Vie 14.11.2003

CONTRATAPA

Perdedores

› Por Juan Gelman

Los veteranos y los efectivos estadounidenses heridos, enfermos y/o discapacitados como consecuencia de la invasión y ocupación de Irak padecen un afán ahorrativo de la misma Casa Blanca que no escatima miles de millones de dólares para alimentar su sueño imperial y continuar su carrera armamentista. Se aducirá que ese afán es la herencia puritana de quienes colonizaron el país siglos ha. Sólo que éstos enfrentaban duras condiciones a partir de cero y hoy Estados Unidos –obvio– es la primera potencia del planeta.
Ron Paul, representante republicano por Texas, se escandalizó recientemente por la situación de los militares repatriados, heridos e internados en el Walter Reed de Washington: “Algunos convalecientes –escribió– fueron obligados a costear de su bolsillo las comidas del hospital. Otros que regresaban a casa con una licencia de dos semanas debieron pagar su transporte desde la costa este. Otros más tuvieron que comprar a sus expensas botas para el desierto, gafas de visión nocturna y otros aditamentos militares. Es chocante que nuestras tropas tengan que pagar por elementos básicos que se les deberían proporcionar con cargo al presupuesto de la defensa”. Dicho de otra manera: los soldados norteamericanos pagan para ser muertos y heridos en una guerra que nadie les consultó.
El número de heridos por accidente o por batalla contra la resistencia iraquí es cuidadosamente maquillado en los registros oficiales. Veterans for Common Sense reveló en su boletín del 11-8-03 (www.Veterans forCommonSense.org) que en uno solo de los hospitales alemanes –el de la ciudad bávara de Landstuhl– habían sido tratados hasta esa fecha más de 7000 efectivos yanquis transportados desde Irak. La experiencia militar indica que un 95 por ciento sale con vida de esa dura peripecia; si es así, habrían muerto 350 soldados que el cómputo oficial de bajas no toma en cuenta. La situación de los heridos trasladados a EE.UU. dista de ser brillante. Un cable de UPI del 17-10-03 relata que más de 600 heridos y enfermos, muchos de los cuales combatieron en Irak, se hacinan en la base militar Fort Steward esperando diagnósticos y tratamientos que tardan en llegar. Si llegan.
Viven en oscuras barracas de cemento, tienen que cruzar un arenal para ir al baño colectivo, deben pagar el papel higiénico que usan y la comida que consumen, algunos esperan meses antes de que un médico los vea y otros se resignan y renuncian al 80 por ciento de las prestaciones debidas con tal de volver a sus hogares. Son reservistas y miembros de la Guardia Nacional, en general menospreciados por los profesionales del ejército y, a la vez, los más proclives a convertirse en bajas por su escaso entrenamiento en una guerra de guerrillas donde la primera línea del frente se encuentra en todas partes. Eran hombres sanos cuando llegaron a Irak y ahora sufren extraños males pulmonares y cardíacos. Pero los jefes deciden que muchos casos se deben a “una condición previa” y esto elimina las primas y subsidios por enfermedad o discapacitación a los que tienen derecho por ley. Sólo cuando el tema afloró –tímidamente y hace poco– en los medios norteamericanos, el Pentágono envió más personal médico a Fort Stewart y el Senado pidió y obtuvo para los allí internados unos flacos 8,10 dólares diarios para comprar comida. El ahorro es el ahorro, sí señor.
Además irrita a jefes, oficiales y tropas un hecho inédito en la tradición bélica de EE.UU.: Bush hijo se disfraza de militar para cantar victorias que no son, pero nunca asiste al funeral de quienes regresan envueltos en la bandera estadounidense. Charles Sheenan-Miles, veterano de la primera guerra del Golfo y director ejecutivo del Instituto de Investigación de Políticas Nucleares, declaró al respecto que “es enorme el impacto de que el presidente no hable (de las bajas)... Hemos escuchado esa retórica constante de que apoyar a las tropas equivale a apoyar las políticas del presidente. Si uno está contra la guerra, está contra las tropas. Y éste es uno de los datos clave que muestran la mentira de todo eso. El presidente, el Pentágono y en menor medida el Congreso no han tenido el menor respeto por la gente que en su nombre va a la guerra”.
Más que irrespeto es deliberación: no hay que asociar a Bush hijo con los caídos. El Pentágono ha prohibido a los medios que se fotografíen los ataúdes que salen de Irak y también los que llegan a EE.UU. La Casa Blanca pretende que la ocupación progresa y entonces muertos no hay. Ese empeño ocultador ha cambiado el léxico militar: las llamadas “bolsas de cadáveres” durante Vietnam, o “bolsas de restos humanos” cuando Kosovo, ahora se denominan “tubos de traslado”. Semejante acto mágico no cambia su contenido y sólo los periódicos de provincia se ocupan de las pérdidas locales que la gran prensa nacional ignora. Bush es un ganador. El perdedor es nada.

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