CONTRATAPA
El sueño europeo
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Una cosa es el Sueño Americano: ese fenómeno que en ocasiones se traduce en pesadilla para el resto del mundo pero que para los estadounidenses nativos o por adopción equivale a Shangri-La, Eldorado, Oz, Hollywood o cualquier territorio mítico donde todos los deseos pueden hacerse realidad. Y otra cosa muy diferente es el Sueño Europeo. Pensar en Europa como en un dragón de muchas cabezas y un solo cuerpo. Y pensar en que cada una de esas cabezas lanza llamaradas. Europa es un monstruo antiguo pero no viejo. Y su sueño –a diferencia de la artificialidad casi química del emplumado Sueño Americano del águila– es un sueño largo y pesado y su trama es mucho más compleja y convulsa que la del zzzzz al otro lado del Atlántico. Así, los americanos cuentan ovejas para dormir mientras se convencen de que el enemigo está afuera; de ahí el motivo de esas guerras turísticas. Los europeos, en cambio, saben desde el principio de los tiempos que detrás de toda oveja hay un lobo. Y que, casi siempre, cuesta tanto distinguir a una de otro. Y que esa fe ancestral –ese desprecio por el maniqueísmo de ciertas naciones nuevas– y ese constante hablar dormido y enredarse en las sábanas de la cama de la Historia tiene su gracia después de todo.
dos Lo que nos lleva a las elecciones de días pasados –el mayor ejercicio democrático del planeta después de los comicios indios– para designar quiénes serán los 732 diputados del Parlamento Europeo con sede desde hace 25 años en ese falso pero verdadero centro continental que es Bruselas. Digo días y no día porque no fueron unas elecciones eminentemente domingueras sino que éstas corren escalonadas de jueves a domingo. Y así fuimos sabiendo –aunque la Unión Europea lo prohibiera– que en Holanda ganaron los democristianos aunque con menos fuerza que hace cinco años. Y también supimos que los partidos gobernantes fueron castigados: a destacar la debacle del laborista Tony Blair que, además, perdió su batalla en las municipales por culpa de la guerra y hoy tiene más de 400 concejales menos de los que tenía, su partido retrocede al tercer puesto mientras, en Washington, la oxidada dama de hierro Margaret Thatcher inclinaba su cabeza frente al inmenso ataúd del hermano de sangre. Recién emergido de los abismos de una de esas cumbres del G-8 y también comparsa en los funerales de Reagan, Blair dijo que no se arrepiente de nada y que no cambiará su programa sin darse cuenta de que lo que aquí pasó es que fueron muchos los que se arrepintieron de haberlo votado a él y que parecen dispuestos a cambiar de canal. Después dieron por la televisión un film donde Albert Finney hacía de Churchill, cosa de marcar las diferencias. En cualquier caso, las elecciones europeas son y se viven como algo extraño: como un poco fantasmas, como si transcurrieran en una realidad paralela, próxima pero lejana. Y así se olvida de que es en Bruselas donde se redactan y se sellan las directrices que rigen y regirán al continente. Un mapa que, semanas atrás, pegó estirón considerable y así donde habían quince países ahora hay veinticinco. Y estas elecciones continentales se fundieron con otras regionales y es posible que el pasado fin de semana haya sido uno de los de mayor densidad política de los que se tenga memoria. Pero, también, el fin de semana en que menos se llevó a la práctica la teoría del acto democrático. 350.000.000 de ciudadanos capacitados para meter el voto en urna. Mucha gente, sí. Pero está claro que pocos –menos de la mitad– acudieron a la cita y que pocos piensan en las comuniones continentales cuando está en juego un acontecimiento igual de magno donde lo que pesan son los nacionalismos y las banderas individuales: la Eurocopa de Fútbol 2004.
tres Pero las elecciones fueron especialmente interesantes en España, que arrancó temprano con gesto artístico y metafórico entregándole el viernes pasado el Premio Príncipe de Asturias al triestino Claudio Magris. Un escritor –como Kundera, Sebald, Steiner– inequívocamente europeo y formalmente “mestizo” quien, en su magnum-opus El Danubio, escribió que “las fronteras son ídolos que exigen sacrificios humanos”. Y Europa es eso: un siempre sísmico continente/frontera donde son muchos los que quieren entrar con o sin papeles. El sueño de Magris –el de “una Europa diversa” que recuerde un poco a aquella gloria mitteleuropea– es a lo que aspiran, en la letra, estas elecciones. Una opción al Made in USA, una potencia humana de aliento divino y a ver si de una buena vez podemos firmar la Constitución para todos. Y entonces suena el despertador y a pocos interesa la epifanía. Y, en España, todavía late la resaca de las bombas y de las otras elecciones y esto es lo que grita alguien en mi televisor con léxico de folletín de espadachines: “¡Estamos hasta los cojones de la que liastéis el pasado marzo! ¡Vamos a por vosotros, capullos! ¡Os hundiremos!” Quien así se expresaba el sábado por la mañana era un joven simpatizante del PP todavía seguro de que su partido perdió las elecciones del 14-M por culpa de los atentados en los trenes. Sí: la militancia suele pasar hoy por imaginar conspiraciones; es mucho más divertido que los mítines y, sí, que tener ir a votar. Poco importaba aquí que en el nuevo reparto europeísta –ante la entrada de nuevos países “más pobres”– España vaya a recibir menos ayudas comunitarias, o que sus eurodiputados bajaran de 64 a 54. o que cada vez sean más las multinacionales que emigran hacia países “más baratos”. Lo que aquí sí importaba era vengar la afrenta o dar el tiro de gracia. De ahí que para el PSOE esto se viviera como una reválida y para el PP, como la posibilidad de una vendetta para conservar la mayoría popular en Europa luego de haberla rendido en una casita otra vez socialista “porque pasó lo que pasó”. Ahora el PP se despierta gritando para descubrir que perdió, pero no por tanto como le auguraban. Y el PSOE disfruta a pata suelta del dulce sueño de la victoria repetida, pero no tan a lo grande como se lo esperaba. Aquí se aguó la fiesta porque fueron las elecciones menos concurridas en la historia del país. Y así, ganadores y perdedores no son más que breves siestas en el sueño de una Europa de guerras y treguas, de reinos y parlamentos, de euroescépticos y europtimistas. Un dragón mutante que sueña despierto con lo que fue y con lo que es y con lo que será. Un dragón que ruge mucho y ronca fuerte.