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 Por Juan Gelman

Un extracto de las memorias de John Nott que publicó el londinense The Daily Telegraph arroja ciertas luces sobre lo que ocurría en la trastienda del gobierno británico cuando Galtieri desató la aventura de las Malvinas. El 30 de marzo de 1982 Downing Street contaba con sólidos indicios de que la junta militar se proponía invadirlas y el entonces ministro de Defensa británico pidió y obtuvo una reunión urgente con Margaret Thatcher. Ambos examinaban una posible reacción de orden diplomático –dice el memorialista– cuando apareció el jefe de la Marina Real, almirante Sir Henry Leach, quien embutido en su elegante uniforme aseveró que se podía preparar en pocos días una fuerza militar considerable para desalojar al invasor. “La vista de un hombre en uniforme –reflexiona Nott– siempre gusta a las damas y Margaret estaba claramente impresionada”. Agrega que la Dama de Hierro decidió desde el principio “que la única manera de recobrar nuestro honor y prestigio nacional era infligir una derrota militar a la Argentina”.
Estas explicaciones rozan la candidez. La guerra le venía muy bien a Margaret Thatcher y a su Partido Conservador, sobre el que planeaba la amenaza de una casi segura derrota electoral. Dos periodistas británicos, Arthur Gavshon y Desmond Rice, registraron en su libro El hundimiento del Belgrano los índices de popularidad de la jefa de gobierno antes y después de que eligiera una respuesta militar: 32 por ciento de opiniones favorables en enero de 1982, 51 por ciento en junio. En el mismo lapso se estreñía el apoyo público a laboristas, liberales y socialdemócratas. Galtieri y la Thatcher se necesitaban mutuamente.
Nott se queja de las negociaciones que Alexander Haig, secretario de Estado de Ronald Reagan, llevaba a cabo para encontrar una salida diplomática a la guerra. Fueron cortitas –28 días hasta que la Casa Blanca decidió suspender la venta de armas a la junta militar–, pero “no sólo producían choques personales en el gabinete, también tensaban la relación de Gran Bretaña con Estados Unidos”. Y explica la razón de la frialdad que Washington le propinó a Londres mientras la flota británica navegaba hacia el sur: “Ellos (el gobierno norteamericano) no querían que cayera el dictador argentino, general Leopoldo Galtieri... Para los estadounidenses él era un pilar central de la resistencia al comunismo en América del Sur y América Central, y todos los esfuerzos de Reagan y del Departamento de Estado se concentraban en la crisis en El Salvador”. Lo había explicado ya quien fuera en esa época embajador británico ante la Casa Blanca, Sir Nicholas Henderson: “El gobierno de Buenos Aires ha venido prestando apoyo a Estados Unidos en sus operaciones encubiertas en América Central y en sus causas anticomunistas en toda América latina, actitud... que a los ojos de la junta argentina le ha asegurado el apoyo norteamericano a una eventual nueva política en relación con las Malvinas”. Es notorio el grueso error de tales cálculos de la dictadura militar. Es también notorio que mano de obra represora argentina actuó y entrenó a sus pares en la región centroamericana, bajo el mando del coronel Osvaldo Ribeiro (a) “Balita”, secundado por el coronel Santiago Hoya (a) “Santiago Villegas” (a) “José Hoya”, y con la participación especial –entre otras– de personal de Automotores Orletti como –entre otros– Rubén Héctor Escobar, Raúl Guglielminetti (a) “mayor Guastavino”, o Ricardo Roberto Rico (a) “El Tordo” (a) “Julio”, hermano del carapintada.
John Nott destaca las satisfacciones que le llegaban de París. “En muchos sentidos –anota–, Mitterrand y los franceses fueron nuestros mejores aliados”. Recuerda que el país galo había vendido a la Argentina cazas Mirage y Super Eténdard, pero que tan pronto comenzó la guerra “el ministro de Defensa de Mitterrand se puso en contacto conmigo paraofrecerme algunos de esos aviones a fin de que nuestros pilotos se entrenaran para combatirlos antes de partir hacia el Atlántico Sur”. El Elíseo proporcionó además una información técnica detallada acerca de los misiles franceses Exocet –que hundían o dañaban a las naves británicas– y participó en las gestiones destinadas a impedir que Buenos Aires los obtuviera en el mercado mundial. “Fue una operación extraordinariamente exitosa –dice al respecto Nott–. A pesar de los esfuerzos persistentes de varios países –Israel y Sudáfrica en particular– para ayudar a la Argentina (léase dictadura militar argentina), logramos interceptar e impedir el suministro de más equipo a los argentinos, que trataban de reabastecerse con desesperación”. El presidente socialista Mitterrand explicaba en esos días a un visitante argentino –desea conservar su anonimato– que la alianza franco-británica tenía más de un siglo de vida y que se trataba de acabar con Galtieri y la junta. Poco antes el diario parisino Le Figaro había publicado fotos de militares franceses adiestrando a pilotos argentinos en el manejo de los Mirage y los Super Eténdard.
Galtieri fracasó en su intento de prolongar la existencia de la dictadura militar. Margaret Thatcher ganó las elecciones. En el campo de batalla quedaron los cadáveres de 750 soldados argentinos y de 255 efectivos británicos.

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