Viernes, 11 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Juan Forn
Nadie entendía por qué el gran Alberto Giacometti aceptó hacerle un retrato a un joven aspirante a coleccionista llamado James Lord, en 1965. El frívolo modelo pensó que alcanzaría la inmortalidad posando una o dos veces para el pintor, pero terminaron siendo dieciocho jornadas agotadoras de nueve horas, sentado rígidamente en una silla, en el lóbrego atelier parisino de Giacometti. Lord había llegado a la ciudad como soldado con las tropas aliadas que liberaron París al final de la Segunda Guerra, y merced a sus encantos sedujo a Jean Cocteau, a Dora Maar (la ex amante de Picasso con quien tuvo un conveniente romance), a la pareja conformada por Gertrude Stein y Alice Toklas (en este caso, el embrujo fue sólo platónico) y así accedió al círculo áulico de los artistas de Montparnasse. Pero Giacometti era un hueso duro de roer: no socializaba, no le interesaba triunfar en América (herramienta que usaba Lord para entrar en confianza con quienes admiraba) y no le importaba otra cosa, a esa altura de su vida, que develar un enigma: “Sólo sigo pintando para saber por qué no puedo dejar en el lienzo lo que veo”.
Giacometti había sido el primero de los surrealistas en abrazar la abstracción y también en abandonarla. Su retorno a lo figurativo había sido fulgurante, a través de la escultura más que de la pintura, con esas espectrales figuras esqueléticas caminando solitarias o esperando en grupo pero igual de solitarias, que se convertirían en su marca de fábrica y en la imagen por antonomasia de lo que había terminado siendo el hombre para el hombre en la posguerra. No es casual que las figuras de Giacometti fascinaran por igual a Sartre, a Beckett y a Jean Genet. No es casualidad que cualquiera que camine contra el viento o espere en una esquina solitaria hasta el día de hoy se sienta irremediablamente una figura de Giacometti, un abandonado por su época.
Después de contestar con esas esculturas la famosa pregunta de Theodor W. Adorno (“¿Puede haber poesía después de Auschwitz?”), Giacometti hizo otro viraje igual de fulgurante en su obra: la restringió al retrato. Volvió a pintar rostros. Una y otra vez trató de reproducir los rasgos de su hermano Diego y de su amante Annette, obligándolos a posar durante infinitas jornadas. Annette fue la primera en rendirse (“Me sofocó, era como si toda mi vida se consumiera en ese acto”). Diego, que trabajaba en la habitación de al lado del taller de Giacometti y era el encargado de realizar los moldes de las esculturas de su hermano, tuvo más paciencia pero también terminó pidiéndole que lo pintara de memoria y lo dejara trabajar en paz. El joven James Lord apareció providencialmente en ese momento y Giacometti no lo pensó dos veces: lo encadenó a la silla.
Lord escribía dos veces por semana a su mamá, al otro lado del océano, contándole sus actividades (mayormente eran chismes: cuando Gertrude Stein quería que algo se supiera en todo París, se lo contaba a Lord como confidencia). La noticia de que Giacometti iba a pintarlo era tan sabrosa que pidió permiso al pintor para ir fotografiando el retrato en el estado en que quedaba al final de cada jornada, para enviarle esas imágenes a su madre: suponía (con razón) que el pintor no le regalaría la tela y que mamita no podría verla nunca. Cuando Giacometti murió un año después, Lord publicó un librito de menos de cien páginas en el que relataba aquellas dieciocho sesiones: cada una iba antecedida, por la fotografía correspondiente del cambiante retrato. El libro abría con una foto de él tal como Giacometti lo había hecho posar, y cerraba con una foto de Giacometti en el patio de su estudio, mostrando exhausto la versión final de la tela.
El libro era hipnótico: un artista pinta un retrato en dieciocho tempestuosas sesiones y a su vez es retratado por el modelo que posa para él. El modelo no sólo registra cada palabra y cada gesto del artista; además, intenta por todos los medios que el artista no arruine el retrato que está pintando. Me explico: Giacometti era legendario por pulverizar y reconstruir una y otra vez sus obras (“Nada de lo que he expuesto estaba acabado, pero no atreverme a exponer habría sido una cobardía”). Igual de legendarios eran los comentarios que hacía en voz alta mientras trabajaba, como si estuviera con la cara apretada contra la pared y no pudiera respirar. Lord no sólo transcribió clandestinamente esos comentarios sino también sus propias sensaciones, desde el momento en que, finalizada la primera sesión, Giacometti le dijo: “Hemos ido demasiado lejos, no podemos parar ahora. Tienes que seguir viniendo”.
A lo largo de las sesiones siguientes, el pintor ruge, bufa, aplasta cigarrillos con el pie, vuelca trementina, sale al patio a quemar dibujos viejos, se tumba en la cama y anuncia que no va a levantarse nunca más. “Cuanto más se trabaja un cuadro, más imposible resulta acabarlo”, murmura. “Deberían encerrarme en un asilo”, asegura. “Ah, la venganza del pincel contra el pintor que no sabe utilizarlo”, maldice. Los rasgos de Lord irrumpen y desaparecen en un magma de grises a lo largo de las sesiones, como si Giacometti no tuviera control sobre ellos. Cuando a Lord le pica la cara y pide permiso para rascarse, Giacometti le dice: “Calla. Son las pinceladas que estoy dando a tus mejillas”. Cuando Lord comenta que ya no se puede ver nada en la penumbra, Giacometti dice: “Con la última luz se alcanza a captar lo que no se ve el resto del día”. Cuando Lord le pregunta cuántas sesiones más harán falta, porque debe viajar a Norteamérica, Giacometti le dice que no deje que ese retrato interfiera en su vida, y lo deja ir. Lord duda, al principio: “Era como si la pose en que me había colocado me hubiera paralizado para siempre”.
Después de publicar su librito sobre aquella odisea, Lord dedicó varios años a escribir una biografía de Giacometti maníacamente detallista, que resultó estar maníacamente plagada de falsedades e invenciones, pero como era la única biografía que había del artista, Lord pudo pasar por experto y hasta autenticador de obra evidentemente falsa de Giacometti en Japón y en Alemania. Su ambición era llegar algún día a comprar aquel retrato, con el dinero obtenido por sus diversas actividades. Annette, la amante devenida esposa y luego viuda y celosa albacea, trató de desacreditar a Lord sin bajar la cotización de Giacometti en el mercado del arte, así que reunió la firma de todos los amigos y galeristas de su marido y publicó una solicitada en las revistas de arte más importantes de Europa, donde decía elípticamente que aquella biografía distorsionaba “en forma irreparable” la imagen de Giacometti.
El único que no figuraba en la solicitada era Diego, el fiel hermano, que aceptó en cambio escribirle un prólogo al librito inicial de Lord, donde decía que, al leer esas páginas luego de la muerte de Giacometti, tuvo varias veces el impulso de trasladarse al estudio de al lado y repetírselas en voz alta a su hermano muerto. “Cuando Alberto terminó el primer busto que hizo de mí, me llamó a gritos desde su estudio y me dijo: Mírate. Con ese mismo espíritu me hubiera gustado leerle a él este retrato. Sólo alguien obsesionado como estaba él por lograr pintar lo que veía habría sabido apreciar lo que muestra esta semblanza”. La viuda del pintor se limitó a vender entonces el estudio que tanto tiempo habían compartido ambos hermanos. Diego no hizo comentarios. En cuanto a Lord, aunque sobrevivió a la viuda y logró un buen pasar escribiendo libros chismosos sobre sus otros conocidos en el mundo del arte, nunca pudo hacer suyo aquel retrato que le había pintado Giacometti.
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