CONTRATAPA
Una lápida por el 19 de abril
Por Jack Fuchs *
El 19 de abril marca el comienzo del Levantamiento del Gueto de Varsovia en 1943. Esta fecha se toma, simbólicamente, para recordar todos los levantamientos armados, así como los movimientos de resistencia pasiva que fueron sucediéndose en los guetos y en algunos campos. La liquidación del Gueto de Varsovia supuso una culminación de la política de exterminio total de los judíos en Europa. Quedaban todavía dos años más de “solución final”, dos años más de matanzas.
Sólo la finalización de la guerra mundial, la derrota del nazismo, detuvo el delirio. No quiero parecer un pesimista incurable, no quiero repetirme, pero quizá los años me dan cada vez mayores certezas acerca de que el delirio del que hablo se pone en marcha siempre que una voluntad inspirada en la voluntad general toma la decisión de resolver, de solucionar la historia; la propaganda nazi, que fue instrumento de una refinadísima perversión (queda por estudiar –no lo sé– el grado de perversidad que hay en toda lógica propagandística), construyó un dogma según el cual el judío, no sólo el judío, pero particularmente el judío, por el hecho de serlo, era cabalmente una representación del mal; y cada vez que el mal encarna, los discursos y las políticas absolutas del bien piden de inmediato fórmulas de aislamiento, segregación, limpieza. Quiero decir: las masas hitleristas se pensaron a sí mismas como una religión del bien. Eliminar al judío pasó a constituir un acto de depuración y beneficio que ponía a su vanguardia, Eichman, la Gestapo, las SS, al frente de la empresa purificadora. Sólo esa creencia pudo precipitar el delirio colectivo. Pero todo esto es opinable, hay una vastísima literatura, y muchos eruditos que toman la Shoá como objeto de muy minuciosas y detalladas investigaciones históricas, políticas, o psicológicas. No es mi caso.
Me limito a considerar la significación que para mí tiene el 19 de abril, y para mí esta fecha es una lápida. Un kadish para los millones de muertos sin tumba. Es un día de recogimiento, cada año es la extensión de un duelo que no termina. Un día para nombrar cada uno de los guetos, para nombrar los campos de exterminio, para recordar las matanzas de Babi-yar, de Pomar.
Pasaron seis décadas y todavía me empeño en retener en la memoria las pequeñas aldeas, los pueblitos, las ciudades devastadas, la cultura y la lengua, el idish, los movimientos jasídicos, toda la cultura política, todos los hábitos y costumbres de las más de cinco mil comunidades judías desaparecidas, la destrucción de mil años de convivencia judía en Europa, nunca después recuperada. Pero así como recuerdo mi mundo, no puedo dejar de ver, como en un film, a los miles de gitanos que eran parte de la vida de las ciudades europeas y que tuvieron el mismo destino de espanto. Me veo en cierto modo obligado a mencionarlo. La pérdida de ese mundo, que fue mi mundo, sigue siendo la huella, el testimonio del horror. Los que sobrevivieron lo sienten con toda su contundencia. Es el mismo horror que debería pesar en la conciencia moral de todos los hombres. El mismo horror que nos asalta a cada nueva atrocidad, en cada nueva miseria después de la Segunda Guerra, el mismo horror que prueba que la memoria no es nunca suficiente, como se dice, para impedir que el crimen se repita.
El 19 de abril es para mí una ocasión en la que honrar a mis muertos y, quizá por eso mismo, una ocasión para celebrar la vida. Para celebrar toda la riqueza y la potencia vital de ese mundo destruido, y sentir la alegría viva de éste que aún tenemos, aunque sepamos que sobre él está pendiente todavía la misma amenaza.
* Sobreviviente del Holocausto, docente y escritor.