas dibujadas. Sin ir más lejos, esta semana, a las exposiciones del Bebe Ciupiak y de José Muñoz, verdaderos acontecimientos. Y ahora se viene otra, en el Fontanarrosa (ex Bernardino Rivadavia: buen rebautizo), de Rosario, dedicada a la obra de Luis Scafati como ilustrador. Un lujo.
No voy a hacer historia ni genealogía. Ni inventariar los brillos. Scafati es –después de haber pasado por Poe, London, Piglia, Sabato, Kafka, Cervantes y la fila– en principio y por consenso un ilustre e ilustrado ilustrador. Eso habla de su (bien ganado) prestigio, su (sabia) formación, su (riguroso) oficio. Y tiene por eso un lugar absolutamente propio, originalísimo. No es poco. Sobre todo porque la tradición ilustradora en la Argentina es poderosa y de amplio espectro, una sucesión de soberanas maneras de iluminar.
Sin agotar los registros, sin pretender de ninguna manera recorrer todo el arcoiris, se podrían hacer tres maravillosas y arbitrarias escalas en artistas sin abuela ni nietos reconocidos: digamos Alejandro Sirio, Alberto Breccia y Oscar Conti, Oski. Y yendo al detalle ejemplar, quedémonos con los firuletes de Sirio para La gloria de Don Ramiro del castizo embalsamador Enrique Larreta; los oscuros arrebatos razonados del viejo Breccia ante Los mitos de Cthulhu que extrajo el excesivo H. P. Lovecraft de sus pesadillas; y la equívoca literalidad de Oski con sus comentarios gráficos a las selectas crónicas de la Vera Historia de Indias, ejemplos ideales para su oficio de sutil provocador.
Ilustrar, en este ámbito y con estos artistas que mentamos, no es iluminar la opacidad de la letra interrumpiendo su supuesta monotonía ni adornar ni “hacer más accesible o atractivo” lo escrito. Es decir: van un poco o mucho más lejos que el habitual gesto de quien “debe poner una mina” en la tapa de un thriller o “sacarlo parecido” a Sarmiento un una nota de Billiken. Ilustrar acá significa hacerse cargo / elegir un texto literario ajeno preexistente –ya leído, interpretado, analizado, con un lugar cultural más o menos preciso, canónico o marginal– y volverlo a leer y opinar al respecto, gráficamente, después. O mientras, en algún caso.
Y es en ese sentido que podemos, sin forzar demasiado las cosas, decir que el destrísimo Sirio subraya a Larreta, reitera en otros términos y por otros medios la operación del escritor: lo que Larreta hace con la lengua castellana es lo que hace Sirio con el trazo clásico. Coinciden en el afán decorativo: sumar y cristalizar esplendores formales muertos. Empilchan igual, se adornan de la misma manera. Identificación plena. Son reversibles: Larreta podría haber escrito La gloria de don Ramiro a partir de las ilustraciones de Sirio.
En el caso de Breccia, el artista encuentra en Lovecraft lo que ya tenía dentro de sí, su lectura le dispara intereses expresivos preexistentes: dibujar sobre todo tensiones, distorsiones, efectos desequilibrantes sobre un sujeto paciente. Así, aunque Breccia no crea en lo que cree Lovecraft (o creen los personajes de Lovecraft) no importa: le interesa registrar lo que Lovecraft o sus protagonistas perciben y experimentan. Los fantasmas / los monstruos / esas cosas inasible pueden no ser, pero el horror es genuino. Lo indecible, lo desconocido, lo que precisamente por ser indefinible sólo se puede objetivar a través de las sensaciones (el miedo, la paranoia) es lo que le interesa al Viejo. Hay afinidades, pero no son reversibles.
Y lo de Oski es la literalidad burlona: adhiere externamente al texto solemne, de aspiración documental o científica, con la fidelidad entusiasta de Sirio, impostando la misma seriedad afirmativa del original, con el objeto de –complicidad del lector mediante– poner en evidencia, mediante la ironía, lo ridículo de la pretensión. El efecto es saludablemente devastador. Oski sólo se identificaba con César Bruto.
Bien: a mí me parece, mirando su trabajo con los textos, que el filoso arte de Scafati no hace ninguna de esas cosas. No agrega ni comenta ni adhiere ni ironiza. Más aún: no ilustra, en realidad. Hace algo parecido pero esencialmente distinto cuya explicación –si cabe y sale bien– merece un discreto rodeo.
Un dato, acaso un poquito demasiado (de) culto: va a hacer ahora un siglo de la publicación de Lustra, uno de los más luminosos libros de poemas de Ezra Pound, il maglior fabbro según Eliot de la poesía contemporánea. El título es el plural neutro, en latín, de lustrum, el nombre que se le daba a la ofrenda que, por los pecados de toda la gente, realizaba el censor de la república romana al final de su mandato, los cinco años de su gestión como encargado del registro cuantitativo y –sobre todo– de la salud ética de la ciudadanía. Y el sensible funcionario siempre encontraba motivos sobrados –como el feroz Pound, insomne predicador, veinte siglos después– para la ofrenda.
Otro dato, acaso en exceso retro: todavía se puede / suele ver en algunas esquinas de la ciudad el cartelito –habitualmente letra de imprenta sobre cartón, huellas de dedos manchados de betún– con la oferta del servicio tradicional del lustrador de zapatos: se lustra. El trabajador callejero a ras del piso está ahí, con su instrumental encajonado y dispuesto a sacar brillo a lo opaco, conjurar los desmanes del uso y abuso de la calle y el camino. Y hay que volver a lustrar cada vez, hacerse cargo de la historia, de las manchas y abrasiones. El lustrador no es zapatero, no repara ni cambia; apenas ayuda a asumir las heridas; las muestra, de últimas. La lustrada del lustrador es el confesionario de los zapatos.
Me gustaría detenerme en estas dos ideas que evoca y dispara la palabra lustra porque lo que hace Scafati maravillosamente pasa por ahí, por el gesto de expiación colectiva del latino censor que evoca / recupera Pound, y por el gesto del agachado al ras del piso que se hace cargo del polvo del camino, de las huellas / marcas del avatar personal. Quiero decir: lo de Scafati es lustrar, no ilustrar. Más lustrador que ilustrador, me parece. No pone sino saca. El texto previo es un pre-texto para sacarle / sacarse lustre, en el doble supradicho sentido. Todo un programa en el que dibujar, pese a las apariencias, no deja de ser un gesto intransitivo.
Y siempre ha sido coherente / fatalmente así. Del mismo modo que alguna vez, en los comienzos, el firmante (Sca) Fati se apoyaba en el pretexto del humor (“hacer chistes”) para excederse hasta la disfuncionalidad del dibujo, y que el maduro Scafati ha elegido ocasionalmente las series temáticas –de Mambo urbano a El viejo uno-dos– como pre-textos, mundos disparadores de lo que podríamos calificar sus intereses / obsesiones; del mismo modo –digo, ahora y aquí- cuando pasa por Kafka, Poe, Sabato, London o Stoker, nunca deja de usarlos con sabia, ensimismada alevosía: Scafati hace y rehace siempre lo que quiere, lo que literalmente (se) le canta la voz interior. Por eso nunca deja de encontrar lo que busca. El lustre resultante es una intersección, la lustrada un resultado excepcional que debe y puede repetirse cada vez.
Tal vez la clave esté en que el dibujo de Scafati tiene una oscura, irreprimible sensualidad. Y valga el dato y ejemplo: ni Sirio ni Breccia ni Oski son sensuales ni usan sensualmente sus ocasionales textos pretexto. Scafati, sí. Y no es necesario para que aflore que haya una mujer en cuatro, una cadera en rampa de disparo. No es cuestión (sólo) de sexo ni mucho menos una cuestión de cuerpos puestos ahí. Por ejemplo, en Scafati, la representación de los objetos tiene a menudo un acabado minucioso: están ahí, bellísimos y contundentes. Pero ese tratamiento es sensual, sensorial, en sentido etimológico: el tacto y la vista. Vemos con / por los ojos del dibujante lo que ha sido tocado: toca lo que dibuja, una cortina, una máquina de escribir, un sillón, una moldura, un revólver pueden / deben / quieren ser tocados porque han sido usados (pasados por los sentidos) por el deseo, el plumín y la mirada que nunca los suelta.
En cambio la representación de los cuerpos vivos –en acción, en contacto o en vías de, incluso muertos– nunca es acabada. Está interrumpida, entenebrecida, arrasada por la incoherencia, la ruptura, el esencial desorden. La violencia, la temporalidad crispada, el movimiento que se produjo o se insinúa; no hay paz ni quietud. Pero tampoco secuencia, un sentido direccional: Scafati no relata, muestra pedazos, escorzos, inminencias y despojos.
Cabe señalar un detalle: los trabajos terminados (el resultado final del ensayo y la prueba) no se diferencian muchas veces demasiado de los entrevistos apuntes. La composición tiende a descomponerse porque no cree en la necesidad de componer nada. Las fuerzas oscuras se disparan, fogonazos diseminados. No hay un orden posible, y acaso precisamente por eso, afuera –junto a, alrededor, al lado– posan los objetos bien pesados y campea la geometría euclidiana, la pretensión de los números que (no) gobiernan el mundo.
Esos indicadores fríos dispuestos a manera de escenario previo (como si Scafati dibujara sobre o contra una planilla pautada y con reglas, límites, líneas rectas en fuga), o agregados como señales de referencia explicativa a posteriori (cifras ordenadoras que remiten a un código desconocido o inexistente, que es lo mismo) funcionan, junto a los tenaces objetos y las texturas regulares del aerógrafo, como un infructuoso contexto ordenador: ya la tinta emplumada ha hecho irreparablemente lo suyo y el oscuro lustre del trazo brilla con piadosa elocuencia una vez más, cada vez más.
Ejercicio de expiación siempre renovado, el dibujo perturbador de Scafati nos permite reconocernos como quien se mira en los machucados zapatos recién lustrados.
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