Sábado, 21 de mayo de 2016 | Hoy
Por Noé Jitrik
Extraño sueño el de una noche tranquila: todo me parecía asible y claro, tan nítido y perfecto que en el sueño mismo pensaba que lo podía recuperar en la vigilia sin pérdida y con consecuencias significativas. Alguien cantaba con un registro de tenor unos versos transparentes que me parecieron que eran la expresión misma de la sabiduría popular. Pensaba, o sentía, que el que cantaba, un hombre parado en un escenario, lo hacía para mí, como indicándome que debía hacer algo con esos versos, eran seis en los que estaba todo; me parecía que el cantor era el propio Ángel Vargas en quien hacía tiempo que no había pensado, y no importaba si era un tango u otra expresión lírica y lo curioso era que no se escuchaba música ninguna, era la poesía pura, la pura riqueza popular.
Poco a poco, las brumas del despertar fueron alejando esos versos luminosos pese a que los sentía en mi mano, que los consideraba instalados en mi mente y que al levantarme podría seguir la orden sin ningún problema. No fue así, por más esfuerzos que hice no conseguí más que una sensación de omnipotencia que ganó mis miembros aunque me quedaba un aura, una idea, la de una pérdida cuya formulación podía encarnarse: Ángel Vargas podía ser el cantor, no sólo su voz precisa y su dicción perfecta sino esos versos mismos que podían estar refugiados en alguna composición que mi memoria había guardado y que el sueño me había devuelto, eso que se llama trabajo del inconsciente. Recurrí entonces a “Tres esquinas” pero no estaban ahí; sin embargo, la atmósfera de ese poema me daba alimento para creer que algo tenía que ver con la conversión que yo había hecho en el sueño.
Lo mejor, pensé, sería reescribir esos versos perdidos como si hubieran sido ésos los que soñé. Y eso es lo que hice: “En un viejo bodegón/ de un barrio viejo y cerrado/ suena una triste canción/ de un amor abandonado/ un olvido y una oración/ por tanto lejano y llorado”.
Creo haber llegado a algo: una relación, un breve sistema en el cual un lugar, el almacén y el barrio en el que tiene sentido es objeto de un recuerdo cuyo contenido es un amor. ¿No será que siempre evocamos con nostalgia un amor perdido y desplazamos el recuerdo, para no sufrir la pérdida, al lugar en el que nació? Creo haber llegado a algo que intento determinar, una relación que da lugar al lirismo y a una atmósfera poética que es lo que encuentro, precisamente, en el poema de Cadícamo que canta, gloriosamente, Ángel Vargas: “En sus ochavas compadrié de mozo/ tiré la daga por un “loco amor”/ quemé en los ojos de una maleva/ la ardiente ceba de mi pasión”/.
No es el único que formula esa ecuación: me parece encontrarla en otras latitudes. Recupero algunos versos de una encantadora canción de Charles Trenet, “Ménilmontant”, un barrio de París, que el poeta revisita luego de una larga ausencia y del que declara que allí “dejó su corazón”, su “alma”, su “felicidad”. Las cosas que menciona son humildes, como la “pequeña iglesia, “la “vieja casa” y, todo culmina, como en “Tres esquinas”, el poema de Cadícamo, en la figura de la pérdida, el doloroso amor: “Bellos días que vuelvo a ver/ una primera cita/ una música, unos ojos soñadores/ toda una novela/ una novela de amor poético y patético”. En ambos poemas la misma relación, un lugar evocado, perdido en el tiempo, y un amor revivido, herida no cerrada, casi llanto en la entonación de ambos cantores por el tiempo que pasó y las huellas que dejó.
Pero hay sin duda más, mucho. Cada uno tiene sus recuerdos e impresiones y las mías acaso sean poco compartidas. Por ejemplo, y como a propósito, recuerdo unos versos de Francis Carco, otro poeta francés, que cantaba sus poemas acompañado por un acordeón: “Me acuerdo de la bohemia/ de mis amores de entonces/.../ amores míos orad por mí...”, en los que la bohemia es un metafórico lugar perdido y evocado como escenario de eso otro, lo que realmente importa y se dio y desapareció hasta el llanto, el amor que todo lo embellece, incluso la evocación de su extravío. ¿Será que Baudelaire, que sabía de estas cosas, acertó cuando dijo “los amores más bellos son los más desesperados”? Y yo añado, “los perdidos”, porque dan lugar a una evocación, en suma a un sentimiento poético de la vida que nos embellece a nuestra vez aunque, como proclama el mismo Trenet, “Yo no soy poeta”.
Felices coincidencias con el tango de Cadícamo, no quiero creer que su canción se haya inspirado en las de los franceses ni a la recíproca, las de los franceses en la del argentino –debe haber muchas más– aunque no se sabe, los poetas argentinos del tango no podían ser ajenos a ciertas atmósferas, acaso idealizadas, y no tanto si se piensa en Gardel y su fulgurante paso por París o en el galicismo musical de un Lucio Demare (“Mañanitas de Monmartre”, “Dandy” o “Gricel”), o en la famosa y estereotipada frase, “bailar el tango en París”, de la que se burla suavemente Roberto Arlt en El juguete rabioso.
Dos lugares, París y Buenos Aires y en ellos el barrio, una vida perfumada y atenuada, escenarios del nacimiento de pasiones duraderas. En cuanto a París no se trata del que paseó y describió Walter Benjamin, inspirado en el mencionado Baudelaire, que tanta presencia tiene en la academia argentina, sino, más bien, el que rescató René Clair en Puerta de Lilas y, sobre todo, el de ciertas películas de la década previa a la guerra mundial, Hotel del Norte o la novela de Louis Aragon, El paisano de París. En Buenos Aires, el barrio de mi infancia, el de las primeras miradas, el de los primeros desdenes y las heridas de primaveras prometedoras y elusivas.
Después de la guerra todo fue cambiando en París, en Buenos Aires hacía tiempo que había cambiado, tanto como el tango que fue adelgazando su presencia hasta ser pura rememoración. Pero quedan esos momentos bellamente congelados que son como estampas de modos de vida: el barrio, la noche, la música apenas, los amores dolorosos, las evocaciones y la vaga poesía de una pérdida que es la del sentido mismo de una vida que la modernidad fue atropellando y arrinconando y en la que las singularidades, los ojos temblorosos de una mujer, el cuchillo presto a afirmar una pasión, vida y muerte en un circuito perfecto, han ido desapareciendo y sus restos yacen en las sentinas del inconsciente, en el sueño que de pronto ataca a alguien como yo, a quien todo ese mundo perdido lo toca y del que no se puede ni quiere desprender.
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