› Por Antonio Dal Masetto
Mi abuelo paterno Antonio, llamado Toni Furbo, era hombre de montaña, había nacido en una aldea de 20 casas y ahí vivió toda su vida. Iba a visitarlo en las vacaciones de verano y con el tiempo llegué a pensar que la montaña y él eran una misma cosa. Me contaban que a veces, sobre todo cuando era más joven, preparaba su mochila y desaparecía unos cuantos días, subía hacia las cimas, iba desplazándose sobre el filo de los cerros y por las noches prendía fogatas para que la gente de la aldea pudiera decir: “Allá está”.
En esas visitas de los veranos me llevaba con él a recorrer otras aldeas donde realizaba sus negocitos prohibidos por la ley. Tomábamos senderos escarpados y subíamos a buen paso, pero mi abuelo nunca seguía la senda, en algún momentos se apartaba y elegía atajos complicados, donde era necesario trepar por laderas rocosas y al llegar arriba nos sentábamos y nos quedábamos en silencio mirando abajo los valles, algún carro en un camino, grupos de casas, un arroyo, el desplazarse de un trencito.
Yo también había nacido y crecido entre montañas, y me gustaba andar por los bosques y las cuestas, y buscaba las cimas y pasaba el tiempo allá arriba y cuando volvía contaba a quien quisiera escucharme lo que había visto en el oro de los horizontes y sentía que ese amor por las alturas me había venido de mi abuelo, que yo era su heredero. Entonces me preguntaba de quien sería heredero Toni Furbo.
Después pasó el tiempo, mi abuelo murió y mi familia emigró a la Argentina, y en la pampa, en el pueblo de Salto, llanura y llanura, lo que yo más extrañaba era la presencia de las montañas. A los 17 años me vine a ver cómo era la gran ciudad y acá reemplazaba mi nostalgia subiéndome a lo que pudiera. Con el tiempo me hice de algunos amigos y a veces me invitaban a un asado y si las casas tenían jardín y algún árbol al poco rato yo ya estaba entre las ramas y les hablaba a los demás desde mi lugar de privilegio y los obligaba a girar las cabezas hacia arriba y alguien se las ingeniaba para alcanzarme un vaso de vino. Si no había árboles me encaramaba a los tejados. La cuestión era un poco de altura.
Cuando a los veinte años hice un viaje al sur, a Bariloche, de mochilero, y vi los primeros cerros a través de la ventanilla del tren me volví un loco. “Montañas, montañas”, le gritaba a mi compañero, y empecé a correr ida y vuelta por el vagón y después salí al aire libre para gozar mejor del espectáculo y ver cómo las cimas poco a poco se acercaban y era un muchacho feliz.
Mi hijo Marcos, con su esposa Patricia, tuvieron tres hijos, Maxi, Lucas y Julieta, pero sólo el del medio, Lucas, resultó de la estirpe de los que buscan la altura. Lo veía, cuando chico, correr por encima de los tapiales, saltar, trepar donde pudiera, lanzarse y quedar colgado de una rama y después, lo mismo que yo, subir y quedarse sentado allá arriba, lejos de todos, por encima de todos. Otros sólo verían en eso un juego de chicos, pero yo reconocía que él también era un heredero y, destinado a la llanura, ésa era su forma de expresar su nostalgia de altura.
Mi hija Daniela, que ahora vive en Palma de Mallorca, tuvo dos hijos, Nahuel y Olivia. Olivia, con su actual marido Jorge. La nena todavía no cumplió los dos años. Daniela me cuenta que Olivia es rápida, escurridiza, y hay que tener cuidado, de pronto desaparece y está en alguna habitación donde vio la posibilidad de treparse a algo. Esté donde esté nada la atrae tanto como el desafío de escalar. Recibo fotos, algún video, y la veo, lanzada hacia su objetivo, los bracitos arriba, una rodilla, una piernita, otra piernita, obstinada en llegar hacia ese punto sobre su cabeza y del que no separa la vista, supongo que sin saber todavía por qué se empeña, aunque quizá sí lo sepa. “Ahí está otra de los nuestros, otra nostálgica de lo alto”, me digo.
Recuerdo, pienso, miro, me remonto a Toni Furbo, a sus andanzas solitarias por las cimas, a las fogatas nocturnas, y me siento orgulloso de pertenecer a la pequeña lista de integrantes de esta especie de logia secreta desparramada por el mundo, integrantes con almas, con corazones de cabras.
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