Martes, 1 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Aquí está de nuevo, aquí vuelve a estar. Levante la mano quién extrañó a Rodríguez. ¿Tan pocos? Bueno, no importa: dicen que lo que vale es la calidad y no la cantidad (aunque la cantidad ayuda a esas mayorías absolutas a votar lo que se les ocurre durante agosto). Y Rodríguez preguntándose a dónde se fueron sus vacaciones que ya no son tales; que no tienen que ver con aquellas vacaciones de la infancia en la que el reencuentro con los amigos y la vuelta al colegio tenían algún sentido narrativo. Contarse y escucharse (y hasta inventarse y creerse) todo lo sucedido o lo no sucedido mientras se estuvo ausente en persona, pero presente en los pensamientos de los demás. O no. El placer de ser olvidado para que de golpe nos recuerden. El comienzo de un nuevo ciclo. Ahora ya no. Ahora la ausencia no es otra cosa que el estar siempre ahí, al alcance de todos y alcanzando a todos. A menos o más balbuceantes más o menos ciento cuarenta caracteres de distancia y a tantas superficiales fotos de profundidad que sólo revelan la facilidad de tomarlas y el modo en que nos van robando no el alma, pero sí el tiempo, como repitiendo, escolar y mano en alto, “¡Presente! ¡Presente! ¡Presente!”.
Ahora, lo único de verdad ausente es la ausencia.
DOS Rodríguez leyó sobre esto en uno de esos libros a los que se ha vuelto casi adicto. Esos tratados delicadamente luditas. Este se titula The End of Absence, se subtitula Reclamando lo que hemos perdido en un mundo de conexiones constantes, y lo firma Michael Harris. Y de lo que allí habla Harris es de la preocupante y creciente imposibilidad de estar solo. Del renunciar a estar en La Nube para volver a estar en las nubes o aburrido o sin saber qué hacer. Y del adiós al que de esa antimateria blanca que parece en desanimación suspendida surja aquello que acabará nutriendo a la materia gris. Para que exista el todo, argumenta Harris, antes debe existir la nada. Y Harris advierte que la nada, ahora, está contaminada por una falsa ilusión del todo. Algo que te tiene siempre alerta y concentrado y en acción y, sí, ya hay demandas de divorcio basadas en el argumento de “no contesta a mis mensajes”.
Ya saben: tweetear, facebookear, whatsappear.
En el principio era El Verbo. Ahora son los verbitos.
TRES Pero lo interesante es el punto de vista y de partida donde se planta Harris luego de haber dejado su trabajo como periodista cansado de que el periodismo se haya convertido en “interactuación on line con los lectores” y el periodista en un “creador de contenidos”. “Pronto no quedará nadie que recuerde cómo era la vida antes de Internet”, anuncia Harris con aire de profeta génesis-apocalíptico. Y apunta que aquellos que han vivido el antes y el ahora, el sin y el con, están especialmente capacitados para diferenciar lo que te define de lo que te complementa. Y, por lo tanto, pueden advertir más y mejor acerca de los peligros envueltos entre tanta ventaja. Cosas como recuperar la idea de que el teléfono era algo que se quería desenchufar antes que algo a lo que vivir enchufado; aptitudes como la memorización por necesidad y el olvido por reflejo y la capacidad para acordarse de algo por uno mismo; superpoderes como poder leer La guerra y la paz sin pensar si algún amigo al que nunca conocimos ni conoceremos nos habrá enviado un link a un artículo de acerca de algo que no nos interesa en absoluto. (En un momento, Harris le pide a un amigo que lo controle mientras lee una novela y que cuente las veces que levanta la vista y deja de leer a lo largo de una página, y las veces son seis, y que le pregunte qué pensó durante cada una de esas interrupciones, y los temas fueron qué voy a cenar, la serie de TV Fargo, qué día es hoy y, también, lo más inquietante de todo, qué otra cosa debería estar leyendo.) Y lo más importante de todo: el estar a solas con uno mismo. Para evocar cómo era eso, Harris dedica todo un capítulo –redactado en forma de diario– a experimentar un “agosto analógico” y volver a “las circunstancias tecnológicas de mi infancia”. Es decir, Harris se apaga para, si hay suerte, ver qué se enciende; sospechando que tal vez ya no le queden pilas, que esté quemado, que esa lamparita marca Eureka sobre su cabeza apenas titile antes de fundirse a negro.
CUATRO Enterado de los planes de ayuno informático de Harris, el escritor Douglas Coupland –autor de Microsiervos y jPod entre otros– le advierte a Harris que no cometa el error de esperar alguna gran epifanía. Y así es. Nada ocurre. O casi nada. Harris se ve obligado a utilizar un reloj de pulsera (que alguna vez fue el enemigo), a ver televisión (que alguna vez fue la enemiga), a sentir una profunda irritación ante el paisaje de adolescentes “simiescos” adosados a sus telefonitos. Pero, comprende Harris, tal vez la revelación haya sido el mero hecho de rebelarse. Y, sí, algo descubre: la soledad sólo puede soportarse si se tiene una buena vida interior. Y no es tan sencillo. Y cuando se reconecta Harris descubre que el buzón de su e-mail y su Whats-App y su chat y su Facebook están llenos de mensajes de sus amigos muy ansiosos por saber si ha visto la luz al final del túnel, si hay vida después de la Red.
CINCO Asimilado lo anterior, Rodríguez se propuso algo parecido. No fue sencillo. La familia y los omnipresentes FagliacceStein, etc. Pero sí que le pasaron cosas: se descubrió más indignado que de costumbre por la realidad irreal. Más polémica por el retiro de los símbolos monárquicos, más folletín separatista de la “singularidad catalana”; más dilemas de pertenencia/exi$tenciale$ de los jugadores de fútbol; más Grecia y Gibraltar revisitadas; más feroz lobo solitario, más progresiva caída en las encuestas de Podemos y Ciudadanos y revancha del bipartidismo supuestamente en vías de extinción; más padres y madres matando a más hijos y más hombres matando a mujeres; más muertos fronterizos; más inmortales en películas Marvel en llamas; más EL CALOR y LA CORRUPCION con mayúsculas, más absurda fiesta patronal; más supuesto fin de la crisis y sonrisa de Rajoy. Y Rodríguez volvió a ver en una tarde TV maratónica las cuatro primeras partes de Misión: Imposible (¿existe un trabajo así o se trata de vehículos de la CIA para enrolar incautos como alguna vez Top Gun metió a un montón de gansos en la Fuerza Aérea?) antes de ir a ver la quinta al cine rodeado de personas que escribían y leían en la oscuridad (practicó esa sonrisa tan dental de Tom Cruise en el espejo del baño y no le salió bien y, ya se sabe, Rodríguez se parece al Philip Seymour Hoffman de la tercera entrega, pero sin maldad alguna); aumentó varios kilos porque picoteaba algo cada vez que sus dedos empezaban a moverse solos; se rió mucho con la sitcom involuntaria True Detective 2, y tuvo una pesadilla en la que todos los avatares abandonados en Second Life y todos los alias y nicks y anónimos cruzaban desde aquella dimensión a la nuestra y se presentaban a sus dueños y se quedaban a vivir en sus casas. Y le prometían que ya nunca estarían solos.
Después, ahora, el plano agosto se convierte en el empinado septiembre.
Y todo vuelve a ser como era antes del después de esa época en la que aún te preguntaban dónde estuviste en lugar de dónde estás.
Cuando la respuesta todavía podía llegar a ser “Estuve solo”.
Cuando ésa era la respuesta correcta.
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