› Por Robert Fisk
El linchamiento de Saddam Hussein –porque de eso es de lo que estamos hablando– se convertirá en uno de los momentos clave de toda la vergonzosa cruzada en que se embarcó Occidente en marzo de 2003. Sólo el presidente George W. Bush y Tony Blair pudieron haber creado una administración militar en Irak tan asesina e inmoral que hasta el más inescrupuloso asesino en masa de Medio Oriente pudo terminar sus días en el cadalso como una figura noble que señaló la falta de hombría de sus asesinos encapuchados y que, en sus últimos segundos, le recordó al matón que le dijo “vete al infierno” que el infierno ahora es Irak.
“Nada en su vida le sentó tan bien como dejarla”, fue como Malcolm describió la ejecución del traicionero Thane de Cawdor en Macbeth. O, como me dijo un buen amigo norirlandés por teléfono, horas después: “Toda esa maldita cosa fue obscena”. Así fue.
Por supuesto, Saddam no les concedía un juicio a sus víctimas, sus enemigos no tenían oportunidad de escuchar las pruebas en su contra, simplemente se los arrojaba a fosas comunes, nadie les daba un pañuelo negro para evitar que la soga del verdugo les quemara el cuello mientras se les rompía la columna. La justicia “se hacía” con crueldad.
Pero éste no es el punto. El cambio de régimen se hizo en nombre de Occidente y la ejecución de Saddam fue resultado directo de la cruzada por un “nuevo” Medio Oriente. Ver a un general estadounidense uniformado –pese a la creciente indisciplina dentro del ejército de Estados Unidos– en una conferencia de prensa, matizando y quejándose de que sus hombres fueron muy corteses con Saddam hasta el momento en que se lo entregaron a los asesinos de Moqtada al Sadr sólo puede apreciarse como humor del más negro.
Nótese cómo lo mejor que pudieron hacer los funcionarios de “nuestro” gobierno iraquí en respuesta fue ordenar una “investigación” para identificar a quienes llevaron teléfonos celulares a la sala de ejecución, pero no a aquellos que gritaron insultos a Saddam Hussein en sus últimos momentos. El gobierno de Maliki hizo algo totalmente digno de Blair al encargarse de encontrar a los soplones y no a los criminales que abusaron de su poder.
Y, de alguna forma, éstos se salieron con la suya. Los reporteros en la zona verde dedicaron kilométricas notas a la consternación del gobierno, como si Maliki no hubiera sabido lo que ocurrió en la ejecución. Sus propios funcionarios estaban presentes y no hicieron nada.
Es por eso que la grabación “oficial” del ahorcamiento es silenciosa –y discretamente pasa a una disolvencia– antes de que Saddam sea insultado. Fue en ese punto en que fue cortado, no por conservar el buen gusto, sino porque ese gobierno iraquí democráticamente electo y cuya elección fue una “grandiosa noticia para el pueblo de Irak”, según palabras de Lord Blair, sabía muy bien lo que el mundo vería en los terribles segundos que seguían. Como las mentiras de Bush y Blair –en el sentido de que todo mejora en Irak cuando en realidad empeora–, el acto de barbarie debía ser presentado como una solemne ejecución judicial.
Lo peor de todo, quizás, es que el ahorcamiento de Saddam imitó, de forma fantasmal y en miniatura, el estilo bestial de las ejecuciones de su propio régimen. El verdugo de Hussein en Abu Ghraib, un tal Abu Widad, también se burlaba de sus víctimas antes de jalar la palanca del cadalso, en una última crueldad antes de la extinción. ¿Fue aquí donde los verdugos de Saddam aprendieron el trabajo? Y por cierto, ¿quiénes eran esos verdugos vestidos con camperas de cuero? Parece que nadie se hizo esta pregunta. ¿Quién los eligió? ¿Los amigos de milicia de Maliki? ¿O los estadounidenses que manejaron todo el espectáculo desde el principio y que organizaron el juicio a Saddam de forma tal que nunca se le permitió revelar los detalles de sus amistosas relaciones con tres administraciones estadounidenses, para que se llevara a la tumba todos los secretos sobre los asesinatos ocurridos durante una década de alianza militar entre Bagdad y Washington?
No haría estas preguntas de no ser por el profundo sobresalto que experimenté cuando visité la prisión de Abu Ghraib después de la “liberación de Irak”, y conocí al jefe médico iraquí de la prisión, nombrado por Estados Unidos. Cuando quienes lo vigilaban se distrajeron, admitió que había sido el “médico en jefe” de Abu Ghraib cuando los prisioneros de Saddam eran torturados ahí hasta morir. No me extraña que nuestros enemigos, convertidos en amigos, se estén volviendo enemigos nuevamente.
Pero esto no tiene sólo que ver con Irak. Hace más de 35 años, cuando mi papá me llevaba a casa de la escuela, la radio de su auto dio la noticia de que al amanecer un hombre había sido colgado –creo– en Wormwood Scrubs. Recuerdo el incómodo aire de santidad que se apoderó del rostro de mi padre cuando me dijo que eso estaba bien. “Es la ley, hijo”, dijo, como si estas crueldades fueran inherentes a la raza humana. Aun así, éste era el mismo padre que, cuando era un joven soldado en la Primera Guerra Mundial, fue amenazado con ser procesado por una corte marcial porque se negó a comandar a un pelotón de fusilamiento que ejecutaría a un igualmente joven soldado australiano.
Quizá son sólo los hombres mayores quienes, sintiendo que su fuerza flaquea, disfrutan las prerrogativas de una ejecución. Hace más de diez años, el ahora fallecido presidente Hrawi de Líbano y el asesinado primer ministro, Rafik Hariri, firmaron las sentencias a muerte de dos jóvenes musulmanes. Uno de ellos entró en pánico durante el robo de una casa en el norte de Beirut y le disparó a un cristiano y a su hermana. Hrawi –a decir de altos funcionarios de seguridad de ese tiempo– “quería demostrar que era capaz de colgar a musulmanes en una zona cristiana”.
Y lo logró. Ambos hombres, uno de los cuales ni siquiera estuvo dentro de la casa durante el robo, fueron ajusticiados públicamente junto a la carretera Beirut-Jounieh.
Se desmayaron de miedo al ver a los verdugos con capuchas blancas. Mientras, la alta sociedad cristiana, que regresaba a casa después de pasar la noche en clubes nocturnos con sus novias enfundadas en minifaldas, hacía alto en la carretera para no perderse la diversión.
En ese tiempo sugerí, para disgusto de Hrawi, que las ejecuciones públicas regulares debían convertirse, permanentemente, en parte de la vida nocturna de Beirut. Ahorcamientos en el barrio mediterráneo de Corniche atraerían a decenas de miles de turistas, especialmente provenientes de Arabia Saudita, donde sólo se pueden ver decapitaciones esporádicas durante los rezos de los viernes.
No, el tema aquí no es la perversidad del ahorcado. A diferencia de Thane de Cawdor, Saddam no “dio paso a un profundo arrepentimiento” en el patíbulo. Simplemente nos avergonzamos a nosotros mismos de manera muy predecible. O se está en favor de la pena de muerte –sin importar si el condenado sea alguien horrendo o inocente– o se está en contra. C’est tout.
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