Sábado, 13 de mayo de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Esta semana, el escritor peruano Mario Vargas Llosa opinó que “no hay que sobreestimar el indigenismo”. Lo dijo mientras el boliviano Evo Morales no para de sobresaltar incluso a sus vecinos blancos, y mientras el peruano Ollanta Humala, a pesar de los bordes vidriosos de su figura pública y los desbordes homofóbicos de sus padres, disputará la presidencia del Perú en el ballottage del 4 de junio.
Aunque Europa pose sus ojos displicentes en la América latina aindiada que asoma detrás de esos nombres, esa mirada no logra arrancar de su cuajo la pregunta que esa misma Europa se hacía hace quinientos años: ¿los indios tienen alma?
La Europa cristiana, conquistadora, evangelizadora, se hacía esa pregunta mientras destruía civilizaciones enteras cuyo esplendor la dueña de esa misma mirada era incapaz de percibir. Europa no sabía percibir ni valorar ni asimilar las diferencias. ¿Los indios tenían alma, además de oro?, debatían los religiosos y los poderosos.
La pregunta interpelaba por el otro, por ese de piel de color, de costumbres raras, de lenguaje extraño. Cuando ya habían muerto millones, se concluyó que los indios eran seres humanos y que en consecuencia tenían alma, almas irrecuperables como los cuerpos derribados en minas y batallas, en una de las más extensas orgías de dominación que conoció la humanidad.
Hace una semana se cumplieron 150 años del nacimiento de Sigmund Freud, que poco tiene que ver con la conquista de América y con las preguntas que esa conquista instaló en las mentes europeas civilizadas. Sin embargo, un hilo dorado se extiende, si se lo sigue bien, desde que San Agustín concibió la conciencia cristiana hasta que el fundador del psicoanálisis le dio un marco teórico a aquello que yacía invisible atrás o debajo o arriba o antes o después de la conciencia: el inconsciente.
A los sujetos contemporáneos nos es casi imposible imaginarnos cómo vivían sus vidas los hombres y las mujeres que nacieron antes de que San Agustín y San Benito promovieran lo que se conoció como introspección cristiana. Ya en ese momento, en los albores de la Alta Edad Media, las personas dejaron de sentirse responsables sólo de lo que hacían: también eran responsables de lo que deseaban, de lo que sentían o soñaban. El alma humana ya no era simple: ya existían las buenas o malas intenciones, y existía un dios al que era imposible ocultarle la verdad.
Hace un siglo y medio, Freud mezcló esa baraja y dio de nuevo. Vino a decir que hay una verdad que no se puede confesar, porque uno mismo la ignora. Y vino a decir también que hay palabras que no se pueden decir, que son impronunciables; que no sólo hay olvido, que hay falsos recuerdos; que hay aspectos nuestros que son acaso los más fuertes y potentes, a los que no accedemos más que a través de la pena o el dolor que reprimirlos nos provoca.
A pesar de que hoy Europa vuelve a posar sus ojos displicentes sobre países latinoamericanos con población indígena, hoy los debates pasan por otro lado. En los patios traseros del mundo, y también en los patios traseros de los países centrales, millones de personas excluidas de toda estructura social concebible se multiplican y se enferman, pasan hambre o tienen miedo, ven morir a sus hijos o a sus padres, migran, escapan, soportan intemperies, tempestades, son agujereadas a balazos o deshechas por misiles.
En nuestras ciudades, sólo hace falta salir a la calle después de las nueve de la noche para ver al ejército de desahuciados revolviendo basura. La mayor parte de las palabras que usamos les son ajenas: viven en nuestro mismo mundo pero viven en otro, que les demanda poco vocabulario. Chapa, cartón, birra, paco, faso, loco, moneda, madre. Esa palabra la pronuncian seguido: cuando se es mujer y se baja el vidrio del auto y se estira la mano para depositar en la palma de la suya una moneda, ellos dicen casi siempre:
–Gracias, madre.
¿Qué interpretaría Freud al respecto? ¿Qué voltereta extraña del lenguaje les hace impregnar esa mínima ayuda, esa mínima molestia de extender una moneda con un halo maternal? ¿Qué dicen los huérfanos de Estado cuando dicen “madre” o “padre”? ¿Qué expresan los huérfanos de Estado cuando piden y reciben ayuda y qué expresan cuando vuelven a ser rechazados, ellos, que fueron rechazados desde que nacieron?
Pasaron siglos desde que Europa se preguntaba si los indios tenían alma. Hoy podríamos blanquear una pregunta que no se hace pero que sin embargo se responde por la negativa en los hechos, cuando la existencia de esos millones de vidas miserables no sacude ni espanta; la pregunta sería: ¿los pobres tienen inconsciente? ¿Los excluidos tienen inconsciente?
De un lado de la muralla, hemos aprendido, gracias a Freud, lo débiles y lo fuertes que somos; hemos detectado lo permeables, lo vulnerables que somos a determinados conflictos. Sabemos qué es un trauma. Sabemos que hay vidas enteramente desviadas por algo que no se pudo procesar.
Pero mientras de un lado de la muralla nos asistimos y nos cuidamos para no desbordar, del otro lado del muro, ellos, los huérfanos de Estado, soportan su miseria con nuestra anuencia, como si hubieran venido al mundo sin alma, igual que aquellos indios. Y sin conciencia; y hasta sin inconsciente.
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