Lun 13.05.2002

CONTRATAPA

Hermano cruel

Por Rafael A. Bielsa

Se diría que sobre cualquier suelo, bajo infinidad de banderas, desde hace milenios, la relación de los hombres con quienes los mandan, y la de éstos con el poder, guarda similitudes y trae parecidos infortunios. Al hermano de Cayo Graco, Tiberio, lo había matado el senador Publio Satureio en la puerta del templo Capitolino. En Tiberio se mezclaban sin armonía posible la aspereza y el rechazo a examinar los problemas desde el punto de vista de su adversario; por ello, no era apto para dirigir un partido político.
Diez años después, en 123 AdC, Cayo fue elegido tribuno. Presentó su candidatura más por deseo de revancha que por patriotismo. Había prestado servicios militares en la insalubre isla de Cerdeña, donde su mandato fue prorrogado porque los miembros del Senado se regodeaban teniendo lejos de la capital a Cayo Graco, el hermano de Tiberio Graco. Fue el primero de los romanos en hablar paseándose furiosamente de uno a otro extremo de la tribuna. A veces, la tirria lo volvía chillón, y por eso disimulaba a un servidor con una flauta armónica detrás de él en los comicios, para que le avisara si el discurso fallaba haciendo sonar una nota determinada.
El y su hijo agotaban la línea masculina de los Graco. Esto lo apartó durante mucho tiempo de la política, y sólo le hizo cambiar de idea haber soñado con Tiberio, quien le recordó “...los hados decretaron la misma carrera para ambos, dedicar nuestras vidas y encontrar la muerte reivindicando los derechos del pueblo romano”. Durante su primer tribunado, propuso una ley por la que se debía vender, a la mitad del precio del mercado de Roma, el trigo procedente de los diezmos que pagaban las ciudades sicilianas. Esta ley, que le valió ser aclamado como el verdadero “amigo del pueblo”, dio un golpe de muerte a la agricultura italiana, que encontró en el Estado un competidor que inundaba el mercado a mitad de precio.
Cuando su inteligencia no estaba oscurecida por el desquite y los apetitos, concebía leyes que denunciaban a un estadista. Son muy llamativas las disposiciones mediante las cuales comenzó a trabajar en la modificación de la Constitución, no contentándose con sacudir la superficie de las cosas. Cayo buscaba una nueva corporación del Estado cuyos intereses fueran tan diferentes a los del Senado como para hacer de contrapeso, y la encontró en la Orden Ecuestre.
En el pasado, sus miembros eran simplemente la caballería del ejército romano; el que figurara en el censo ecuestre tenía que servir como soldado de caballería, aunque fuese senador, terrateniente o capitalista. Comerciantes y contratistas ciudadanos, y latifundistas de la Italia romana que no tenían rango senatorial, buscaban un nuevo protagonismo. Cayo quiso convertir esta heterogénea amalgama en un sector con ventajas prácticas.
Hasta entonces, sólo los senadores podían actuar como jurados. Los habitantes de las provincias deploraban que un jurado de senadores jamás encontrara culpable de desfalco o de tiranía a un gobernador. Cayo ideó una ley por la cual sustituía a los jurados senatoriales por los ecuestres. En su discurso contra el Senado, argumentó: “... ningún senador se molesta desinteresadamente por los negocios públicos, y en el caso presente (se trataba de un arbitraje relativo a tierras en Asia Menor) estos honorables caballeros pueden dividirse en tres clases: los que votan ‘sí’ y han sido sobornados por uno de los reclamantes; los que votan ‘no’ y lo han sido por el otro; y los que no votan y han sido comprados por ambas partes”.
Había arrojado al foro puñales con los que ambos órdenes, senadores y equites (integrantes de la Orden Ecuestre), se desgarrarían mutuamente, pero con ello más que favorecer a los ciudadanos o a los provinciales había perjudicado al Senado. La entrega de la Justicia en manos de losequites terminó en un abuso incluso más grave que el de sus predecesores senadores. Durante el año 122 AdC, fue reelegido. Comenzó a agregar un gran número de cargos permanentes a su título principal de tribuno: “triunviro del consejo agrario”, “comisario jefe de carreteras”, “superintendente de las nuevas colonias”. Carecía de un factor importante del poder, una fuerza armada regular, y se apoyaba en la mudable fidelidad de la multitud urbana.
Creyendo que no habría nada mejor para asegurarle el fervor popular que mostrar la nueva colonia cartaginesa, viajó a Africa. Al volver, los rumores más absurdos consumían la ciudad: que un vendaval había derribado su estandarte, que los mojones de piedra que señalaban los límites habían sido desenterrados por lobos.
En las elecciones para tribuno, Cayo se presentó por tercera vez, pero había perdido popularidad y fracasó en el intento. Apenas iniciado el año 121 AdC, los senadores comenzaron a anular cuanto podían de la legislación de los Graco. El día en que una ley debía ser invalidada, los “demócratas” partidarios de Cayo acudieron a la asamblea armados de dagas. El cónsul Oprimio abrió la sesión; uno de sus sirvientes cargó contra la primera fila de “demócratas”, al tiempo que decía: “¡Apartaos, malos ciudadanos, y dejad pasar a un hombre honrado!”
Para olvidar la antigua complicidad por la vía de la sobreactuación, un seguidor de Cayo lo hirió con un puñal. La asamblea se dispersó; Cayo pasó la noche en su habitación. Esa mañana comenzó la matanza: los arqueros cretenses atacaron a los “demócratas”, que retrocedieron. A Cayo no se lo vio durante la lucha porque se había encerrado en el templo de Diana; salió de allí dispuesto a huir. Los mirones que llenaban las calles lo incitaban para que corriese, pero no lo ayudaron ni le ofrecieron un caballo. Cuando sus perseguidores lo encontraron, estaba muerto. Su cabeza fue cortada y presentada al cónsul, que –según la tradición– dio al que la había traído su peso en oro.
Una leyenda sostiene que quien recibió la suma, llamado L. Septimuleio, había reemplazado la masa encefálica con plomo, para engañar al cónsul; pero ¿cómo habría podido realizar tan complicada operación en las calles, en medio del gentío? Sin embargo, no hay dudas de que a veces el poder prefiere pagar lo que sea para que su espejismo sea creído, sin que le importe durante cuánto tiempo.

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