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Tienes una tarjeta
Desde fines de 1800, las postales supieron recorrer la Argentina llevando mensajes de enamorados, familiares, amigos y enemigos. Las hubo sobrias, con dibujos, chistes visuales y fotografías que no siempre fueron completamente previsibles. En estos días, una muestra rescata gran parte de esa historia tan privada y, precisamente por eso, tan pública.
Por Soledad Vallejos
Antes de los e-mails, antes de las cartas, después de los telegramas y conviviendo con las primeras campanillas del teléfono, las tarjetas postales circulaban de mano (del cartero) en mano (del que recibía), pululaban de destino turístico en ciudad, iban desde amante apasionado hasta amante despechado, viajaban con saludos desde familias en Navidad hasta amigos en Año Nuevo, recordaban fechas, saludaban el progreso, despedían algunos pasados. En esos caminos, mientras las oficinas de correos ardían de tarjetitas, porteñas y porteños compartían con los habitantes de provincias el gustito ochentista de estar cerca de la cresta de la ola (la primera tarjeta postal del mundo fue emitida en Austria en 1869, y en Argentina se lanzaron en 1878). Toda ocasión, digamos, era buena para mandarse un par de líneas y, si la esquelita se veía moderna, tanto mejor. Con los años, lo que al principio era apenas un papelito con membrete fue sofisticándose a fuerza de dibujos, collages atrevidísimos, y, fundamentalmente, fotografías. Y ahí es cuando la cosa se hace interesante, porque, precisamente, es esa evolución y son esos gustitos –por decir algo– extravagantes (en serio: el adjetivo es chico) los que pueden transformar un recorrido más o menos previsible en el hallazgo en que termina convertida “Saludos de Buenos Aires”, la –increíblemente bien documentada y armada– muestra que por estos días y hasta el 8 de agosto puede encontrarse en el Centro de Museos, de la Secretaría de Cultura de la Ciudad.
Estratégicamente montado de acuerdo con sectores temáticos de corte básicamente geográficos (y quizá la yapa sea notar lo distinta que era por entonces la percepción de esos lugares), un recorrido por las postales que supieron rebasar buzones hasta los comienzos de la segunda posguerra dice que en Argentina se estilaba enviar de todo. Que durante muchos, muchos años, pudo seguirse en las fotos de las postales la evolución de Mar del Plata desde balneario exclusivo y más o menos pelado hasta su afirmación como playa peronista y sindical. Que el Valle de Punilla siempre fue cosa de aventureros (aunque de turismo aventura había poco cargando con tanta ropa) y que en algún momento era de excelente tono dar testimonio de las vacaciones propias demostrando que se había viajado en un tren ultramoderno. Que rozando el Centenario era muy top mandar cariños en tarjetas dobles (el remitente pagaba por adelantado la respuesta postal y el que acusaba recibo no tenía más que escribir su parte en la mitad correspondiente y cortar el troquelado), con testimonios del antes y el después porteño, aunque algunos se excedieran y desearan “Feliz Año Nuevo” con imágenes estremecedoras: el cementerio del Norte en 1800 y su progreso de 1900 (“la necrópolis”, aclara por las dudas), o el Asilo de Mendigos con el que compartía barranca en la Recoleta. De imaginación tan temblorosa como la letra que la transportaba debe haber sido ese señor recontraaudaz que en 1904 dedicaba una tarjeta postal a su amadahaciéndole pito calatán a la virtud media de la época y al rubor del cartero: “Tu imagen vino a visitarme en un sueño. Sentí un aliento acariciar mi frente y luego un labio trémulo y ardiente que buscaba mi labio y desperté”. Los amores, se sabe, son y serán caprichosos, pero –ante todo– lo han sido desde siempre, y será por eso que tan desesperado mensaje despreció para llegar a la (seguramente abrumada, porque recordemos: ¡1904!) festejada la imagen de alguna pareja rozagante y de trampa por los bosques, o las sonrisas almibaradas de la infancia, o las flores de acuarela que cabía imaginar aromáticas y vivaces. Tampoco esas líneas de deseo se limitaron a compartir espacio con, supongamos, un retrato del adorador, o una promesa vaga (un lindo par de anillos, algún altar, un ramo de flores digno de una novia) de formalizar tan utópica relación. En absoluto: el mensajito de marras viajó escrito sobre una encantadora, impagable e irrepetible imagen de la gruta grotesca que Torcuato de Alvear –en su fiebre simbolista arquitectónica– ordenó plantar en medio de plaza de Constitución (aunque no exclusivamente, las había en cuanto parque tuviera la ciudad), y que supo mantenerse allí hasta que –algunos años después– unos cuantos accidentes y derrumbes terminaron por ordenar su demolición.
En años en que las estampillas todavía hacían valer el peso simbólico del Estado decorando los sobres de las cartas, las imágenes postales –salpicadas de palabras más o menos felices– venían revestidas de todo tipo de intenciones más o menos subjetivas: la exhibición de la modernidad del país en que se vivía y el recuerdo de un pasado debidamente enterrado según las órdenes del progreso (las remodelaciones de la Plaza del Congreso, del Cabildo, de Plaza de Mayo), el chiste visual “pícaro” (que, a diferencia de las postales decentes, debía enviarse ensobrado), la galantería amorosa (“adiós tarjetita querida. Quién fuera dentro de ti para darte mil abrazos”), el guiño tierno (¡esos gatos del art nouveau alemán!), las relaciones familiares, y –atención– lo exótico.
El gesto exótico, decíamos. Cuando la Patagonia no era esa reserva de naturaleza y nieve en que parece haberse convertido entrado el siglo XXI, cuando los primeros etnógrafos habían recorrido el terreno y se retiraban a sus estudios de la metrópolis para escribir sobre los extraños paisajes encontrados en mundos lejanos, en el Sur quedaban algunos fotógrafos. Aún más: esos fotógrafos no estaban solos y tampoco estaban en medio del desierto. Y así es como viene una a descubrir que una señora muy fina envió unas líneas para implorar en francés que cierta persona accediera a intercambiar correspondencia con ella (“Voulez-vous échanger quelques cartes avec moi?”) en una postal con la foto de... los presidiarios del penal de Ushuauaia preparándose para un desfile. El exotismo versión nacional quiso que también hayan llegado hasta hoy, hasta ese rincón asombroso de la muestra (que pudo montarse gracias al berretín de Héctor Pezzimenti, director y fundador del Centro de Estudio e Investigación de la Tarjeta Postal en Argentina) una foto tenebrosa del presidio habitado y de noche (“Ese es todo el penal –dedicó alguien en 1945– y ese edificio oscuro que hay más atrás es el Hospital del Presidio. Allí puedes apreciar todas esas ventanitas que son los calabozos de los penados”), otra del tren que traía la madera que cortaban en bosque (“el tren de los penados”), y del “destacamento y campamento de policía de Río del Fuego”. Pero antes, unos cuantos años antes de que el mundo de los presos del fin del mundo fuera codiciado como souvenir de estante, y antes todavía de que alguien se divirtiera enviando la serie con el antes y el después del hundimiento de un barco en el Beagle (!), otras personas deben haber recibido, entre fotos de glaciares, animales y hielos varios, los retratos de una de las últimas familias onas, tan pero tan captados al natural con sus pieles y arcos y flechas que hasta sonríen a cámara en un alto de su viaje en canoa. ¿Qué habrán escrito en el reverso de esa postal?
El Centro de Museos de Buenos Aires queda en Av. de los Italianos 851 (Puerto Madero). La muestra puede visitarse de martes a viernes de 14 a 18 (con entrada libre y gratuita) y sábados y domingos de 12 a 18 (entrada general: 3 $). Hay juegos y actividades para niños y recomiendan concurrir con una cámara de fotos para llevarse una postal propia.