CONTRATAPA
Aromas
Por Antonio Dal Masetto
Esta última quincena ayuné y no por razones religiosas ni por recomendación médica. Estiré todo lo que pude el puñado de arroz que me quedaba y cuando liquidé los dos últimos granitos me dije: este es el fin, me abandono, ni siquiera puedo esperar ayuda celestial porque no creo en nada. Y he aquí que tocan timbre y es una promotora de una casa de pasta que me obsequia una caja de ravioles. Agradezco y voy corriendo a calentar agua. La marca de los ravioles es Santa Orberosa. Cuando me quede tiempo voy a recapacitar sobre esta cuestión de los milagros. Tal vez haya vivido equivocado sobre este tema de la fe.
Una hora después, físicamente recuperado, me voy para el bar y cuento los momentos difíciles que pasé.
–Puedo entenderlo perfectamente –dice el parroquiano Guido–, a mí me quedaban unas pocas lentejas, así que las conté, 317. Las fui administrando. Sopa de lentejas todos los días. Cuando me quedaban 14, me dije: acá hay que inventar algo. Así que empecé a engordar la sopa con aserrín, para llenar la panza. Y no van a creer los nuevos sabores que descubrí. No es lo mismo el aserrín de roble que el de pino, el peteribí que el álamo o el cedro que el plátano. A lo único que me resistí es a probar aglomerado, porque lo asocio mucho al vino en tetrabrik.
–Yo llegué a su misma solución, pero por otro camino –dice el parroquiano Anselmo–, tenía una pata de pollo, se me imponía una administración rigurosa. La herví y obtuve un caldo más que abundante. En cuanto a la parte sólida, primero aparté la piel, la corté en juliana y tiré un par de días. Segundo, corté la carne con navaja de afeitar en fetas finitas como hostias y eso me dio para tres días. Comulgaba con mi hostia de pollo a la mañana, al mediodía y a la noche. Después avancé sobre los cartílagos, nervaduras y demás. Quedó el hueso perfectamente mondo y le dije: Ahora te toca a vos. Lo metí en un mortero, lo pulvericé y con unas gotas de aceite que me quedaban y una pizca de pimentón logré una nutritiva pasta de ave color salmón.
–A mi novia y a mí –dice el parroquiano Ladislao–, nos quedaba un huevo duro. Uno solo. En la casa no había otro alimento. Lo colocamos en medio de la mesa vacía y nos sentábamos a mirarlo en silencio. El huevo refulgía con luz propia, era como el Santo Grial de los huevos. Hasta que en determinado momento nos animamos a cortarlo. Mi novia que se recibió de instrumentista trajo el bisturí y lo cortó en dos mitades perfecta. Con el amarillo intenso de la yema, en la casa apareció el sol y nos dedicamos a un nuevo período de contemplación.
–Mi experiencia está asociada a lo colectivo –dice el parroquiano Atilio–. En el barrio hay una parrillita mistonga, que labura cada vez menos. El lunes pasé por ahí y vi que había un tipo con el cuello estirado sobre la parrilla, los ojos cerrados, expresión de éxtasis, las fosas nasales dilatadas al máximo, masticando un pan como si estuviera devorando un buen bife de chorizo. Corrí a mi casa a buscar un pan y cuando regresé ya había cuatro más. Todos con el suyo, los ojos cerrados y dándole a la nariz. Al día siguiente éramos como veinte, así que hubo que empezar a organizarse y a hacer cola. Al retirarnos nos despedíamos con un aplauso para el parrillero. El parrillero es un buen hombre y agradecía, pero cuando los clientes olfateadores ya éramos como sesenta o setenta, nos dijo: “Señores, yo tengo las mejores intenciones, pero los negocios no andan bien, no pido mucho, pero considero que 10 centavos por cabeza no es una cifra exagerada para venir a disfrutar de su pan como si lo estuvieran acompañando con un poderoso churrasco”. Puso una lata de durazno y todos depositábamos el óbolo. El buen hombre inclusive colocó una tarima para que pudiéramos balconear mejor encima de la parrilla. La cosa está funcionando bien, aunque nunca falta algún roñoso que se arrima de costado, se hace el tonto y trata de olfatear de garrón. Pero pensándolobien, a lo mejor se trata de gente que no tiene los 10 centavos. Son momentos muy difíciles, hay que ser generoso con los que menos tienen, nada te garantiza que el día de mañana te puedas encontrar en la misma situación, soportando los embates de la miseria.